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GRITO DE GLORIA
A. BARREIRO Y RAMOS, E°'tob
LIBRARÍA, PAPELERÍA Y EXCUADERNACIÓN
CALLE 25 !>:■: MATO v CÁMARAS
Biblioteca de Autores Uruguayos
-ROBRAS EN VENTA.;-
EN FORMATO EN 8.'
ZORRfILA !>!■: Sam Martín Ji \n), TABARÉ.— POdDia] 1 ale-
lumen Impreso en Parle con lodo lujo, ador-
nado con mi I trato del amor ai agua fuerte.
—Prado con u lademación de tela . . •
A. Maoarinos Cervantes.— PALMAS Y OMB1
9 lomofl á la rústica •• LOO
C. L. 1 -(Documentos), i tomo . . . •• t..">"
EN FORMATO I \ l'-V
• María Ramírez. ARTIGAS.— (Documentos JustlO a-
■ 'ni" .• 2.00
tMORKS DE MARTA. -2 l 8 « 2.5U
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ISMAEL. 1 tomo ••
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• M n : ,1 tomo di
, autor, — Precio ■ la rustica , > 0.80
, con un i'id-
Biblioteca de Autores Uruguayos
EDUARDO ACEVEDO DÍAZ
GRITO DE GLORIA
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MONTEVIDEO
A. Barreiro y Ramos, editor
3f de Mdxo, esquina Cámaras
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GRITO DE GLORIA
Después de Catalán
Las campañas antes tan herniosas, rebosantes de
vida, estaban ahora mustias, llenas de desolación
profunda. Creeríase que un ciclón inmenso las hu-
biese devastado de Norte á Sur y del Este al occidente,
sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas
del desastre.
Soplaba como un viento asolador sobre los cam-
pos; la grande propiedad parecía aniquilada. No se
veían ya numerosos los ganados agrupados en los
valles ó en las faldas de las sierras.
En su mayor parte las viviendas estaban sin mo-
radores, saqueadas, en escombros, y en estas «tape-
E. ACEVEDO DÍAZ
ras» crecía la yerba salvaje hasta ocultar los pica-
chos de lodo seco. ¿Para qué hombres y perros
pastores? En la tierra conquistada había concluido
la labor libre y muerto toda industria. Sus hijos,
ya exánimes los unos, los otros errantes, habían
agotado en lucha tenaz todo el caudal de su es-
fuerzo bravio.
El desaliento cundía a modo de vaho asfixiante
de uno á otro confín; no se elevaban cabezas alti-
vas, ni brazos poderosos, ni gritos terribles de com-
bate, allí donde durante nueve años se habían cho-
cado múltiples ejércitos y consagrádose á hierro y
fuego la aspiración constante de libertad.
Los nuevos dueños del país allanaban las propie-
dades y se repartían los frutos. Acompañábales la
sed insaciable de riquezas que se apodera de los
(bertes en pos de fáciles victorias y extendían la
garra con la brutalidad de la bestia cebada. Nin-
guna barrera podía detenerlos. Dineros, bienes, hon-
ras, vidas, todo era barrido por la ola de la con-
quista.
En los primeros días, á través de las cuchillas, á
lo largo de los caminos, en lo hondo de los valles,
un ruido pavoroso cada vez en aumento, un mu-
gido Continuo, siniestro, formado por inli-
llenaba de aflicción los pag
LaJ pOCaí mujeres que habían quedado en sus
mora ;:i inquietas .1 Lis puertas o se lanza-
ban las á las vecinas lomas, .it raídas por
aquellos ruidos de tronada, conjunto de lulid
clamores, de relinchos y c.ui^
GRITO DE GLORIA
Entre enormes polvaredas, cuyas nubes se exten-
dían al ras del suelo como humazos de combate
en un día sereno, se corrían hacia la frontera como
impulsadas por un viento tempestuoso considerables
tropas de ganado.
El arreo era completo.
Sinnúmero de astas en tumulto apiñadas, cho-
cándose, formando una verdadera selva de pitones
agudos, sobrenadaban en el nubarrón de tierra do-
radas por el sol, y se escurrían veloces á lo largo
de las carreteras. Entre aquel turbión de volutas
de polvo, de cornamentas y de pezuñas en perpetuo
movimiento, distinguíanse las cabezas de los ginetes,
que agitaban aún más el torbellino con las bande-
rolas de sus rejones, prolongados silbos y voces
atronadoras.
Eran soldados riograndenses y paulkstas.
Alguna vez, el clarín acompañaba á los voceros
con notas roncas y estridentes.
La torada se atropellaba entre bufidos, llevándose
por delante novillos y becerros y embistiendo á los
flanqueadores; y entonces el ganado arisco, casi
cimarrón, se deslizaba rápido hacia los montes, en
los que en gran parte se guarecía aplastando ra-
mas y malezas.
Los soldados hacían cerco al resto y proseguían
su camino con gritos lúbricos, bebiendo y jurando,
destruyendo los míseros huertos y plantíos con los
cascos de sus caballos y los mil pies de las mana-
das que empujaban como un torrente sobre aqué-
llos, con gran alborozo de la turba.
E. ACKVEDO DÍAZ
Hacia otros rumbos, el cuadro revestía los mis-
mos colores, la misma violencia impune, igual des-
borde de instintos insaciables.
Allá, era un ganado yeguar arreado al galope,
en cuya masa confusa iban mezclados los caballos
mansos y los potros, corriendo desatinados entre
sones de cencerros, ya agrupándose en deforme
montón de crines y cabezas, ya dispersándose en
parte entre corvetas y hocicadas de fiera embrave-
cida, para perderse en los desfiladeros y anfructuo-
sidades de las sierras, lanzando relinchos que re-
percutían en los cerros lejanos como ecos de una
bocina poderosa.
Acullá, eran las bestias dóciles, los bueyes arran-
cados á las carretas y al rejón que labra el surco,
confundidos con los carneros y porcinos, los que
rodaban por el camino impelidos por la horda, es-
trujándose, atropellándose al ruido del esquilón, en
medio de tremendos ludimientos de cuadriles y de
guampas ; y que, ora se detenían de súbito azora-
dos al escuchar á lo lejos los bramidos del ganado
vacuno semejantes á notas sonoras de mil trompe-
tas colosales ora recomenzaban su marcha en vio-
lentos remolinos sembrando la carretera con los
cuerpos del rebaño menor aplastados por la pezuña
del enjambre.
Mi. lejOS, sobre la loma llena de verdina v \ de
claridades ardien: rUOOS, otros luciua-
mientos dudosos, otras aglomeraciones de hombres
y de 601110 envueltas en una humareda de
GRITO DE GLORIA 9
incendio, se precipitaban presas de un vértigo hasta
hundirse en los llanos apartados en fragorosa ba-
lumba.
Sobre el dorso de las «cuchillas» destellando vi-
vos reflejos, altas, amenazantes, en haz siniestro, al-
canzábanse á ver las moharras de los astiles y el
bronceado de los morriones de la caballería inva-
sora.
En todos los contornos se alzaba sordo é impo-
nente un rumor de agonía ; y no pudiendo aterro-
narse para escapar á la saña de aquellos rapaces
vencedores, las familias enteras abandonaban sus
casas llevándose lo más necesario, lo que hallaban
á mano en medio de sus angustias, y se ocultaban
en los lugares selváticos; únicos campos de asilo en
su infortunio, donde también habían buscado refu-
gio los hombres que salvaron de la persecución
implacable ó de la ruda pelea.
Desde sus ladroneras de palma ó de guayabo,
cuando no del ombú gigante de una isleta, obser-
vaban anhelosas cómo la avalancha crecía y rodaba
con estruendo, á la manera que se desprenden, cho-
can y precipitan los peñascos de la cumbre de los
cerros poniendo en fuga á las piaras bravias; cómo
cruzaban á escape los destacamentos arrollando las
puntas del ganado que había huido del rodeo, ó
alguna masa compacta de fieros novillos que en ra-
pidísimo arranque se azotaba al arroyo en brincos
tremendos, sin hollar el ribazo, para hundirse en
los <f rincones» del bosque en cuyos senos oscuros
se esparcía como una ola bramadora.
10 E. ACEVEDO DÍAZ
Miraban también rodar entre montones de are-
nisca y guijarros en las faldas de la sierra, á las
yeguadas indómitas, y lanzarse en mole á las aguas
sus pujantes «baguales» sacudiendo los crinudos pes-
cuezos para ganar por el mismo instinto los escon-
didos potriles donde tan sólo las sutiles flechas del
sol y el ágil «matrero», — la luz y la audacia, — vio-
laban el secreto de la salvaje guarida.
Cuando no eran las corridas, las matanzas ó las
«boleadas» del ganado con frenético desenfreno en
las colinas y en los llanos las que animaban los
pagos desiertos, eran los escuadrones escalonados,
las partidas sueltas exploradoras ó los destacamen-
tos en comisión los que desfilaban i períodos, en
una serie interminable de ginetes y «reyunos», cuyo
tránsito sobre ciertos terrenos de canteras en el si-
lencio de las tardes producía como un temblor
prolongado oído con impotente colera por los asi-
lados en los bosques.
A veces, algún incendio iluminaba en la noche
con sus rojizos resplandores cerranías y valles. Era
que, como quien espanta alimañas, la tropa ponía
fuego á un juncal espeso Ó á un grupo de atalas»
y «sombra de toro» para obligar á la fuga á los
«matrero la vacada cimarrona, fuertes cre-
pitaciones llenaban el espacio en vasta comarca, en-
vuelta en inmensas columnas de humo negro, re-
medando aquéllas los estampidos de un fuego en-
sordecedor de fusilería en los estribaderos de una
: a.
GRITO DE GLOIUA. 11
Horas después, el sol alumbraba cuerpos carbo-
nizados y montones de cenizas ardientes.
No pocos de aquellos soldados de uniformes ver-
des con vivos amarillos echaban pie á tierra de-
lante de alguna morada solitaria, hacían saltar con
las puntas de los sables los débiles cerrojos ó con
los cuentos de sus lanzones los ventanillos sin cruz
de hierro, y penetrando al interior en tropel, po-
níanse á destruir el miserable ajuar y á escudriñar
los techos, debajo de la cumbrera, de las costane-
ras, de los aleros, en busca de onzas de oro ó alha-
jas ocultas, derribándolo todo entre cínicas algaza-
ras, hasta las pobres estampas de imágenes religio-
sas que adornaban las negras paredes.
Salían luego cargando con las prendas de más
valía, que echaban sobre el «recado» ó metían en
las maletas; y continuaban su marcha devastadora,
señalando cada etapa con un exceso.
A ocasiones, encontraban á los dueños en sus
viviendas en preparativos de irse á los montes, ó
á otros que arreaban presurosos sus bestias de con-
fianza á lo largo de las laderas para buscar refu-
gio en la espesura, en fraternal intimidad con los
tigrinos y capivaras. Iban mujeres, niños y viejos,
cuando no inválidos de la sangrienta guerra; á ve-
ces gente moza y varonil muy osada y aguerrida.
Entonces los episodios eran terribles.
La soldadesca desbordada acometía la caravana,
dispersaba sus miembros y se distribuía los despo-
jos ; si ya no era que, reunidos los mocetones uno
12 E. ACEVEDO DÍAZ
contra diez, cargaban ciegos á daga y trabuco rom-
piendo filas, en tanto los débiles corrían á ampa-
rarse en las malezas.
En estos encuentros ignorados y dramas lúgubres,
solía suceder también que en medio del botín y
del desorden, «matreros» bravos, en montón, saliendo
sigilosos del vecino monte, caían de súbito sobre
la tropa dispersa con el estrépito de una manada
en días de corrida, y la diezmaban sin perdón, ul-
timando en el suelo hasta el último vencido.
Mas, bien luego aparecían nuevas fuerzas en las
próximas «cuchillas» repitiéndose las tétricas escenas
en toda la zona hostil ; hasta que ya los campos
talados no ofrecían alicientes, ni de los bosques ta-
citurnos brotaban voces agresivas.
De este modo, decirse puede que no hubo un
pago, un río, un arroyo, una .sierra, un llano, una
loma donde no corriese sangre.
Los cuerpos sin vida quedaban desnudos al sol y
á la lluvia, lejos de ojos piadosos, como los de
animales montaraces allí donde les sorprendió la
muerte.
Raro era quien por amoroso afecto ataba un
cadáver á un madero y lo subía á las ramas de un
ceibo, para que asi, escondido en bóveda ramosa
entretejida de enredaderas, salvase .il diente del fe-
lino, ya que no al pico del cuervo.
Se htbia peleado sin tregua durante años en
COO viril arrojo, sin aguardar auxilio
alguno de nadie; se había luJudo en la angustiosa
GRITO DE GLORIA 13
desigualdad de diez hombres contra escuadrón, como
en los cantos inmortales de los poetas de la gloria ;
por largo tiempo se había debatido en soberbia
cólera el valor nativo contra huestes organizadas,
siempre socorridas por esfuerzos que en hileras in-
terminables trasponían las fronteras ; pero, al fin,
las vidas potentes se fueron extinguiendo, las supre-
mas energías se desgastaron en el choque perma-
nente lo mismo que las rocas al embate de la
oleada, cansóse el músculo del peso del acero, y
cayeron de las manos como inútiles instrumentos
las armas ya melladas, chorreando sangre todavía . . .
Por suerte, el exterminio solo alcanzó á una
parte de la indomable generación de la época.
Reinstalado en Montevideo el general vencedor,
los nativos, en considerable número, salvaron los
confines, asilándose entre sus hermanos los argen-
tinos. Renovóse el éxodo del otro lustro, y á ori-
llas del Uruguay miróse con dolor lo que quedaba
detrás, ¡ todo lo más querido ! Arrasadas campiñas,
tumbas gloriosas, sin una luz consoladora de espe-
ranza bajo el cielo de la tierra triste.
La riqueza pecuaria había desaparecido, salvo
aquellos ganados que, internados en los montes, sir-
vieron al procreo prodigioso de «orejanos»; el co-
mercio y las nacientes industrias habían sido cega-
das en sus fuentes, cerrádose todo horizonte al
trabajo libre, á la vida sin zozobras, á la autono-
mía del pago ; con todo, llevaban consigo la tradi-
ción latente, la pasión madura de la tierra, la con-
11 E. ACEVKDO DÍAZ
ciencia del esfuerzo que ya ha consagrado un de-
recho y que perdura en la desgracia como ali-
mento de las almas, cualquiera fuese su destino.
Esa emigración fué rápida, tumultuosa, con todas
las confusas lineas del tropel de la derrota. Se bus-
caba un sosiego relativo, que en algo devolviese la
entereza de ánimo por los que escapaban del circulo
de fuego, vencidos por su propia impotencia.
El eco terrible de los gritos de triunfo los atur-
día, golpeándoles por detrás como una fusta impla-
cable, y precipitándolos á la otra banda envueltos
en el pánico.
¡ Era como un estrépito de puertas que se cerraba
para siempre !
Algunos devoraban lágrimas en silencio ; otros
maldecían de sus caudillos, sin excluir á Artigas ;
los más se alejaban sin protestas ni lamentos, mi-
rando hacia delante, cual si examinasen la natura-
leza del nuevo terreno á que se debían adaptar tan-
tas energías aparentemente domadas.
Los desechos de una ribera buscaban su cohesión
v adherencia en la otra, sin preocuparse de la ac-
tividad perdida, lo mismo que moléculas segregadas
que una fuer/a impulsiva vuelve á un cuerpo que
han integrado.
líl tiempo, que debía correr largo, devolvería su
audacia al espíritu. I. ismos, ahora fatigados,
llegarían á cansarse de su misma quietud.
i-rar otra cosa cuando á la vista es-
taba la inmensa loma verde formando horizonte
GRITO DE GLORIA 15
del otro lado del río, é invitando á volver y á lu-
char con toda la magia de una ilusión de gloria ?
Los mismos que en su ofuscamiento levantaban
airados el puño, sentían que un llanto de fuego se
agolpaba á sus ojos, estrangulándoles un grito de
innoble desahogo en la garganta.
Aquellos restos se diseminaron en las provincias
litorales, confundiéndose en la población nacional
sin más perturbación ni ruido, que el que puede
producir en una playa honda la búhente franja de
un:\ grande ola vagabunda.
Existían amistades y simpatías, que se reanudaron.
Después, sobrevino la calma y empezaron á ci-
catrizarse crueles heridas.
En el transcurso de los días y de los meses la
laxitud de ánimo siguióse á la antigua fiebre de
pelea: cesaron los relatos de trágico colorido, las
historias de palpitante realidad dramática y detalles
conmovedores ; los reproches amargos, los comen-
tarios ardorosos.
Como un soplo helado, pasó sobre los recuerdos:
el trabajo honesto utilizó los brazos cuando no la
faena á monte; y los mismos hombres con talla de
caudillos, se resignaron á la vida oscura.
Sobre estas consecuencias naturales del desastre,
el tiempo puso el sello de su influjo, acallando
poco á poco las voces sordas de la protesta en la
orilla hospitalaria; y en el país dominado,, los la-
mentos del patriotismo.
¡Pesaban demasiado las cadenas, para agotar las
últimas fuerzas en estériles clamores!
16 E. ACEVEDO DÍAZ
II
Dos caudillos
Si en estas comarcas se había cesado de comba-
tir, en otras de América la batalla continuaba en-
carnizada y terrible, en la prueba del postrer es-
fuerzo por la redención del continente.
Con el oído atento á ecos que llegaban de muy
lejanas regiones, súpose un día que la victoria había
coronado en Ayacucho la grandiosa obra; y esta
nueva, estremeciendo de júbilo á hombres y pue-
blos, repercutió en el corazón de los emigrados
orientales removiendo todas sus fibras como un
toque de clarín que convocase ;i la pelea.
Allá habían luchado á razón de uno contra tres
después de duros sufrimientos, descolgándose de los
Andes con desesperado esfuerzo para concluir con
un choque formidable una labor que contaba dos
largos lustros de combates: y en ese choque se ha-
bía quebrado para siempre el poder de 1 a metró-
poli y rendídose con honra sus ilustres generales.
Se relataban y discutían con entusiasmo los episo-
b pericia de Sucre, la carga heroica de Cór-
, el denuedo de la caballería americana, tanto
litante cuanto que el triunfo había sido ob-
GRITO DE GLOKI.V 17
tenido sobre capitanes de alientos como el virrey
La Serna, el caballeresco Canterac, el bizarro Mo-
net y el intrépido Valdez. En mental panorama,
reproducíanse las escenas del drama militar en sus
menores detalles: la muda y elocuente proclama de
Córdova al dar muerte á su caballo de guerra como
un adiós soberbio á la vida en caso de derrota; el
avance de sus batallones contra las infanterías de
Gerona hasta cruzar bayonetas á un paso de la fa-
tal hondonada, la matanza implacable junto á aquella
fosa, las cargas de los regimientos que destro-
zaron á los dragones de Torata v Moquehua, la
briosa tenacidad de Valdez contra la oleada de
los independientes, que acabaron por hacerle saltar
en pedazos su acero toledano; y por fin, la rendi-
ción entre aclamaciones solemnes y dianas, que el
entusiasmo creía percibir claras y sonoras como no-
tas finales de la batalla gloriosa.
Este suceso enardeciendo los espíritus que se
preocupaban de la suerte de América como de una
causa común y solidaria, retempló el ánimo de los
orientales exaltando sus ideas é impulsándolos á
una obra que no habían abandonado por completo,
con nuevo vigor y empeño. ¡El ejemplo era edifi-
cante ! El aura de la lejana victoria acarició todas
las frentes, estimulando á las proezas del valor, y
los que tenían títulos para dirigir los trabajos de
un movimiento armado, viéronse reunidos de im-
proviso por los ímpetus del mismo anhelo, acaso
creyendo en su impaciencia que se hacía tarde ya
2
18 * E. ACEVKDO DÍAZ
para justificar cumplidamente una prolongada nac-
ción.
Con sigilo, en las sombras, bajo la atmósfera de
entusiasmos despertados por la fausta noticia, algu
nos emigrados se pusieron al habla y dieron prin-
cipio á una maniobra complicada y difícil, tan
ardua, cuanto parecía de irrealizable. El problema
no podía resolverse sino por la espada. Pero, ¿como
hacer frente á la adversidad sin riesgo de hundir la
causa en el mismo abismo, malograda la empresa
temeraria?
Cierto día, en el último mes de verano, algunos
hombres se encontraron reunidos en una habitación
del saladero de Pascual Costa. Eran emigrados
orientales. Antes que presas de agitación indiscreta,
parecían fríos y reflexivos, gravemente absortos en
III] tema de trascendencia.
Dos de ellos sostenían el diálogo. Los demás
escuchaban en profundo silencio, solo interrumpido
por una que otra observación juiciosa y concisa,
como de subalternos que entienden SU deber.
Era el uno, hombre joven de elevada talla, fuerte
y bien constituido. Su bizarra presencia, la energía
de la mirada y del gesto, su acción desenvuelta y
el tono que empleaba en el debate, denunciaban
Un temperamento brioso, suavizado en sus arran-
por las v modales cultos. El
semblante denunciaba despejo v atrevimiento, refle-
jándose en 1" íxpresión de voluntad do
minante que distingue á han adquirido el
GRITO DE GLORIA 19
hábito del mando. Caíale el bigote negro sobre el
labio formando fronda al inferior, algo grueso y
saliente ; la cabeza bien cubierta de cabello, se afir-
maba en el cuello robusto, derecha y altiva, como
cabeza de soldado á quien arrulla la ambición.
Movía con dignidad el brazo musculoso, terminado
en una mano fina y larga ; y acaso por la costum-
bre de usar la voz imperativa, íbrmábasele sin es-
fuerzo una arruga profunda en el entrecejo que le
daba un aspecto adusto, casi de dureza. Sus pala-
bras eran medidas, concreto su pensamiento, sus
opiniones firmes. Cuando hablaba, había que oírle,
aunque se discrepase de una manera radical.
liste sujeto vestía una casaquilla militar de caba-
llería, sin presillas, pantalón azul-marino y botas
altas de piel de lobo.
El otro personaje, era un hombre de estatura
baja, cabeza grande y cuello de coloso á plomo
sobre un tronco cuadrado y fornido, macizo del
cráneo al pie como una escultura de piedra; ágil,
diestro y osado á juzgar por sus movimientos vi-
vos é impetuosos; y el cual al primer golpe de
vista, presentaba en su figura los caracteres típicos
del sableador, del domador y del caudillo.
Su rostro amplio y lleno, de frente despejada,
narices carnudas, cejas abundantes en remolino,
ojos de mirar fuerte, barba un tanto recogida, ore-
jas de pabellón ceñido revelando audacia y grandes
alientos, dábanle en conjunto un aspecto de fiereza
que acaso en el fondo bien pudiera ser una gran
suma de bondad, de abnegación y de sencillez.
20 E. ACEVEDO DÍAZ
Hablaban con mesura, como hacen los que han
meditado mucho un plan cualquiera. Las cabezas,
como instintivamente atraídas, habían formado nú-
cleo y casi se rozaban.
Aunque planteado ya al parecer el problema, se
inculcaba sobre sus términos principales en sentido
de la solución. Mucho, sin duda, se habría espigado
en el vasto campo de las presunciones y de los
cálculos más ó menos certeros ; pero, se persistía
en parte ardua, con la tenacidad de los que tan-
tean la senda entre los riscos de una montaña.
— El caso es el siguiente, — decía el de elevada
talla : — nuestra tierra en poder de los brasileños
desde hace años, es considerada por éstos como
una de sus provincias, en mérito del acta de in-
corporación arrancada i un cabildo débil.
Los argentinos por su parte, sostienen que ella
les pertenece de derecho, aun cuando Artigas la
separase de hecho del antiguo virreinato, y sin duda
se reservan reincorporársela en l.\ ocasión pro-
picia.
Xos encontramos, pues, entre estos dos fuegos;
y si entramos á la acción menospreciando á uno
ú otro de los dos poderes fuertes, nos acribillan.
— ¡Eso, lo veríamos! — exclamó su interlocutor
dando una gran voz.
— j Xo hay que verlo! argüyó un tercero. El
indante está en lo cierto. Son tres pretensio-
pero de . la real-
mente débil es la lineara. Si o, amos obrar por
GRITO JDE GLORIA 21
cuenta propia, nos trituran. Tengamos en cuenta
que vivimos vigilados aunque gocemos de simpa-
tías ; que el gobierno se interesa en no romper hoy
por hoy con su rival : y que sin el auxilio de
otros, solos en la empresa, aun cuando alcanzára-
mos algún resultado en la lucha, este bien sería
pasajero. Pronto seríamos anonadados, por mutuas
conveniencias.
— Y fuera de considerársenos temerarios, verían
en nosotros unos aventureros peligrosos que, sin
elementos para esa lucha, ni medios suficientes
para formar nación aparte, habríamos venido á
perturbar el equilibrio de las cosas y a compro-
meter la paz, sin provecho para ninguno de los
dos rivales.
El hombre de cuello de atleta se irguió, diciendo
con aplomo:
— Nación independiente podemos ser. Los paisa-
nos no quieren ser más que orientales.
— También nosotros. Pero, hay que pensar mu-
cho estas cosas graves. No seremos lo que desea-
mos, sin algún apoyo fuerte.
— Eso digo yo, y me viene mortificando hace
tiempo, — observó otro de los circunstantes, con
acento de convencido.
El que primero había hablado, dijo entonces,
como recogiéndose en sí mismo :
— Siempre he creído que nuestra hermosa tierra
separada de esta y de otras por grandes ríos y por
el océano, está destinada á encerrarse dentro de
22 E. ACEYEDO DÍAZ
sus naturales límites y á vivir de sí misma, con
sólo el amor de sus hijos. Pero, todavía no hemos
salido de los primeros pasos, y ante todo, es pre-
ciso redimirla.
¿Podemos hacerlo nosotros, exclusivamente, con-
tra todos ios poderes conjurados?
¿ Qué conseguiríamos con irnos á estrellar contra
las murallas? Sentar plaza de hombres irreflexi-
vos, de soldados de aventura; acaso, de falsos pa-
triotas.
— Sí; pero los argentinos nos acompañarán.
— Si nos acompañan, será á condición de que
volvamos á la antigua forma. Entretanto, su go-
bierno nos resiste y nos persigue.
Siguióse un breve silencio á estas palabras. To-
dos se miraban como inquiriendo una idea.
Al fin, el que había sido calificado de «coman-
dante», lo rompió, añadiendo:
— Habría un medio de zanjar las dificultades j
de dar base á la empresa, si sabemos dominar los
impulsos.
El de planta de caudillo y mandíbula recia, que
se movía nervioso "en su asiento, pregustó con
brusquedad :
— ¿Cuál sería ?
— En la posición en que nos encontramos, y
persuadidos de que solos no liaremos patria, con-
vendría que prometiésemos reconstituir la familia.
modo el gobierno quedaría obligado, y
los generosos sentimientos de nuestros hermanos la
GRITO DE GLORIA 23
impulsarían á protegernos abiertamente. Ó brasi-
leños, ó argentinos. Escojan compañeros!
— Pasaremos solos, — prorrumpió el otro con vio-
lencia. — Los paisanos leales vendrán con nosotros
si les decimos que va á volver la libertad á los
pagos, y no lo harán si se les antoja que nos he-
mos aporteñado.
— Pronto verán que no. En último caso han de
preferir esto, á hablar portugués y tener un amo.
Alguna fuerza hizo este razonamiento en el
ánimo del caudillo que se quedó con la mirada
pensativa, balbuceando bajo, entre sorda irritación:
— No quieren mestura... ni tienen miedo á
nadie.
— Yo bien sé de lo que son capaces.
— Cargan de frente sin contar el número.
— Asi es. Con todo, es necesario fortalecer nues-
tro propósito con una seguridad cualquiera de que
en lo más crítico no seremos abandonados á nues-
tra suerte.
— Entonces, ;qué es lo que nos conviene ha-
cer? — interrogó una voz bronca, de militar impa-
ciente.
— Lo que nos convendría, sería difundir la es-
pecie de la reincorporación una vez que invadié-
ramos ; inspirar confianza con nuestros propios ac-
tos al gobierno argentino y manifestar públicamente
el propósito en todas partes siempre que la suerte
nos favorezca de algún modo en la empresa.
En la primer proclama debería expresarse con
24 E ACEVEDO DÍAZ
claridad que perseguimos un ■ fin práctico, y que
detrás de nosotros hay un poder pronto á socorrer-
nos. De otro • modo, el proyecto queda abocado al
fracaso ; sería pretender un imposible.
Por otra parte, en Montevideo, los trabajos so-
bre el espíritu de la misma tropa siguen con éxito.
Algún concurso importante nos vendrá de allí, á pe-
sar de la vigilancia de Lecor, pues consta á uste-
des que contamos con amigos decididos hasta en-
tre las mismas mujeres.
Sé bien que se habla de los hechos y episodios
pasados como de una razón de resistencia en los
paisanos, á una nueva guerra, pero, toda campaña
militar en cualquiera época no siembra sino sinsa-
bores, por sagrada que sea la causa . . . Después,
sólo algunos resistirían á esta empresa, y ya sabe-
mos quienes son... Poco debe importarnos, desdi-
que los más nos secunden; como estoy seguro su-
cederá, si llevamos al trente de la invasión al co-
mandante Lavalleja.
El aludido, que era el hombre bajo y vehe-
mente, y el encargado del saladero, arqueo las ce-
jas, replicando:
— Ya he dicho que acepto el honor; y vuelvo
á declarar que antes de retroceder dejaré la vida !...
Pero, creo que es conveniente aclarar estos pun-
tos... El primero : ¿están ustedes conformes en que
proclámenlo, la anexión, como cosa necesaria, de-
jando al tiempo que conlinne ó no este acto tan
e ?
GRITO DE GLORIA 25
Reinó un momento de silencio. Moviéronse las
cabezas en actitud de vacilación ; luego, todos fue-
ron asintiendo sin discrepar en detalles. Uno, ar-
güyó:
— ¡ Sí ! Después los sucesos dirán. . .
— ¡Pues que hablen los sucesos ! exclamó el cau-
dillo con violencia. Lo que yo quiero es que pa-
semos cuanto antes ; que pongamos mano á la obra
con la ayuda de quien buenamente la preste. . . sea
á condición de eso que ustedes dicen necesidad,
sea para nuestra libertad completa. El sable que
tengo ahí colgado se salta de la vaina. Acordemos
los medios... poca política, que ésta todo lo em-
brolla ! ¿ Qué piensa usted, comandante Oribe ?
El así nombrado volvió á hacer uso de la pala-
bra, diciendo con una mesura que no excluía la
firmeza :
— Cuando el cabildo de Montevideo, contra la
opinión de los de Canelones y Maldonado que es-
taban cohibidos por los imperiales, sostenía .la idea
de la independencia absoluta, todos nosotros la
defendimos con las armas, aunque infructuosa-
mente. . . Creo que ahora estaríamos dispuestos á
lo mismo, si alguien nos apoyase, como entonces
lo hizo el general Alvaro da Costa. Pero, ¿quién
ha de venir en nuestro auxilio en las presentes
circunstancias? Los gobiernos nos hostilizan. Por
eso ha sido mi insistencia que procuremos atraer-
nos ai de Buenos Aires, nuestro aliado natural. No
sé si lo conseguiremos : habrá que tomarse mucho
26 E. ACEVEDO DÍAZ
empeño en ello si ha de darse solidez al movi-
miento.
Luego, es preciso explorar el ánimo de los pai-
sanos prestigiosos. . .
— Ese era mi segundo punto... la madre del
borrego. Se nombrarán tres de los compañeros en
comisión. En seguida de esto, queda el rabo por
desollar : ¡ Frutos! . ..
Y el caudillo apretó nervioso los dos puños.
Los demás quedaron en suspenso.
— ¡Frutos! — prorrumpió al fin Oribe. Al briga-
dier, si se puede, se le utiliza. Quedaremos en la
alternativa de liacerle plena justicia si reacciona, ó
de eliminarlo si se obstina. Dada la posición que
ocupa, lo primero sería de gran eficacia, y lo se-
gundo de gran efecto.
— ¡El gazapo es pura maña ! — murmuró Lava-
lleja con la vista en el suelo, como si mentalmente
esbozase ante ella la figura de su antiguo y astuto
compañero de temerosas aventuras.
Como se ve, la lucha á emprenderse presentaba
para estos hombres todas las perspectivas angustio-
sas con que la desconfianza y la duda rodean siem-
pre á las tentativas arduas. De suyo heroica, ésta
exigiría un temple nada común en sus actores, una
decisión á toda prueba y in^i voluntad inquebran-
table en el propósito que pusiera de relicv*
grandeza y le atrajese el concurso de las energías
populare.. Rivera tenia prestigio real en campana.
aprendiéndolo asi, esmerábanse en conciliar
GRITO DE GLORIA
los medios de ejecución con la enormidad del obs-
táculo.
Sobre ese tema inculcaron, prolongándose gran
parte de la tarde en el animado diálogo. Tuvieron
en cuenta los elementos propios; las nutridas lilas
enemigas, las grandes dificultades de los primeros
momentos, la porción de suerte que entra siempre
como fuerza coadyuvante en la acción desesperada,
las consecuencias que aparejaría una posesión com-
pleta de la campaña, las eventualidades posibles en
lo internacional y político, dada la situación res-
pectiva de las dos naciones rivales; y por último,
bordaron con mano caprichosa en tela tan vasta
las ilusiones más seductoras.
Designóse como avanzada exploradora á Manuel
Lavallcja, Manuel' Freiré y Atanasio Sierra. Estos
patriotas debían de recorrer la zona meridional del
país, donde residían los principales hombres de
prestigio, á fin de consultarlos y atraerlos al pen-
samiento. También les estaría encomendada la mi-
sión de ir hasta Montevideo para ponerse al habla
con ciertos vecinos de representación y valimiento.
Tratóse de la bandera.
— Mantendremos la única que ha flameado en
nuestras guerras, — dijo Oribe.
— Sí. Ninguna otra. La bandera de Attigas. Es
la que conocen como propia los paisanos, la que
seguirán con resolución, aunque les recuerde los
tristes desastres. . . No hay trueque con otra, ni se
cambian caballos en la mitad del río!... Este es
28 E. ACEVEDO DÍAZ
mi modo de pensar. Si viene otra derrota, será la
última, porque caeremos envueltos en esa bandera.
— ¡De acuerdo! — exclamaron diversas voces que
en lo excitadas revelaron hervor en las pasiones.
El recuerdo había herido fibras sensibles. La en-
seña del heroísmo infortunado aparecía simpática y
atrayente ante los ojos de los que la habían visto
ondear en los campos de la derrota, en los postre-
ros días de la pelea implacable con sus tres fajas
de colores saltantes, sencilla, sin moharra de plata
ni corbata de flecos de oro, en un astil de coro-
nilla, con su tela rejoneada por el acero y cubierta
de manchas de sangre en testimonio mudo del es-
fuerzo y del sacrificio.
III
Excursión á los pagos
Dos días después de esta reunión, dióse principio
á ciertas maniobras que apenas trascendieron en
Buenos Aires; pero que, en la Banda Oriental tu-
vieron su prolongados y eco entre determinadas
avecindadas en el litoral.
que «la semilla cuajaba»; que «pronto .sonaría la
hora».
Hablábase de 01 QtOl no menos graves. El
GRITO DE GLORIA. 29
gobierno argentino había prohibido decididamente
todo trabajo tendente á romper las relaciones de
amistad que existían entre la república y el impe-
rio á consecuencia del último tratado. Se vigilaba
con el mayor celo los pasos de los emigrados; por
manera que sus planes tenían que ser sofocados en
embrión. Y aunque así no fuera, aunque lograsen
llevar la iniciativa al terreno, ¿ de qué medios se
valdrían para cohonestar las hostilidades de los dos
grandes adversarios entre los cuales colocaba su
mísera suerte á los patriotas?
Cuando el general Lecor, hombre astuto y po-
lítico se posesionó de Montevideo, había convocado
el cabildo; y apercibido del incremento de la emi-
gración, así como de los peligros que ésta incu-
baría, apresuróse á invitar al regreso á varios de
los vecinos influyentes que se encontraban en Bue-
nos Aires, entre ellos al alcalde de primer voto y
al regidor defensor de menores. Pedía á esos ciu-
dadanos que siguiesen sirviendo sus empleos, ase-
gurándoles en nombre del emperador « un completo
olvido y respeto sumo», si acataban su autoridad.
¡Su majestad estaba lleno de clemencias! Interpretá-
balas complacido el general vencedor, sabiendo que
aquellos personajes habían ido comisionados para
pedir auxilios al gobierno argentino.
Como se veía, esa actitud de Lecor y la de los
hombres públicos de Buenos Aires coincidían en el
sentido de atemperar las pasiones y de cerrar toda
puerta á la esperanza. Algunos expatriados volvieron.
30 E. ACEVEDO DÍAZ
El mayor número quedó, sin olvidar sus viejos la-
res. Añadíase que, en vez de darlo todo por con-
cluido, los proceres se empeñaban con gran celo en
atraerse recursos y ganar voluntades, recurriendo á
las personalidades descollantes por su poder é in-
fluencia. Con este motivo, dábase como un hecho
que el general Estanislao López, gobernador de
Santa Fe y caudillo prepotente del litoral, habíase
comprometido á socorrer con municiones á los
hombres que meditaban proyectos tan extraordina-
rios como los cuentos heroicos de los «payadores».
A pesar de tales rumores, los vecinos reflexivos
se resistían al convencimiento; atribuyendo la pro-
paganda que se hacía al deseo constante y vehe-
mente de sacudir una opresión que les imponía
renegar de su idioma, cambiar los hábitos políticos
y aun las costumbres sociales en nombre del dere-
cho de conquista.
Algo vino no obstante bien pronto, á difundir
nueva alarma en el país.
En ciertos pagos empezó á esparcirse como en se-
creto la versión de que los hombres emigrados se
proponían cosas muy serias respecto á la situación
imperante. Una junta ó centro directivo había enviado
al país varios sujetos, bien vinculados á sus propó-
sitos por solemne juramento, para que explorasen
v consultaran la opinión de los patrio-
ICerca de una tentativa revolucionaria á reali-
za:
tOf emisario', habían penetrado al terntori
GRITO DE GLORIA 31
una manera misteriosa, pues nadie les vio poner
pie en las playas del río. Internáronse sin ser sen-
tidos. Cruzaron las campañas de incógnito, levan-
tando á su paso murmullos de asombro, de espe-
ranza, de alegría entre aquellos que eran dignos de
conocer sus secretos; y siempre marchando auda-
ces á través de guardias enemigas, íbanse deteniendo
aquí y acullá, en poblaciones aisladas, para conti-
nuar en la noche su camino, á modo de sombras
fugaces. Hablaban á puertas cerradas; comían del
«asador» poco y aprisa; tomaban « mate » amargo
con el pie en el estribo ó de á caballo; decían
¡adiós! con un acento extraño, de forasteros furti-
vos, y luego desaparecían sin dejar rastro. Se ase-
guraba por unos que traían á los paisanos «memo-
rias del viejo Artigas»; otros sostenían que el
viento, como indicio «de un pampero fuerte», so-
plaba de Buenos Aires.
El hecho era que estos personajes de «agüero»
iban recorriendo ciertas zonas en donde vivían go-
zando de prestigio algunos caudillos, — aunque esa
su vida era comparable con la de las alimañas á
monte, acechados por un cordón de soldados que
vivaqueaban en todas direcciones.
Los emisarios avanzaban, sin embargo, eludiendo
peligros. Habían estado en Pando. De allí se ha-
bían dividido sin tropiezo alguno, después de con-
versar con antiguos servidores del vencedor de las
Piedras; unos para el centro de la campaña, otros
para Montevideo, como si fuera fácil atravesar sus
32 E. ACKTEDO DÍAZ
murallas defendidas por cien cañones, sin inspirar
recelos.
De pronto habían sido sentidos, á pesar de an-
darse con tantos disfraces; y á una, todos los
destacamentos desparramados por los campos á
modo de «perros tigreros» se lanzaron sobre ellos;
siguiéronles la huella con tesón; los acosaron de
cerca y consideraron seguras las presas, antes que
los hombres misteriosos llegaran á la ribera del
gran río.
Interés como pocos, había en apoderarse de ellos.
Y así se creía sucedería, dados los exiguos medios
de fuga de que podían echar mano en un país con-
quistado; con todo, confirmando la sospecha de las
gentes sencillas que los habían visto cruzar tacitur-
nos por delante de sus ranchos, de que no debían ser
más que «ánimas de valientes» caídos en otros
años borrascosos en los charcos de Corumbé y
de Aguapey que regresaban á sus hogares conver-
tidos en «taperas», evaporáronse al final del ras-
treo á modo de duendes, y los perseguidores en-
contrando la soledad siempre por delante, arroyos
sin manadas en sus ribazos y montes de aspecto
siniestro de cuyo seno parecían salir resuellos de
¡cansan, se decidieron al fin a volver
riendas, persuadidos de que un.i cos.i es descubrir
al « ni.itr : la humaza del fogón encendido
irida de bóvedas flotantes, y otra cogerlo
á lo largo del boquete, ó sentado en una rama.
Se había sabido después, aunque sin certidum-
GRITO DE GLORIA 33
bre, que aquellos hombres desconocidos habían
atravesado el ancho río en medio de peligros idén-
ticos á los que acababan de conjurar, á causa de
las embarcaciones armadas que hacían la vigilancia
de costas; que la corriente les fué tan propicia
como la suerte en tierra, y que el capitán de una
cañonera brasileña aseguraba no haber visto bote
ni chalupa alguna en el canal, sino un «camalote»
en el que iban dormitando varios tigres que arras-
traban hacia abajo las aguas correntosas.
Más se susurraba en los pagos del oeste; y era
que, según los informes de un patrón del cabotaje
llegado con su balandra á Mercedes, poco después
del suceso, unos hombres desconocidos que pare-
cían venir de ribera oriental habían desembarcado
en un punto desamparado de Las Conchas, con
trajes muy descompuestos, botas enlodadas hasta
las rodillas y un aspecto sospechoso de gente aviesa
ó contrabandista. Él los había visto casualmente
al regresar á la costa de una corta excursión al
interior, y cuando se metían en los grandes pajo-
nales del bañado, sin duda huyendo de toda pes-
quisa. Llevaban «recados» al hombro; por lo que
debía presumirse que habían cabalgado ó que ten-
taban hacerlo.
Estos vagos siniestros tenían unas figuras impo-
nentes, cabezas desbreñadas cubiertas con chamber-
gos negros y unos ponchos cruzados por el pecho.
Iban mirando á todos lados, como quienes ace-
chan. Cuando la autoridad salió á perseguirlos, y a
3
34 E. ACZVEUO DÍAZ
se habían perdido entre las altas maciegas, sin que
nadie hubiera acertado á dar con ellos ni con el
rumbo que llevaban.
La verdad es que estos rumores y comentarios
tenían en inquietud los pagos del litoral.
¿De qué se trataba?
Si era de nuevas peleas para emancipar la tierra,
los emigrados vivían en sueños; pues el enemigo
que de ella se había enseñoreado disponía de tanto
poder que sólo pensar en redimirla era demencia.
El yugo demasiado recio y resistente, con coyun-
das de hierro, no podía romperse con una sacudida
de toro. Se había fabricado á propósito para bajar
la cerviz á un coloso, y obligarlo á mirar siempre
al suelo por más briosa pujanza que sintiese en su
cabeza.
Luego, estaba allí bien cerca el dilatado impe-
rio, semillero de hombres, fuente poderosa de ri-
queza, dispuesto á renovar sus legiones en caso de
suerte adversa, y á cambiar la índole genial y las
costumbres del elemento nativo como había cam-
biado el mapa geográfico político. Estaba allí, á un
. el foco temible de fuerzas hostiles, el emporio
de recursos inagotables en donde reponer las pér-
didas, con un de millones, millares de com-
batientes y numerosos buques de guerra mandados
hábiles man:
mdiciones el eran
los que pensaban agredirlo? S iba. Pero fue-
ren ellos quienes fuesen, corrían el de ser
tomaran en campo raso.
GRITO DE GLORIA 35
Con las tropas que guarnecían el país podíase li-
brar batalla á un fuerte ejército, — al menos de la
organización y contextura de los que entonces se
formaban. En haz las unidades de combate de la
conquista constituían una mole incontrastable, con
refuerzos inmediato; y generales expertos. Algunos
de éstos habían tenido por escuela militar práctica
las guerras de la península contra los ejércitos de
Bonaparte, y por el hecho, sus aptitudes para la
táctica y la estrategia superaban al nivel del mé-
dium ; aunque éste les reservara con la sorpresa de
lo imprevisto el guerrear inesperado.
La plaza fuerte de Montevideo rodeada de mu-
ros y baterías, contenía tropas escogidas de las tres
armas.
El general Lecor habíalas distribuido en todo el
cinturón de granito, alcanzando á sumar tres mil
soldados con la caballería desmontada. Esta guar-
nición podría duplicarse en breve tiempo con nue-
vos batallones de línea. Una escuadra anclada en el
puerto, compuesta de los mejores buques, resguar-
daba la plaza de todo peligro del lado de la costa.
Las casernas rebosaban de repuestos de armas, pól-
vora y balas ; gran número de cañones de bronce
habían reemplazado las piezas de hierro vacilantes
en sus afustes, y fusiles de nueva fábrica, los vie-
jos depósitos corroídos por la herrumbre. Una
mano vigorosa é inteligente parecía haber dado
lustre al corselete del bivalvo, trabajado por el
verdín y la broza desde el tiempo de la colonia;
36 E. ACEVEDO DÍAZ
todo relucía en los instrumentos de guerra y en
los hombres de armas. No había más que cerrar
filas y morder cartuchos. De aquel recinto fortifi-
cado podíase, como en otros años, lanzarse colum-
nas abrumadoras, sin perjudicar la defensiva de bas-
tiones y esplanadas. Era siempre como un antro de
energías concentradas, las que al salvar el foso se
resolvían en borbollón de penachos y de aceros.
En la campaña, este poder tendría en pocos días
su complemento. Las extremidades participarían de
la robustez del tronco. Una división entre el Ne-
gro y el Uruguay, suficiente para rechazar cual-
quier avance aun de tropas numerosas ; los ginetes
del mariscal Abreu y del general Barreto formando
diez escuadrones en las proximidades de Mercedes,
la ciudad histórica de las primeras leyendas ; en la
Colonia, como Montevideo, destinada á encerrarse
tras de sus grandes portones, la infantería y caba-
llería de Rodríguez ; \m regimiento en el rincón
de Ilaedo custodiando las más hermosas « caballa-
das » arrebatadas á los distritos del norte ; otro en
Soriano. A estas fuerzas considerables debían agre-
garse más adelante las de Braz Jardim y de I Jen-
tos Gonzalves en número de mil quinientos solda-
dos. Reuníanse á un paso de la frontera, y podían
entrar inmediatamente en acción si así lo exigie-
ran las circu:: . á la par de otros contingen-
, COIHO los cuerpos de infantería y
buques de guerra que se enviaran en auxilio de Le-
cor desde Río de Janeiro.
GRITO DE GLORIA
£7
Todo esto, y la actitud misma del brigadier
Fructuoso Rivera, comandante general de campaña ;
comentado por los patriotas á cuyos oídos habían
llegado las voces de nuevos planes revolucionarios,
daba base consistente i su creencia de que los emi-
sarios perseguidos no debían haber sido portadores
de un santo y seña de guerra á muerte.
¡Fácil era que se hubiese exagerado!
IV
La cruzada
No transcurrieron muchos días después de esas
sordas inquietudes sin que una nueva emoción de
sorpresa, casi de estupor, viniese á apoderarse de
los ánimos en los mismos distritos de la costa. De
esta vez, el hecho no podía ser más grave ni más
terribles las consecuencias. Era aquello de que se
trataba una aventura sin ejemplo, á pesar de ofre-
cerlos muy notables aunque de otra índole, la his-
toria de las guerras de Artigas.
Súpose por distintos conductos, á propósito uti-
lizados, que la empresa hasta entonces considerada
imposible por exigir un esfuerzo gigantesco había
dado comienzo.
¿De qué manera?
38 E. ACEVEDO DÍAZ
Los antecedentes y detalles que se relataban eran
motivo de asombro, á partir de que el gobierno
argentino negaba todo apoyo moral y material al
movimiento. No obstante eso, se había producido.
De ello se tuvo bien pronto la certidumbre.
En los primeros días de ese mes, Abril del año
XXV, los emigrados prepararon dos gánguiles, bar-
cas de popa y proa iguales y cuyo aparejo consis-
tía en un solo palo con vela latina en el centro.
Estos gánguiles ó «chalanas», como las designaba
en su lenguaje la gente marinera, estaban á cargo
de excelentes patrones cuyos verdaderos nombres
aún no ha constatado la historia por más que se
supongan definitivamente conocidos.
En uno de estos gánguiles, ayudóles más de una
vez en sus faenas Andrés Echevest ó Cheveste por
corrupción, vasco animoso, tan «baqueano» en los
ríos como en la zona terrestre comprendida entre
uno y otro arenal.
Esta circunstancia hizo que los promotores del
movimiento escogiesen la «chalana» en que Che-
veste había trabajado, para la primera expedición,
pues que el guía era inmejorable; y designado éste
por «baqueano», cargaron sigilosamente el gánguil
con algunas carabinas, sables y pólvora.
En él se embarcaron doce hombres; dos oficiales
y diez de tropa.
Se citaban sus nombres con admiración, como
de gente que estaban destinadas á morir dentro
de breves bol
GRITO DE GLORIA 39
Llamábanse los primeros Manuel Lavalleja y Ata-
nasio Sierra; los últimos Juan y Ramón Ortiz,
Santiago Nievas, Ignacio Núñez, Francisco y Lu-
ciano Romero, Tiburcio Gómez, Carmelo Coimán,
Juan Rosas y Juan Acosta.
El vasco francés que los guiaba en el rio y que
debía acompañarlos en tierra firme, incorporado
por el hecho á la empresa, constituía el número
trece de la lista de expedicionarios.
Hinchada la pobre lona por brisas propicias, zarpó
la «chalana» del puerto de Buenos Aires el día 5;
cruzó el río sin llamar la atención más que una
gaviota errabunda ; y arribando á una playita soli-
taria que nadie visitaba, la de una isleta semi-ane-
gadiza, apostadero de tigres, llamada Brazolargo por
su angostura, desembarcó su contingente.
Esta isleta próxima á la ribera suspirada, facilitó
el acceso de los expedicionarios á la estancia del
patriota Tomás Gómez ; con quien habíanse conve-
nido los medios de movilidad que tenía prontos,
esperando la llegada del último refuerzo con los
jefes.
Pero los días pasaron: dos semanas corrieron
dentro del bosque siniestro, sobre un suelo de cié-
naga hollado por alimañas, y como éstas escondién-
dose los hombres y procurándose el alimento á
saltos en la espesura ó arrastrando la res hasta la
playa en tierra firme, en medio de las sombras,
derrengados, hoscosos, fieros en su misma debilidad.
La prueba no podía ser más ruda.
40 E. ACEVEDO DÍAZ
Los compañeros que debieron seguirlos sin de-
mora, habían sufrido contrariedades serias ; las que
trae aparejadas todo plan que rompe con la mono-
tonía de lo normal, desafía los vientos y las olas ó
descubre alguna malla de su tejido.
Notado el movimiento por las autoridades argen-
tinas, celosas de su neutralidad, viéronse forzados
los que quedaban á buscar puntos aislados en la
costa que les sirviesen de salida en persecución de
sus intentos temerarios. En ese afán constante, sin
desfallecimientos, se agitaron durante once días lle-
nos de fiebre. Al fin lograron reunirse en grupos
en sitios desiertos de la orilla. El tiempo se unís-
traba adverso, como los hombres. Un viento recio
sacudía las aguas revolviéndolas en escarceos espu-
mantes. Tenían el peligro detrás, al frente, más
allá, por todas partes los amagos del desastre. ¿ Qué
importaba? La resolución estaba hecha, el sacrificio
ofrecido en aras de una pasión ferviente y quedaba
el consuelo de morir, el postrer recurso de los
fuertes cuando nadie los comprende ni los ampara
en sus decisiones supremas.
Embarcáronse y se entregaron á Lis ondas. El
abismo que éstas guardaban no era mayor que aquel
que los atraía con fuerza misteriosa y ;il que habían
jurado caer sin queja cuando se hubiese extinguido
¡a última esperanza.
Un norte dominante, que los antiguos habrían
llamado aciago, de augurio funesto, azotó las pe
quenas velas al extremo de ser arriadas más de una
vez para volver al casco SU equilibrio.
GRITO DE GLORIA 41
Fué así como, después de rudas vicisitudes en
todo lo ancho del río, los expedicionarios se reunie-
ron a los que aguardaban en la isleta.
Este encuentro tan deseado, entonando la fibra,
afianzó en aquellos varones el pacto de su arrojo
con la suerte.
Los que llegaban y habían sido el tema de hon-
das ansiedades, eran Juan Antonio Lavalleja, jefe
de la invasión; Manuel Oribe, segundo en el mando;
Pablo Zufriategui, Santiago Gadea, Manuel Freiré,
Basilio Araujo, Jacinto Trápani, Simón del Pino,
Manuel Melendez, Gregorio Sanabria, Pantaleón Ar-
tigas, oficiales; Andrés Spíkermann, cadete; Juan
Spikermann, Andrés Areguatí, sargentos; Celedonio
Rojas, cabo primero ; soldados Joaquín Artigas, José
Leguizamón, Avelino Miranda, Dionisio Oribe y
Felipe Carapé.
Los compañeros los condujeron al sitio oculto
en que ardían dos fogones rodeados de asadores
improvisados con ramas gruesas, y donde circulaba
el mate como una infusión necesaria al temple de
la fibra.
El lugar era aparente, circuido de vegetación ar-
bórea por todos lados, de manera que hubiera sido
difícil descubrir desde el río resplandor alguno.
Cheveste y dos más de los forzados isleños, en
la noche anterior habían cruzado el río en una
canoa, y carneado en la costa una vaca, que trans-
portaron á su escondrijo.
De esa vaca se alimentaron; y de ella seguían
42 E. ACEVEDO DÍAZ
comiendo, en el momento de la reunión de los
demás expedicionarios.
Éstos traían fatiga y hambre, y la cena fué de
hermanos. Se cantaron décimas glosadas, se dio
suelta al buen humor, y risas homéricas hicieron
olvidar las amarguras pasadas á bordo del gánguil.
En aquel lugar desierto, rodeado por las aguas,
con su verde cortinaje de arbustos y malezas d to-
dos rumbos, raro era el aspecto que presentaba el
grupo de hombres audaces.
Los había entre ellos de todas razas, de distin-
tos colores como el «quillango» indígena, blancos,
cobrizos, negros, piel de «yaguareté» terminada en
colmillos y garras ; el militar de escuela junto al
«montonero», el ideal culto en connubio con el
instinto bravio, el ciudadano libre en fraternidad
con el liberto.
Algunas figuras resaltaban por sus formas de al-
udes cabelludos; mucho músculo, pocas palabras,
duro el gesto, el mirar sombrío. Las vestimentas
añadían rasgos singulares al conjunto. Casacas de
húsares, calzado de granadero, pantalones amplios,
chambergos de ala Hoja, chiripaes de tejido crudo,
botas de cuero de potro, ponchos do grandes hal-
das, nazarenas trilladoras, complementado todo por
el aneo ofensivo de largas dagas, trabucos de
hierro, carabinas de cazoleta, pistolas de cinto y
sables coi
diversidad de tipos guardaba así armonía con
la de las armas. Prueba de que había sido una es
GRITO DE GLORIA 43
pontaneidad impetuosa la que había producido
aquel acercamiento y aquella unión, que debía
aumentar su fuerza á medida que se fueran abriendo
las válvulas á los instintos propulsores en el mismo
médium nativo. El aroma de la tierra, que había
adobado las fibras, debía ponerlas en vibración. De
allí se percibía ya el ambiente que incendiaba la
sangre; y todo dolor pasado era espuela punzadora.
Para muchos de ellos ¿ qué concepción podía ser
la de la patria ? ¡ Difícil explicarlo ! Al mirar hacia
la ribera oriental parecía que algo entreveían en
las sombras con los ojos del alma. Acaso el pago;
el pago era la patria. La patria en pequeño con
su terrón conocido, con su fragmento de cielo,
con sus horizontes visibles, con su arroyo fecun-
dante, con sus lomas pintorescas, con sus bosques
solitarios. Algunas viviendas primitivas construidas
con el tronco, el lodo y la masiega, dispersas
como asilos de una hora de razas vagabundas; el
potro recorriendo el llano con la crin revuelta, el
«ñandú» con el alón tendido en la ladera, el «ca-
rancho» junto á la blanca osamenta, el ginete
errante hiriendo el aire con el ruido de sus espue-
las ó con los ecos de una trova de « enramada » :
ese era el pago.
¡ Bien podían ellos estarlo contemplando como
un miraje esbozado en sus cerebros !
Los espíritus elevados, que eran los menos, iban
más allá de esos horizontes...
Por eso, en la hora de que hablamos, aquellos
44 E. ACEVKDO DÍAZ
hombres, los que mandaban y obedecían, formaban
una sola familia sin más afectos que un ideal co-
mún; todos aspiraban al mismo fin; las necesida-
des, los apetitos, los groseros sensualismos de la
existencia ordinaria, si asomaban como efervescen-
cias del grupo, entidad compleja de heroísmos, no
era más que para dar mayor encanto á la idea del
sacrificio.
Limpiaron las armas con cariño, hasta verlas re-
lucir, prepararon los cartuchos de carabina en pa-
quetes que envolvieron en pañuelos, é hicieron líos
con el resto para cargarlos á modo de mochilas
con los abrigos y «recados».
Con reses transportadas hasta allí desde la costa,
ocultos en la espesura, celebraron su última cena,
condimentada con la salsa de su denuedo; y se
dispusieron á marchar.
En esa noche brillaban pocas estrellas ; había
murmurio en las playas y un lijero viento zum-
baba entre los sauces. En la orilla oriental ardía
una hoguera.
Al comentarse después estos detalles, á la luz de
los vivaos en tierra nativa, no faltó entonces quien
dijese que en este punto las cosas, del fondo de la
isleta, acaso de algún «camalote» detenido en los
recodos de la costa, había llegado de pronto un
bramido de un tigre hambriento que tal vez alum-
braba fóftcas pupilas el rastro de la presa ;
a cuyo bramido respondió uno riendo:
— ¡Ya vamos!
GRITO DE GLORÍA 45
Y como si ésta hubiese sido una voz de mando,
todos empezaron á moverse en las sombras con el
menor ruido posible.
Minutos después bajaban en grupo á la pequeña
playa, siempre en silencio, apenas interrumpido por
el roce de los sables, los acentos bajos de preven-
ción y los ludimientos secos de culatas.
Las achalanas» se encontraban en el centro de
una como herradura formada por la vegetación de
las orillas, casi rozando con sus fondos la arena.
Cada uno de los expedicionarios llevaba consigo
arreo doble. El embarque se hizo rápidamente, en-
trándose los hombres al agua hasta media pierna,
sin desorden, dividiéndose el grupo en partes igua-
les.
Las «chalanas» largaron. El viento fivorable em-
pezó á empujarlas con fuerza.
Al frente, en el enorme cauce, no se veía luz
alguna, á no ser una que otra plateada arista, re-
flejo del pálido fulgor de las alturas ; las riberas
aparecían como grandes manchas negras formadas
por el hueco de los barrancos y una cresta de ár-
boles hirsutos que servían de agreste festón á sus
bordes enhiestos tajados á pique.
Allá muy lejos, un resplandor, quizás el del in-
cendio de maleza en algún islote anegadizo, dibu-
jaba en el horizonte una luna color sangre que pa-
reciera surgir recién abriéndose paso entre doseles
de crespón.
Del suelo nativo no llegaba ningún eco.
-46 E. ACEVEDO DÍAZ
Pero cerca de la playa, la hoguera seguía ar-
diendo. Era un fuego de escasas proporciones, aun-
que muy visible, que de vez en cuando mostraba
sus lengüetas por encima de su disco de brasas, se-
mejante á la distancia á una enorme «alúa» po-
sada en lo hondo de la selva.
En el grupo que navegaba delante, varios hom-
bres hablaban en voz muy baja.
— Será una guardia — decía uno extendiendo la
mano hacia la fogata. ¡Vamos á extrañarnos pronto!
— A la fija nos esperan con la tercerola al bra/o —
agregaba otra voz ronca y enérgica. Han cenado de
lo ajeno y quieren enlucernarnos antes que pisemos
tierra.
— La «fariña» habrá andado en los bocados —
murmuró un tercero. Estos tinosos se cuidan bien
por miedo de hacer cueros de epidemia.
Oyóse cerca una nueva voz, que de:ía:
— No, compañeros. Esa fogata que parece lumi-
naria de brujas la ha encendido un amigo. Los
hermanos Ruiz viven ahí, junto á la costa. Anoche
estuvieron con ellos el comandante Oribe y el ca-
pitán Manuel, viendo que Gómez no contestaba á
las señales; ni podía haberlas contestad.) porque ha
-días lo corrieron, haciéndolo pasar á Entre-Ríos.
La cruzada debió ser el 7, y hoy estamos á 19.
Los Kuiz quedaron en que harían fogón como
1. Vamos derecho á desmontar de este redo-
món bufádor.
— ¡Ahora caigo, canejo. Bien haiga el bicho de
luz!
GRITO DE GLORIA 47
— ¡A ver si se callan! — dijo alguien con tono de
mando.
Los murmullos cesaron de súbito.
También se iba extinguiendo la llamarada y amen-
guándose el foco rojizo, como si una mano apar-
tase sus ascuas ó las recubriera de arena. Destacá-
base en las tinieblas una gran mancha más negra,
en plano bajo, que era el monte enmarañado, di-
fuso, torciéndose en espiral ó ensanchándose en el
llano con todo el vigor de la savia comprimida.
Este cancel inmenso llegó á ocultar por completo
la hoguera ; se navegaba en la zona tenebrosa, casi
razando la base del barranco, y como el viento so-
plaba leve en esos momentos, se hacía uso del
remo.
Los murmullos recomenzaron.
— Allá en el largo veo una lucesita que se me
hace de farol — susurró uno al oído de otro, seña-
lando hacia delante.
— No le des á la «sin hueso» — dijo el compa-
ñero. Parece que andan muchas lanchas en el río
jugando á la que menos ha de topar, como los be-
cerros en el bajo cuando hay un toro cerca. Por
atrás se columbra otra parejita á un ojo de lechuza.
El que primero había hablado volvió la cabeza,
y alcanzó á percibir en realidad en el fondo del
cauce fija y siniestra una luz amarillosa.
lira de temer una andanada de cañón de crujía.
— A la cuenta es otra barca cargada de «mame-
lucos». Lindo sería aguaitarla aquí al reparo de los
«sarandíes» .
48 E. ACEVEDO DÍAZ
En ese instante los remos dejaron de hundirse
en el agua mansa, y las «chalanas» siguieron su
marcha lenta, empujadas apenas por ráfagas tardías.
Las claridades lejanas, pero sospechosas, que se
distinguían á proa y á popa, concluyeron por des-
aparecer entre el laberinto ramoso de las costas
cuyas entradas y recodos sin duda se inspecciona-
ban. A intervalos volvían á relucir, distantes, á
modo de luciérnagas sin rumbo abatiéndose sobre
el haz de las aguas dormidas.
Eran altas horas cuando las proas surcando la
canal, enderezaron hacia una ensenada que hacía
más tenebroso el bosque de «talas» y de «molles»,
desplegado en su fondo como una gruesa columna
en batalla.
Esa ensenada á cu3 r o flanco desliza su hilo de
agua un humilde tributario, forma una curva sen-
sible rematada en dos ligeros recodos y ^^ acceso
hasta la orilla sólo á embarcaciones pequeñas. La
corriente deriva hacia esa costa, cuyos veriles ha
ahondado en su base empujando los residíais á una
playa hermosa cubierta de densas arenas, donde la
planta se hunde y asoma su enriscada «roseta» la
espina de la cruz.
En este sitio del Arenal Grande arriaron vela
las «chalanas» y tomaron tierra los invasores.
Apartadas aquéllas de la ribera por el peligro de
tumbarse ó varar en las dunas, el desembarco fué
| ,> con C i la cintura, en cuya diligen-
cia lo; marineros y los mismos patrones con sus
GRITO DE GLORIA 49
cuerpos semi-hundidos en el río sirvieron de jalo-
nes por largo rato al tránsito de las armas y mon-
turas.
Diseñábanse en el cielo detrás de las altas coli-
nas verdes que rodean en anfiteatro el cúmulo de
arenas, los primeros albores del día 19.
Sábese ya que no debió ser éste el del desem-
barco, sino el 7 del mismo mes. El patriota Tomás
Gómez, de acuerdo con sus amigos de causa, y
comprometido á tener dispuestos los elementos de
movilidad necesarios para montar el contingente en
la fecha indicada, cumplió esperando á aquél con
un número determinado de caballos que mantuvo
ocultos en las islas. Pero, el tiempo pasó en an-
gustiosa incertidumbre. Los brasileños, ya inquietos
ante ciertos movimientos inusitados, hicieron recaer
sus sospechas sobre Gómez y ordenaron perseguirle.
El patriota vióse entonces obligado á abandonarlo
todo, y atravesando el Uruguay, buscó refugio en
la Argentina.
De esta manera al pisar el suelo nativo, los in-
vasores se hallaron condenados á una inacción que
podía serles fatal. Ninguno, á pesar de tan grande
contrariedad, manifestó su disgusto. Y bien debió
esperarse que murmuraran, pues que llevaban lar-
gos días de privaciones y sufrimientos.- Los cuer-
pos estaban postrados; esfuerzos sin descanso, no-
ches de insomnio, alimentación deficiente, vigilancia
continua por una parte, y por otra la sucesión de
emociones violentas que en lo moral coincidían con
50 E. ACKVEDO DÍAZ
la faena sin tregua del músculo, eran causas sobra-
das para predisponer los espíritus al desaliento. No
sucedió así. En el grupo taciturno algún vínculo de
tracción aferraba las voluntades, porque todos se
movían de consuno y obedecían sin réplica. Toda-
vía en las tinieblas, amontonados, con la amenaza
allí de donde venían, con el peligro inminente en
el terreno que pisaban, desmontados en tierra de
centauros, solos en su pasión ardiente, parecía sin
embargo, circular entre ellos como un aura de entu-
siasmo viril que ahogaba en sus gargantas el des-
contento. Se habría dicho con razón que la madre
tierra devolvíales las fuerzas como al titán de la
ficción helénica.
Subíanse en color las rosas del oriente orladas
de escarlata y difundíase una suave claridad en el
llano arenoso, cuando se alzó una voz enérgica man-
dando formar.
Había premura en apartarse de allí, y poner la
selva por medio. Después se atendería á los medios
de movilidad.
Un pequeño grupo de vecinos del pago presen
ciaba la escena desde el pie de la colina, domi-
nando con sus miradas el arenal por un abra ex-
tensa del bosque.
trochóse fila en el acto, terciadas las carabinas
Pasóse lista con rapi
Eran treinta y tres hombres de jefe á soldado.
Lavalleja recorrió la (¡la con el sablean la dios-
GIUTO L»E GLORIA 51
tra, y en la izquierda desplegada una bandera que
tenía en su centro una inscripción de grandes ca-
racteres.
¿Qué lema era aquél?
En el escudo primitivo de campo blanco con un
sol arriba y debajo un brazo robusto sosteniendo
una balanza, símbolo de la justicia, se leía este
mote: con libertad, ni ofendo ni temo.
En la bandera de tres fajas, blanca, azul y roja,
emblema esta última de la sangre vertida, la ins-
cripción consagraba el mote ó leyenda del escudo:
era la suprema aspiración de Artigas, allí estampada
con signos perdurables.
Bajo el sol brillante que bañara de intensa vida
el desierto y al soplo del «pampero» que henchía
la soledad de rumores, en otro tiempo habían ger-
minado y crecido los instintos al igual de los car-
dos espinosos, el amor de la tierra enroscó sus
raíces absorbentes en el corazón bravio, la pasión
del valor endureció el nervio en las crudezas de la
vida semi-salvaje; y la voluntad del más fuerte, el
carácter más tenaz y vigoroso fué el prestigio de
todas las voluntades, fué el tipo de todos los ca-
racteres dominando con su acción y el encanto del
éxito aquel conjunto de instintos y de pasiones ca-
paces de impulsar los ideales de la clase culta ha-
cia el triunfo de señalados destinos, una vez que
se expidieran soberbios en la vasta escena del
drama revolucionario.
Con esos amores locales — tan necesarios á los
52 E. ACKVEDO bÍAZ
hombres de los campos como el aire y la luz, —
con esos fanatismos de pago llenos de indómita fie-
reza, había Artigas formado las huestes que en
obstinada lucha, arrastrados por la impulsión ini-
cial de un movimiento poderoso á la vez que por
la violencia de sus propias propensiones, concurrie-
ron eficazmente a derribar con el edificio de la
colonia el imperio de la costumbre.
En aquel período turbulento, el esfuerzo, aunque
tenaz y heroico, no revistió formas definidas, ni
trazó planes luminosos; pero abrió nuevos rumbos.
Era el esfuerzo anónimo, á veces ciego, que se
obstina en la tendencia evolucionarla, y en el se-
creto va tejiendo las nacionalidades hasta exor-
narlas de atributos propios y carácter típico.
En aquella bandera desplegada por Lavalleja es-
taba el símbolo de ese esfuerzo; y á su vista los
brazos se levantaron y todos los instintos rugieron.
Lavalleja sacudió el paño con firme mano, y
señalándolo con la punta de su acero resumió una
corta arenga en este grito de pujante brío:
— ¡ Libertas ó muerte !
Treinta y dos voces lo repitieron, tendidos los
sables, deshecha la fila por una conmoción pro-
funda, puesta por algunos en tierra la rodilla, y
sellado por otros el suelo con el labio; y por
un momento el eco formidable al devolver ufano
el juramento pareció ruido de cadenas que se tro-
trépito.
i pudo echarse diana; pero la d\.\\\.\ de redención
BC escuchaba en todo píritu.s.
GRITO DE GLORIA 53
El sol nacía, y resurgía la vida en el bosque
estremecido por el marcial rumor, cual si en su
espesura alentara la autonomía de los pagos y se
agitasen las almas de aquellos fieros caudillos que
todo lo sacrificaron á sus adustos y terribles amo-
res!
V
Al viento la bandera
La cifra, pues, de los invasores, no era para ins-
pirar temor á un poder incontestable. Que llegara
á aumentarse, era todavía un problema. Aunque
melenudos, carecían de la levadura de los gigantes
bíblicos que con la honda ó la quijada nivelaban
en un momento las condiciones de la lucha.
Como hemos dicho, el guarismo de los domi-
nadores teniendo solo en cuenta las tropas de la
guarnición en el país, incluidas las auxiliares de
Rivera y las que podían maniobrar en el acto
desde la vieja línea divisoria, en donde vivaquea-
ban con sus armas en pabellón, sumaba cinco mil
hombres próximamente. Este ejército compuesto en
su mayor parte de infantería y caballería de línea,
estaba apoyado por una artillería de plaza y de
campaña que contaba con ciento cincuenta cañones.
54 E. ACEVEDO DÍAZ
Secundábalo en las vías fluviales una armada de
siete buques, perfectamente equipados y prontos
para la acción.
Proporcionalmente, correspondían desdé luego á
cada invasor más de ciento cincuenta soldados con
cuatro piezas de artillería. La proporción no podía-
ser más aterradora, del lado de la tierra nativa.
Después estaba el hondo canal del río, suficiente
á absorberse millares de hombres en la fuga de-
sesperada; y del linde opuesto, las autoridades hos-
tiles listas para apoderarse de los vencidos en des-
agravio del vencedor.
Aquellos hombres que dominaban tales perspec-
tivas sin pueriles ofuscamientos, creían de buena
fe que ellos se convertirían en dorados horizontes
de una mañana de gloria. El caso era hacer pie-
firme en el terreno.
En las primeras horas buscaron refugio en el
bosque — la guarida del patriotismo en aquellos tiem-
pos crueles, de donde el patriotismo salía como
hambrienta fiera para poner pavor á los campos.
En el ! aguardaron que Etchevest y los
hermanos Ortiz trajeran caballos de los alrede-
dores.
osearon por los más escondidos lu«
res.
El matalote de un leñador en que los hermano'
se montaron, uno sobre la cruz, otro sobre las an-
sirvió ile vehícul isa. Etchevest
caminaba al fiado al vigor de sus piernas.
GRITO DE GLORIA 55
escudriñando con ojos de baqueano la espesura á
lo largo de la costa. De la tropilla que Gómez se
había visto obligado á dispersar días antes dieron
á altas horas con diez caballos ; mis tarde encon-
traron otros.
El número completaba el de las exigencias, y
se volvieron cuando asomaba el alba al escondrijo
de sus compañeros.
Ese día lo pasaron entre el ramaje, esperando
que el sol cayera.
Ya avanzada la tarde los invasores aderezaron
sus caballos; pusieron á grupas lo que sobraba del
armamento y municiones de guerra ; y emprendie-
ron la marcha con esta consigna de Lavalleja :
— Por razón alguna nadie se separe de las filas.
Dirigíanse a la estancia de Belis, á inmediaciones
de San Salvador, donde existía una guardia ene-
miga.
Había que empezar por batir las guardias.
Ésta, sin embargo, alcanzaba á cien hombres.
Algunos montaraces de largas greñas, hoscos y
callados se incorporaron al grupo, que hacía su
trayecto á trechos por el interior del bosque.
Mandaba el destacamento de dragones á sorpren-
der el comandante Julián Laguna, al servicio del
imperio. Advertido, formó en ala sobre la loma.
El jefe de los invasores se detuvo, é invitó á con-
ferenciar á su enemigo. Vino éste, y hablaron. Sin
duda alguna las resistencias del invitado se hicieron
pertinaces, porque el caudillo de la empresa, per-
56 E. ACEYEDO DÍAZ
diendo la paciencia, llegó á exclamar de un modo
brusco :
— No entiendo de conseja. Ríndase, ó lo cargo.
— ¡ Cargue, que hay hombre !
Lavalleja revolvió el caballo hacia sus filas, y
cargó, bandera al viento. La refriega fué breve. Un
avance á media rienda, varios sablazos de gente
encelada, alguna sangre vertida, confusión sin en-
trevero, media vuelta y desbande.
No pocos de aquellos soldados batidos que ha-
bían desnudado sus aceros murmurando, los volvie-
ron á la vaina, é ingresaron al grupo vencedor.
Dos horas después, cuando se aprestaban los in-
vasores para continuar su obra de viento de bo-
rrasca depurador y bravio, una partida do patriotas
trayendo varios prisioneros, se les incorporó.
Esta junción produjo entusiasmo en las lilas. Los
recién venidos eran casi todos antiguos soldados de
Lavalleja ú Oribe.
Juntos habían vivido en los montes durante lar-
gos meses, hostilizando al enemigo desde la madri-
guera sin ceder nada de sus odios nativos; ahora
se presentaban sin tacha, soberbios, encelados, arras-
trando un grupo de vencidos, en prueba de ardor
varonil y de fibra guerrera.
Acompañábalos un clarín que no cesaba de echar
diana con un brío que denunciaba la robustez de
sus pulmones. En las (¡las abrazábanles entre acla-
maciones ruidosas, llamándolos por sus nombí
pidiéndoles detalles del encuentro en que habían
salido victorio
GRITO DE GLORIA 57
Uno de los nuevos campeones era el capitán
Ismael Velarde, soldado de las primeras guerras, á
quien Lavalleja conocía bien.
Joven, esbelto, de semblante de mujer y mirar
duro, llevaba la lanza con aire de soberbia, acaso
con el mismo que lo estimulara á empuñarla en
su primera mocedad. Él era el que enterado del
pasaje de los treinta y tres patriotas, había reunido
algunos compañeros en las vertientes de Santa Lu-
cía y arrojándose sobre un destacamento de caba-
llería de línea brasileña apostado en los campos
de Robledo, matándole varios soldados y apode-
rándose del resto. La refriega había sido aún más
fructífera. El éxito devolvió á la causa de los pa-
triotas un buen número de nativos que se encon-
traban asediados en el monte, y otros prisioneros
en las «casas»: los cuales rescatados, figuraban
ahora en el grupo como números distinguidos. El
teniente Cuaró, veterano de Latorre, de atezada
piel, miembros fornidos y pescuezo de toro, entraba
en la cifra ; también Ladislao Luna antiguo alférez
de Rivera en sus aventuras heroicas del año XYII.
Seguían luego algunos «tapes» de Soriano y mo-
cetones ariscos de la cuchilla de Marrincho, que
habían crecido en el torbellino de la lucha y en él
debían desaparecer como «tucos» en noche de tor-
menta.
Pero, entre todos, un voluntario atrajo las mira-
das por su aspecto y compostura.
Era éste un joven blanco y rubio de ojos azu-
58 E. ACEVEDO DÍAZ
les, cabellera blonda y rizada, alto, gallardo, de
manos y de pies pequeños, que llevaba la espada
como un oficial correcto, el sombrero como un
trovador y la espuela como un caballero.
A pesar de la tostadura del sol y el viento, y
del deterioro extremo de las ropas, Oribe lo reco-
noció apenas fijó en él la vista. Se llamaba Luis
María Berón. En su mirada triste y su frente so-
ñadora parecía reflejarse algo como las nostalgias
de la tierra, y en el gesto altivo y adusto presen-
tirse el vibrar de la fibra a impulsos de una san-
gre rica y generosa.
Seguía á Berón como su sombra, un negro li-
berto con todos los aires de buena crian r . a, mozo,
robusto, bien plantado y gran ginete, el chambergo
sobre la oreja, bota á media pierna, una haba del
aire en el ojal de la blusa y el trabuco cruzado i
los riñones.
Por último, un viejo sobresalía en el grupo. Era
este hombre muy tieso y muy espigado, de mirada
viva y ceñuda, propia de ojos hundidos en las cuen-
cas y rodeados de un matorral de cejas gruesas en
forma de penachos de «ñacurutú». Tema la nariz
ganchuda y prominente en el vómer; el pelo que
había sido crespo y del que apenas quedaban algunos
largos mechones, c.\\.\ sobre los hombros á modo
de capullos invertidos de cortadera ¡ la barba en-
marañada y recia, tenida en parte por el humo
del tabaco, mostraba su punía retorcida hacia un
ido por el uso del barboquejo.
GRITO DE GLORIA íí9
Llevaba sombrero de panza de burro, chapona
de paño azul, chiripá de tela gruesa listada á ban-
das rojas, botas flamantes de cuero crudo y espue-
las de hierro, cuyas ruedecillns hacían música gru-
ñona con el freno y las coscojas.
La daga que traía á la cintura formábale por
detrás un embuchado en la chapona. El poncho en
rollo á las grupas, y una gran lanza con cuatro
medias lunas v banderola tricolor que blandía en
la diestra, daban á este nuestro antiguo conocido
don Anacleto todo el aire de un caudillo de pago
que aun goza de la plenitud de su prestigio.
Su caballo overo de co!a recogida y crines re-
taceadas á cuchillo, en buenas carnes y regulares
bríos, solía pararse para golpear con el casco el
suelo, en cuya sazón, el viejo capataz le acercaba
la espuela con cuidado y apretando las rodillas,
como si se tratase de un « redomón » de más ma-
ñas que un «matrero».
Pasada la efusiva expansión de los primeros mo-
mentos, el valioso contingente entra á formar en
el escuadrón de Oribe ; quien nombra á Ismael
Velarde capitán de U primera mitad con Cuaró de
segundo, y á Luis María su ayudante secretario.
Ladislao, con su grado de alférez, queda subor-
dinado á aquél, haciendo revistar en lilas á los
« tapes » y mocetones montaraces.
Adquirido así mayor nervio con gente de reso-
lución y empresa, maciza en la marcha y en ex-
tremo hábil para manejarse en el terreno, la redu-
60 E. ACEVEDO DÍAZ
cida fuerza revolucionaria siente que se aumentan
sus alientos y que crece en ella el espíritu de
cuerpo que ha de llevarla unida y vigorosa de es-
caramuza en refriega y de combate en batalla, en
una serie no interrumpida de brillantes jornadas.
Se alza la bandera, y se grita : ¡ todo por la pa-
tria ! ¡ la tierra pertenece á los valientes ! Los gi-
netes se agitan fieros, rompen los clarines en mar-
cial fanfarria que estremece el suelo del camino al
paso de aquella caballería temeraria en duelo con
la suerte, que va á quebrar lanzas contra el dra-
gón forrado en hierro de la conquista.
La pequeña legión avanza, entra en Soriano, —
la vieja villa taciturna del sistema hispano-colo-
nial, — y da el grito de independencia con asom-
bro de sus solitarios moradores. Algunos antiguos
servidores de Artigas que allí dormitaban sobre el
gran estero oscuro como soldados que han caído
rendidos por el cansancio, oyeron el grito, y escu-
charon la lectura de una proclama en que se ha-
blaba en nombre de la unión argentina, de la
autonomía de la provincia como parte integrante
de la República limítrofe y del auxilio que de ella
vendría, toda vez que los orientales respondieran
al llamado del patriotismo. La proclama nada decía
de las primeras luchas, y mucho de una vida
nueva. No preocupó la fórmula á aquellos antiguos
servidores. I'.ia mu duda uua proclama como cual-
quiera otra; udasen no más los de la otra
banda.»; después el tiempo diría lo que del crecí-
GRITO DE GLORIA. 61
miento y el choque de las pasiones y de los inte-
reses resultase. Tras de ese encogimiento de hom-
bros del estoicismo, los hombres se limitaron á
este criterio concreto : « ante todo es preciso sacu-
dirse el peso del yugo, y venga el socorro para
ello de quien pueda más que Artigas ».
Y descolgaron sus sables mohosos, acudiendo al
rumor de la batalla. La legión subió á cien ; y
estos cien marcharon ¡vicia el arroyo del Perdido.
En el trayecto, cae prisionero un baqueano ene-
migo de nombre Juan Baez, que llevaba instruc-
ciones escritas de Rivera para el mayor Calderón,
jefe de los dragones. En la nota urgíale que se le
incorporase sin demora para abrir operaciones so-
bre Lavalleja. Soldado de éste en las guerras ante-
riores, Baez acata ¿i su viejo jefe, ofrécesele para
inducir á engaño al brigadier, y le informa que
algunas partidas merodean por allí cerca. Añade
que hay tropa acampada en los ribazos del Mon-
zón, uno de los manantiales del arroyo Grande, y
que con ella está el comandante general de cam-
paña.
¡Al encuentro, á paso de trote!
El baqueano vuelve sobre sus pasos y con él la
pequeña columna, que abandonó por el hecho el
rumbo que le hubiera conducido hasta el campa-
mento de Calderón, situado á la orilla de otro ca-
nalizo secundario de aquel arroyo.
Bruscamente, las partidas contrarias aparecen tras-
lomando á la carrera la próxima «cuchilla» como
62 E. ACKVEDO DÍAZ
impelidas por un instinto irresistible; y á la vista
de la hueste, blanden las lanzas como un saludo
marcial, y en vez de acometer se incorporan á las
filas. Oyense gritos vehementes ; y algunos de aque-
llos hombres se abrazan juntando sus cabezas sin
detenerse.
La columna así robustecida, sigue andando en
busca de la aventura temerosa como asistida de una
virtud aquiliana. El humilde Baez la guia ; es este
oscuro soldado el que ha de llevarla al terreno de
uno de sus mejores triunfos, el que debía asegurar
el éxito de la empresa. Baez, aunque al servicio de
los dominadores hasta pocas horas antes, ya no es
un prisionero, porque se ha identificado con los que
acompaña; ni se considera á sí mismo un traidor,
pues que su conciencia no le acusa y su corazón
le arrastra. Es una unidad del esfuerzo anónimo,
que cae en cuenta ; el baqueano de la aventura que,
casualmente atravesado en su camino, se apasiona
de la audacia, y se resuelvo á separar aquélla de
su marcha ciega guiándola á favor de su arte por
senderos desconocidos hasta precipitarla armada y
potente sobre el enemigo más temible— por ser
aquel que podía detenerla en sus avances y romper
el nervio de su acción.
Baez se adelanta en prosecución del plan acor-
dado con Lavalleja, á favor de las asperezas del te-
rreno; y dejando oculta la columna, sigue solo
hasta encontrarse con la guardia que mandaba el
o oficial Leonardo Olivera.
GRITO DE GLORIA 63
Juan Baez dice á éste :
— El mayor Calderón con el escuadrón de dra-
gones está en el bajo, aguardando órdenes. Yo sigo
hasta el campo del comandante general á darle
parte.
Olivera no se sorprende de la nueva, y pide su
caballo, contestando tranquilamente :
— Voy hasta el bajo. Anuncie el caso al jefe.
En seguida monta, toma el galope, trasloma y
cae al llano sin recelo. Allí es rodeado y se le in-
tima rendición.
Apercibido de esto, exclama con entereza :
— Rendirse ;á quién? Todos somos hermanos.
¡ Pido lugar en las filas, para mí y mis compa-
ñeros !
En esos momentos un pequeño grupo, apartado
del grueso que había estado inmóvil al pie del de-
clive, á las órdenes del comandante Oribe, movióse
bruscamente tendiéndose en ala en la ladera.
Sentíase á la parte opuesta el galope de varios
caballos.
Fijáronse allí las miradas.
Pronto escaló la colina un ginete de figura apuesta,
cabello negro y semblante tostado, joven, en la
plenitud de su vigor; quien, bien sentado en los
lomos, cubierto por un poncho de tela color ante,
cuya halda derecha había arrollado sobre el hombro,
venía seguido por otros dos a guisa de escolta.
Sujetó el caballo al trasponer la «cuchilla», y
empezó á descenderla al trote, algo sorprendido del
cuadro que se extendía a su vista.
64 E. ACEVEDO DÍAZ
— Ese es Frutos — dijo Ladislao con cierta frui-
ción íntima. ¡ Véanlo si se mueve arrogante !
Ismael lo miró de soslayo, por debajo del ala
del sombrero, murmurando :
— ¡ Verás que se duebla !
Otra voz dejó caer con pausada entonación estas
palabras :
— ¡ Ahora, para qué ! . . . Ya cayó el « matrero ».
Alguien añadió con risa irónica :
— Está lustroso, á fuerza de buen vivir. ¡Naide
rompa esa cuña por ser del mesmo palo !
El comandante Oribe hizo una seña.
El pequeño grupo emprendió el galope, formando
media luna á retaguardia de los recien venidos; y
el mismo jefe, abandonando con Luis María su
puesto, picó espuelas y se puso en un instante
junto al brigadier.
Al sentir el tropel, Rivera volvió el rostro y
saludó llevando la mano al sombrero. La estrata-
gema le quedaba de manifiesto; su saludo, suplan-
tando á la protesta, era un principio de llamado á
la clemencia.
Oribe lo alcanzó, cuando ya estaba próximo á
Lavalleja.
El brigadier se detuvo sin objetar nada' sabiendo
que era temible el adversario que tenía á su lado ;
por lo que, dirijiendo un tanto inquieto la palabra
á Lavalleja exclamó:
— Perdónemela vida, compañero. . . Ordene que
se respete mi persona...
GRITO DE GLORIA 65
El caudillo invasor lo miró severamente, respon-
diendo en el acto :
— ¡No lo han de matar! En cuanto á lo demás,
no pensó usted lo mismo respecto á mi, no hace
mucho tiempo, cuando por orden de Lecor entró
á acosarme en los campos de Zamora.
¡vivera, aunque bastante impresionado ya por los
rumores de voces airadas que llegaban hasta él,
echó mano al fondo inagotable de sus recursos de
astucia, apresurándose á decir con el tono de la
mayor sinceridad :
— ¡Oh! nunca fué mi intento el perseguirlo á
muerte... Le aseguro que lo buscaba para propo-
nerle un plan de independencia ; pero las cosas
vinieron mal.
— ¡Buen modo de buscar! .. . Obligar aun hom-
bre á huir en pelos, y con solo los calzoncillos...
No le hace, paisano, nunca es tarde para eso.
En un grupo del flanco se murmuraba de una
manera sorda. Los reproches de Lavalleja incre-
mentaban la excitación. Aquellos como rezongos de
cimarrones aumentaron por grados la alarma de
Rivera ; acaso porque sabía él medir la importancia
de su persona, y por parte de sus adversarios, la
imperiosa necesidad de eliminarla ó de hacerla ser-
vir á sus fines. Sagaz en la combinación de sus
planes, como despierto en el peligro, aquellos mur-
mullos amenazadores le indicaron el medio de pre-
venir la explosión del descontento. Entonces dijo
sin vacilar, con el acento de aquel que no puede
creer se dude de su lealtad:
66 E. ACEVEDO DÍAZ
— Estoy dispuesto á entregar la fuerza de mi
mando, y si usted lo quiere, en el acto mismo im-
parto órdenes . . . Aseguro que no habrá resisten-
cia alguna, por cuanto los muchachos están siem-
pre cismando con la libertad de la tierra, y á una
voz mía seguirán el movimiento.
— Falta hace que se les caliente la sangre, — re-
puso Lavalleja, echando un temo redondo. Mande
lo preciso á preparar la entrega.
Mientras Frutos — como le llamaban los criollos —
daba instrucciones á Olivera para que hiciera lar-
gar los caballos á su tropa, y difundiese en el cam-
pamento la especie de que eran los dragones de la
provincia los que estaban en el bajo, la pequeña
columna desmontó, á la espera del resultado. Al
primer impulso rencoroso, habíase sucedido cierta
satisfacción bulliciosa. Si el caudillo obraba de
buena fe, la empresa iría adelante de un modo
irresistible.
Unos minutos después se ordenó montar.
Lavalleja dijo al cadete Spikermann:
— ¡Cuando estemos en medio del campamento,
hágala flamear alto para que la saluden todos!
El cadete llevaba en la diestra un astil con funda
de hule negro, y ocupaba el centro de los escalo-
nes. 1 inzaron al trote. Al encumbrarse en
la colina, divisaron los fogones v á la fuer/a que
vivaqueaba confiada casi encima del riba
penetraron en el campamento en
formación, y una ve/ en el centro, el porta des-
GRITO DE GLORIA.
plegó la bandera al grito de « ¡ libertad ó muerte! »
Esta gran voz, porque fué briosa y sonora, salió
de labios de Luis María. Antes que el estupor vi-
sible en todos los semblantes, se hubiese desvane-
cido, el capitán del primer escalón de Oribe puso
espuelas á un redomón tostado y entrándose en las
filas riveristas con gesto ceñudo, dijo imperioso :
— ¡Dos pasos al frente, todo el que no sea
oriental !
Los brasileños que revistaban en la fuerza obe-
decieron sin dilación, y depusieron las armas.
Los demás fueron alistados en la tropa invasora.
El clarín echó diana.
Ahora se sentía en el núcleo un aliento pode-
roso de fe y de audacia que levantaba los corazo-
nes ante las realidades del éxito.
— ¡ A este paso, comandante, el ensueño será
pronto un hecho! — dijo Berón, fijando en Oribe
su mirada llena de luz y de pasión patriótica.
— Tal vez — respondióle su jefe, con aire adusto.
La obra empieza ; cuando concluya, sabe Dios si
será completa.
— Demarcaremos con la espada la frontera. Y
así que hayamos triunfado, serán nuestra defensiva
la elección y el ejemplo.
— De la frontera Norte, no dudo, ayudante, que
quedará señalada con nuestra sangre, si necesario
fuere. Pero... ¡hay otra frontera que la fatalidad
de las cosas borrará acaso, aunque la forme un río
ancho como mar !
68 E. ACEVEDO DÍAZ
Luis María se puso más adusto que su jefe, y
mirando la bandera que flameaba altiva, repuso con
acento amargo :
— Y entonces eso ¿ nada significa ?
El comandante se sonrió.
— Sí — dijo. Recuerda muchos años de pelea, la
lucha ciega contra todos los que han querido arre-
batarnos nuestro derecho.
— Y ahí está — murmuró Berón, como hablando
á solas. ¡ Es la misma protesta, la protesta de
siempre ! . .
Callóse, triste. Parecióle que sentía esa protesta
zumbando en el aire, eco lejano de combates de-
sesperados, — al sacudir el viento la bandera. Si no
era el símbolo de redención, de independencia ab-
soluta, de historia propia; si en manos de Artigas
fué pendón de caudillo, emblema de crudezas y de
ambición hosca y fiera, ¿por qué se agitaba como
lábaro de un nuevo ideal entre los que por ella
habían dado su sangre? Aparte de aquella indepen-
dencia absoluta, ese símbolo no se armonizaba con
el esfuerzo. Se componía de tres Lijas paralelas. La
roja no la cruzaba ya en diagonal, como en los pri-
meros tiempos. Su prestigio se fundaba en su origen
histórico. ¿Por qué renegarlo, en la hora de las
grandes reivindicaciones? Allí estaba en medio de
las lilas con sus colores vivos, osado, altanero,
como la pasión indómita de otros años, esparciendo
en derredor los recuerdos de cóleras furiosas, de
ios infinitos, de cruentos infortunios. ¿Hablaba
GRITO DE GLORIA 69
á la memoria hiriendo en el instinto de la ven-
ganza ó en la fibra de un patriotismo formado en
la lucha constante, en la aspiración permanente á
la existencia sin ligaduras ni reatos? Con su tela se
había empezado á tejer la nacionalidad, v ciertas
nacionalidades se tejen al principio con crudezas de
semi-barbarie, que son las que más resisten á la
decadencia que corrompe y disuelve. Esa bandera
se paseó en combates heroicos sin que la deshon-
rara la misma derrota ; ungiéronla con sangre á rau-
dales en terribles entreveros; consagráronla como
signo de guerra á la absorción y á la hegemonía
todas las soberbias de pago encarnadas en los hom-
bres de valor ; y todas las energías locales se ha-
bían crecido y encelado bajo sus flotantes pliegues,
formando con sus rabias y enconos, sus sacrificios
y ejemplos como durísimas mallas en que debía
embotarse el golpe de muerte al ideal de indepen-
dencia. En prueba de esto estaba allí... ¿Conocía
otra bandera el paisanaje belicoso? Esa era la que
á pesar de asoladoras guerras, hablaba i sus pasio-
nes con la elocuencia de una arenga momentos an-
tes de la carga, de un premio á sus afanes después
de la victoria ... Al pensar que no fuera ahora
emblema de un poder propio velábase el encanto
de su prestigio ; ¿simbolizaría el sacrificio de los dé-
biles en obsequio á la grandeza ajena, a la eterna
tutela del más fuerte, al vil precio de la necesidad,
como se decía en la época del embrión evolucio-
nario?
70 E. ACEVEDO DÍAZ
¿ De qué modo entenderían esto los hombres de
corteza rústica, de pensamiento de niño y corazón
de león?
En medio de este hondo soliloquio, y alejado
Oribe, Luis María vio detenerse cerca á Cuaró,
quien se puso á contemplar impasible la escena que
se desenvolvía á su frente.
Una vez fijó sus ojos negros v relucientes en la
bandera, dilatándosele las alas de la nariz cual si
olfatease humo de pólvora, ó se le agitara algún
instinto adormecido en el fondo de la entraña.
Berón, que lo observaba atentamente, díjole :
— ¿Te estás acordando, compañero?
El teniente parpadeó con fuerza hasta dar á sus
pupilas un brillo luminoso, y alzando el brazo
semi-desnudo señaló la tricolor con un gesto de or-
gullo.
— En Catalán estuvo asina, — contestó, — hasta tar-
decita, cuando Latorre mando que yo cargase con
la escolta. La querían tomar, yo la defendí y me
mataron la gente; á mi mesmo me curtieron á
lanza, pero desde que no morí, la bandera no
cayó... Verás hermano que la salvamos mejor en
esta pelea. ¡Ya á durar más que vos y que yo!
— ¡ Si eso fuera cierto, si sobreviviese lo que
ella en el fondo simboliza!... exclamó con emo-
ción el joven. ¿Qué importaría lo demás?
GRITO DE GLORIA 71
VI
Pensamiento, valor y audacia
Concluido el desarme de los brasileños, y hecho
el alistamiento de los orientales, el jefe de la in-
vasión y el comandante general de campaña se reu-
nieron en un rancho de las inmediaciones para
hablar de asuntos relativos al hecho consumado.
Se decía en el campamento que de esa confe-
rencia solicitada por el prisionero, debía resultar
algo importante y decisivo.
Bajo tan excelentes auspicios, y agigantadas las
esperanzas del grupo con las adhesiones que se iban
sucediendo, fué esa tarde cada vivac un concierto
de voces de júbilo, cuya nota dominante, la de la
patria libre, hacia palpitar de entusiasmo los pe-
chos varoniles. Los tañidos de guitarras de trecho
en trecho en los fogones, acompañaban á cánticos
llenos de unción prolética. A las décimas del tro-
vador de pago se unían las risas sonoras, las voces
estruendosas, los gritos pujantes de barbudos colo-
sos; y en medio de este torbellino de ecos y pa-
labras, de cantos y tañidos revueltos en una atmós-
fera plácida, radiante de luz, se alzaba el relincho
poderoso de los redomones contagiados de la fie-
72 E. ACEVEDO DÍAZ
bre de pelea, á modo de bocina de aquella mú-
sica de centauros. Esto duró más de dos horas.
Bien luego, un rumor lisonjero recorrió los vi-
vacs.
La entrevista había terminado : Rivera adhería
al movimiento compartiendo el mando con Lava-
lleja. Agregóse que Oribe ponía sello á este acuerdo
renunciando por su parte al derecho que pudiera
asistirle por razónVde iniciativa, y subordinándose
como antes á las decisiones del segundo.
Momentos después de esta primera impresión, la
noticia se confirma en la orden del día, y el rego-
cijo se colma. Habíase cumplido una de las bases
del pacto de ^os buenos, la del « perdón de los her-
manos extraviados » .
Cuando Lavalleja recorría al paso de su caballo
el campamento, disponiendo lo necesario para la
marcha, Luis María le oyó decir con sencilla ex-
pansión, dirigiéndose á Oribe que caminaba á su
lado :
— Convenia á la causa un «brigadeiro».
A Berón le intrigó la frase.
— En rigor, tenemos ahora tres jefes, — se dijo.
Uno que se impone por el mando; un segundo que
aspira a lo mismo por el prestigio; otro que en
realidad impera por la superioridad moral....
uninó en el pensamiento; hizo análisis
de antecedentes y aptitudes; escarbo en el terreno
del pasado, en busca de elementos de juicio; e\hi-
bioselos á sí mismo tales cuales eran, para ratificar
su criterio al respecto.
GRITO DE GLORIA 73
¿Cómo surgieron en el agitado escenario, cuá-
les eran sus méritos relativos, — adonde iban arras-
trados por el impulso inicial de la aventura?
Voluntario consciente, resuelto, bien definido en
sus convicciones y tendencias, él estaba obligado á
reflexionar sobre todas estas cosas, y á la obser-
vación prolija de los actos de los que manda-
ban. El amor á su causa inducíalo á escudriñar
propensiones y fines. Se rebelaba ante la idea de
servir á otros que á aquellos que constituían sus
ardientes ideales de juventud.
Bien veía él que los directores de la empresa
no se identificaban por el carácter, por las luces
<le inteligencia y por la pericia militar; pero creía
<le buena fe que coincidían en la pasión por la
tierra, en la alteza del sentimiento patriótico y en la
enérgica voluntad de redimir al país del yugo ex-
tranjero. En lo moral., como en lo físico, esas perso-
nalidades ya culminantes habían sido fundidas en
moldes muy distintos, aunque únicos tal vez, por
el vigor de la fibra, la tenacidad en el propósito
y la grandeza del esfuerzo.
Una ligera observación le había sido bastante para
persuadirse de que el espíritu de Lavalleja no ha-
bía recibido luces vivas, sino nociones de vida
práctica ; que estaba nutrido de sentimientos nobles,
de ideas de niño y genialidades de valiente. En
ciertos rasgos aislados, personalísimos, pudo él no-
tar cómo la voluntad primaba y ponía de relieve
al varón temible para quien empresa alguna fuera
74 E. ACEVKDO DÍAZ
difícil, ni el mayor peligro razón de miedo. Cora-
zón de grandes alientos; cerebro tardo en concebir;
criterio adverso al raciocinio frío y calculado.
Lo que el joven voluntario sabia de él y de
los otros, lo autorizaba á comparar y á distinguir.
El teatro era reducido, los actores muy limitados.
A veces en desnivel, por la calidad.
En igualdad de condiciones y aptitudes militares,
sin escuela teórica ni mayor cultura, aunque con ese
fondo moral en que se refundían la simplicidad y
la rudeza con las virtudes del tipo héroe, Lavalleja
había asomado como Rivera en la época de Arti-
gas á la vida turbulenta. En su viril mocedad no
había tenido al igual de aquél como escuela del
valor y de emulaciones diarias, la intimidad y la
ejemplaridad de los « matreros» avezados i la pelea
sin cuartel.
Honesto y trabajador, en cuanto se podía serlo
en tiempos tan atrasados, la industria de transportes
había sido su ocupación preferente. Guió carretas
tiradas por buyes en sus mejores años; y en el
manejo de la «picana» no llegó a desmerecer cier-
tamente como hombre de bríos del paralelo con
aquellos antiguos paladines que labraban la tierra ó
cuidaban rebaños o .se ejercitaban desde niños en
las pruebas de fuerza muscular, alimentándose con
salsa negra.
i antecedentes tan humildes y tan sano cora-
zón, guardaba así en su rica naturaleza de hombre
entero las cualidades necesaria! para imponerse en
GRITO DE GLORIA. 75
la lucha por el denuedo, aunque en esa lucha se
tratara de uno contra diez ; y de ahí que su brazo
fuera desde el primer momento temido, y su voz
la nota mas vibrante en los entreveros gloriosos.
Proezas admirables habían sido sus primeros pa-
sos en la lucha y desde que alcanzara el grado de
capitán, habíase crecido en amor propio y chocado
con su igual el capitán Rivera.
Fué esta una contienda entre la valentía del león
y la astucia del zorro, que Artigas mismo no pudo
nunca dar por concluida á pesar de sus buenos es-
fuerzos, y que debía prolongarse con idénticos ca-
racteres de acritud y de violencia en el espacio y
en el tiempo.
En cierto modo, el uno complementaba al otro;
sin que jamás pudieran avenirse, j La diferencia es-
taba en el fondo moral !
Al contrario de Lavalleja, y también de Rivera,
Manuel Oribe era un hombre de instrucción y pre-
paración habituado al roce con otros de reconocida
cultura y elevada categoría, del doble punto de
vista social y político.
Aparte de lo que traía desde la cuna, de sus an-
tecedentes de familia y de las nociones recogidas en
buena escuela, alcanzó en la vida práctica, todavía
muy joven, á formar su carácter y dar sello propio
á su personalidad como número distinguido en la
generación militante de aquellas épocas tumultuosas.
Como Lavalleja, era un varón de ímpetus, de
arrojo imponderable, de celos embravecidos ; pero,
76 E. ACEVEDO DÍAZ
no tenía su prestigio en las masas, ese prestigio que
se forma en las intimidades de los instintos y de
las fierezas, en las proezas del músculo contra hom-
bres y alimañas y en la tolerancia de ciertos hechos
licenciosos que aumentaban la pasión por el caudillo,
y. lo hacían dueño de voluntades y de vidas.
Lavalleja era caudillo desde los tiempos de Ar-
tigas.
Oribe había sido uno de los oficiales de infante-
ría más reputados del primer campeón de nuestras
luchas; empero, no uno de los más consecuentes.
De aquí esa su falta de prestigio en el médium
nativo.
La organización misma y disciplina de su arma,
aunque para las tres era apto, estaban en pugna
con la irregularidad manifiesta de las milicias de «í
caballo. Mandaba soldados sometidos al rigor de la
regla; Lavalleja encabezaba grupos audaces que no
conocían la represión severa. Identificado con la
hueste, este último había seguido al archi-caudillo
cuando Oribe lo abandonó; había peleado brava-
mente y aumentado su renombre, hasta que, prisio-
nero, fué i padecer por su causa en una de las
fortalezas de Río Janeiro. El rey Juan VI había
tenido para él frases de admiración.
Eli cambio de la influencia sobre la hueste, así
adquirida, Manuel Oribe era un soldado organiza-
dominañte, maniobrista de aplomo en
el terreno, versado en l.t i, que había es-
tudiado en los libros, y cuando era precito, por la
GRITO DE GLORIA 77
desigualdad en el número y la calidad de los com-
batientes, acometedor ó intrépido.
Tenía sobre Lavalleja y sobre Rivera, además
de la noción clara de la milicia y de la aplicación
oportuna de las reglas, la ventaja del valor disci-
plinado. Sus pruebas, desde que entró á la vida dé-
la acción, fueron siempre brillantes.
Lavalleja, organismo de acero y gran ginete, lo
libraba todo al choque heroico; y al cargar ceñudo
con el sable bajo, más fácil le era destrozar regi-
mientos enteros con una oleada de audacia homé-
rica, que batir por plan metódico y fijo. Con la
carga improvisaba la victoria. Rivera lo aventajaba
en astucia y en arteria, más no en decisión.
Oribe combinaba, y aprovechaba de los detalles
sobre el terreno, en cuanto lo permitía la pericia
de la tropa á su mando.
De esta superioridad, sin embargo, no hacía él
uso, como se ve en la tremenda aventura que se
incubó en el saladero de Costa; la pasión patrió-
tica que lo alentaba le había impuesto el deber de
declinar ese derecho, para honor de sí mismo y de
la cruzada.
Hombre de acción adaptable perfectamente al
médium, si se había de tener en cuenta la índole
propia y las propensiones ingénitas de la cla.se
campesina, Juan Antonio Lavalleja era la entidad
llamada á reemplazar al archi-caudillo en la escena
política, por su prestigio y por la fuerza misma de
la tradición reciente.
78
E. ACEVEÜO DÍAZ
La masa popular Je las campañas lo había for-
mado y nutrido á su manera genial, como á otros
caudillos, dándole con sus arrebatos y vehemencias
la terquedad del pago y el rigor de sus instintos.
Era un fruto legítimo bien maduro del clima y de
las energías indómitas, que encarnaba decirse puede,
las pasiones locales en toda su intensidad bravia.
El suelo privilegiado, que encierran y al que for-
man marco gigantescos ríos y el océano, de modo
que lo oreen las poderosas alas del pampero que
á él llega rugiente y entre sus límites acaba, podía
enorgullecerse de su hechura. Excedíase del nivel
común lo suficiente para el mando. Sus actitudes
mentales no eran superiores á las del médium, pero
sí su poder de iniciativa y su osadía romancesca
para la aventura belicosa; como que era en me-
dio del peligro y del conflicto que este hombre
sentía ensanchársele la vida, sin ser por ello san-
guinario, cruel ó implacable. Había adobado su
personalidad con sus virtudes; su soberbia, si al-
guna tenía, nacía de la conciencia de ser hijo de
sus obras. Miraba sin enojo que otros lucieran sus
talentos; pero no toleraba que se dijese de alguien
que podía igualarlo en valor.
No dudaba de los intrépidos, mas confiaba en sí
mismo como en unx lanza aquiliana. Innata en él
U bravura, no precisaba haberse nutrido con mé-
dula de fieras; SU Corazón fuerte se hubiese as-
fixiado bajo de una coraza. Esa bravura contagiaba
todas las lilas cuando daba cara al plomo y al hie-
GRITO DE GLORIA 79
rro; arrastraba con imperio y destruía con ímpetu,
rebasando el obstáculo como una onda arrolladura.
Acaso, por sus hechos anteriores y por su influen-
cia sobre ciertos pagos, Fructuoso Rivera hubiera
podido ser el caudillo de la empresa ; pero había ser-
vido al dominador y recibido de él grados y em-
pleos. Por otra parte ; ¿ tal pensamiento hubiera sa-
lido del fondo moral de Rivera, tan apegado al te-
rruño, y tan reacio al proyecto de una patria ubre
y altiva ? Había tenido razón de dudar. Audaz y
emprendedor, astuto y artero, de acción rápida,
oportuno y hábil como caudillo de división volante,
Rivera había descollado en las primeras guerras
venciendo las más de las veces sucesivamente en
combates parciales contra los españoles, argentinos
y portugueses. Su conocimiento completo del te-
rreno y la confianza que sabía inspirar á sus hom-
bres, preparáronle siempre el éxito, aunque de él
no aprovechara nunca sino en favor de su prima-
cía personal, fuera cual fuese la situación que los
sucesos le crearan. Dúctil y maleable como pocos
caudillos, de sus mismos reveses había sacado pro-
vecho. Lo mismo había sabido asegurar su super-
vivencia en la victoria que en la derrota, á partir
de que su objetivo dominante era perdurar en la
escena; lo mismo influía sobre ella como «mon-
tonero» que como « brigadeiro », bien persuadido
de que su prestigio en las huestes dependía de su
presencia y de su acción constante sobre ellas, de
modo que no dudasen de su amor á la tierra y de
su identificación absoluta con las pasiones locales.
80 E. ACEVEDO DÍAZ
Por otra parte, — pensaba Luis María — -¿cómo
afianzar su lealtad, tantas veces descalabrada en la
prueba? Cuando Lavalleja y Oribe, aceptando el
apoyo del general Alvaro de Costa, que procuraba
retirarse con sus voluntarios reales á Europa, sos-
tenían las pretensiones del cabildo « á una indepen-
dencia absoluta», Rivera se alistaba en las filas del
imperio, bajo las órdenes de Lecor, aceptaba ho-
nores y resistía activamente con su valimiento y
prestigio á una tendencia nacional acentuada, que
era un anhelo vivo, constante en los hombres de
corazón.
Ahora, la fatalidad de los sucesos envolvíalo en
un movimiento análogo que él no había preparado,
que lo arrastraba en sus remolinos violentos, y que
debía conducirlo más lejos de lo que él mismo hu-
biera previsto; enredándolo en sus propias mañas
y amoldándolo por fuerza á un modo de ser y
temperamento que pugnaban con su sistema de cau-
dillaje exclusivo y sus miras hacia el futuro de su-
pervivencia prepotente.
De todos modos, en el desarrollo de los suce-
sos que tan extraños y fuera de lo común se pre-
sentaban, tendría él oportunidad de descubrir sus
afinidades si había doble/, en su actitud del mo-
mento. | Acaso fuese sincero 1 .. . ¿Quién podía leer
con claridad en aquel rOStTO movible, lleno de re-
flejos vivaces ó de sombras según las circunstan-
:ii adivinar la intención en las fiases cortadas
■lian escaparse de sus labios grue-
GRITO DE GLORIA 81
sos, como muestras de espíritu travieso y perfecta-
mente adaptable á todos los caprichos de la suerte?
Por otra parte, él había asegurado una posición
que debía mantener sin mella su prestigio.
Be ron experimentó cierta sacudida nerviosa, cuando
le vio llegar departiendo con Lavalleja.
Ya no era el mismo de horas antes. Traía el
semblante encendido, sonriente, y accionaba con
aire de hombre que ha recuperado su dominio. Ha-
cía como que escuchaba con gran atención a su in-
terlocutor, inclinada la cabeza, y el mirar de sos-
layo con cierta expresión socarrona, para asumir
luego un aspecto grave de mesura que transfor-
maba su gesto en una mueca de máscara. Parecióle
al joven que en aquellos párpados semi-caídos y en
la mirada de flanco, casi dormida, había algo del
« aguará » que explora y husmea. Calcaba sus pa-
labras en las de Lavalleja, en perfecto acuerdo, y
acompañábale en la risa con otra retozona y con-
tagiosa que daba inflexión á sus mejillas, de un mo-
reno coloreado por sangre robusta. Se encogía con
frecuencia de hombros y enarcaba las cejas negras,
echándose sobre el cuello del caballo, cuya crin
poníase á peinar con los dedos. Esta caricia de i ma-
trero » solía venir aparejada con su risa zumbona,
llena de malicia, y alguna ocurrencia picante.
¿De qué hablaban? Sin duda del plan estratégico
á observarse con respecto al enemigo, ignorante
de lo que pasaba. Lavalleja se expedía con vehe-
mencia. Su voz recia, amontonando roncas excla-
maciones, semejaba un redoble.
6
82 E. ACEVF.DO DÍAZ
Luis María llegó á oir esto, que decía Rivera:
— La «armada» es grande; pero no ha de esca-
par ninguno... Todo está en marchar sin dete-
nerse, en lo oscuro y gambeteando.
VII
El cuerpo de paulistas
Empezaba á anochecer cuando la columna así
engrosada al igual de esas que un viento de tem-
pestad improvisa y hace rodar con mayor ímpetu
á medida que se crece en su carrera, abandonó su
campo, derivando entre asperezas hacia Sin José
de Mayo.
En esta villa se hallaba destacado un regimiento
brasileño compuesto de paulistas. Su jefe, el coro-
nel Borba, soldado violento y vanidoso que tenía
en vocx monta á los nativos, no sólo como hom-
bres de guerra, sino también como elementos de
sociabilidad estimables, no tenía noticia alguna de
lo que había ocurrido en Monzón. Por completo
descuidado entre los halagos de la vida urbana,
recibió una tarde una nota del comandante
Qeral de campaña, en la que se le ordenaba que
sin pérdida de tiempo bu i su regimiento
la incorporación á las demás Fuerzas en el paso
del Rey.
GRITO DE GLORIA 83
El coronel Borba se apresuró a disponer la mar-
cha, confiado en que, a poco de operar con el
experto baqueano y caudillo Frutos, no quedaría
por aquella zona ni rastro de rebeldes.
Éstos se encontraron en el paso en las primeras
horas del día, deteniéndose la fuerza de combate
como á doscientos metros al frente, en formación.
Los prisioneros, que eran casi tantos como los
combatientes, fueron relegados al flanco izquierdo
con sus custodias; d la derecha, guardando distan-
cia prudencial del vado, se colocaron varios jefes
y oficiales con algunos ordenanzas.
Como en otros puntos, ardía allí un buen fogón.
El liberto Juca, asistente del brigadier, reparaba un
grande asado de costillar ensartado en una baqueta,
á la vez que el café en una regular caldera.
Antes de caer la tarde había llegado al campo,
tirada por robustos bueyes, una carreta llena de
vituallas, seguida de un destacamento de caballería,
pasando vehículo y hombres, sin la menor brega,
á poder de los afortunados invasores.
Cuaró y el liberto Esteban, que se hallaban con
sus ropas en girones, echaron mano de dos vestua-
rios. Ladislao se apoderó de un zapote. Aunque
con su vestimenta también en guiñapos, Ismael
miró con desdén los uniformes de tropa « por-
tuga»; pero en cambio se hizo dueño de una
trompa de bronce que traía la carreta colgando
del timón, la que ciñó á los « tientos » de la ca-
bezada de su lomillo.
84 E. ACEYEDO DÍAZ
En esta operación le sorprendió Luis María,
quien le dijo sonriendo :
— ¿También suele usted soplar, capitán?
— A ocasiones, — contestó Ismael,— cuando quedo
solo.
Esta es compañera que defiende junto con lo
que grita. . . Un toque apriendí y es el que mas
asusta.
-¡Ah, ya!...
Cuaró parecía malhumorado, pues se le había
dicho que no habría pelea, sino una sorpresa sin
peligro.
Acercóse á ellos Ladislao, echándose el capote
á las espaldas, y con la vista hacia arriba, ex:lamó:
— Agua mansa viene, y á lo gallo hemos de
quedar... La trampa que se arma va á apretar al
«finchado» en lo escuro, si es que el guapo no
ventea de aquel costao y se alza con un bufido.
— La armada se achicó, — repuso Ismael. — Cuando
meta el bazo no hay más que tirar del «pial».
La atmósfera en verdad, estaba cubierta por
gruesos vapores, y empezaba á caer una lluvia
fina, de esas que perduran largas horas y vienen
acompañadas de un aire fresco y sutil. La tarde
declinaba rápidamente. Al reparo del monte denso
llamareaban los vivacs entre humaredas y emana-
ciones de carne -flor, dorada al rescoldo de los
troncos no secos, cu .capaban por los
extremos entre espumas en borbollón. Los solda-
Circuian los fuegos; tomaban «mate» ó co-
GRITO DE GLORIA 85
mían ; pero con sus armas ceñidas y sus caballos
ensillados. La orden era de tenerlos del cabestro.
Cuando el regimiento de paulistas llegó al vado,
cerraba una noche lluviosa, de profundas tinieblas.
A poco de haberse detenido allí, Borba atravesó
el río, por orden superior, y fué á acampar al
flanco izquierdo de los patriotas, en la falda de un
mamelón.
El comandante Oribe con varios hombres, siguió
en las sombras paso á paso el movimiento, y de-
teniéndose al fin en el paraje preciso frente á la
cabeza de la tropa brasileña, dijo á Luis María
que marchaba á su lado :
— Ordene usted al coronel Borba que forme pa-
bellones, y desfile por su derecha, en nombre del
comandante general.
Luis María se acercó al jefe paulista, en instan-
tes que otro ayudante le invitaba á pasar con todos
sus oficiales al vivac de Rivera, así que terminara
de colocar su fuerza.
Berón, á su vez, trasmitió la orden que llevaba.
Practicóse en el acto la maniobra, en la forma
prescrita ; y en seguida Borba y sus oficiales se
dirigieron al fogón del brigadier.
Apenas se hubo él separado y perdídose en las
tinieblas, un ginete grande y fornido se abalanzó
sobre la retaguardia de la tropa que desfilaba, lo
mismo que si se tratase de golpear con • los en-
cuentros á un vacuno que se aparta del «rodeo».
Las filas se deshicieron bruscamente al sentir el
86 E. ACKVKDO DÍAZ
empuje imprevisto, y todos los hombres se agru-
paron en montón deforme, precipitándose en medio
de estrujones y caídas hacia el llano en que se en-
contraban los prisioneros. El ginete, enorme en la
oscuridad, los atropellaba á diestra y siniestra y
dábales con el cuento de su lanzón para que no se
rezagasen, profiriendo voces roncas.
Alto y negro, en un caballo que bufaba á cada
embestida herido por la espuela, aquel fantasma
arremolinaba la grey lo mismo que un ganado so-
bre un suelo pastoso cubierto del agua de la lluvia;
y al brillo de algún relámpago que lo tiñó de luz
verdosa, los soldados sin tino, azorados, concluye-
ron por correr hasta refundirse en el núcleo acam-
pado entre custodias. La guardia les abrió camino,
repartió algunos golpes aquí y acullá con las cula-
tas de las carabinas, rodeó de nuevo aquella masa
confusa de hombres hacinados, y el silencio volvió
á reinar en la densa tiniebla.
El ginete se había vuelto hacia los pabellones,
que en ese momento eran recogidos por soldados
del escuadrón de Oribe.
— ¿Desfilaron? interrogó una voz.
— ¡Ya! — respondió el ginete.— El «rodeo» quedó'
grande, y el charco chico.
— | Oh 1 | el teniente CuarÓI gritó uno. Xo per-
dona la ocasión de arrimarse al bulto.
El aludido, pues Cuan') era en efecto, repuso COI»
calma :
— Los refrej ir la rabia, y no per-
GRITO DE GLORIA 87
der el costumbre. La lanza estaba ganosa, y lo
mesmo se quedó.
Un acento suave y tranquilo, que enfrió algo el
ardor del teniente — pues que él sabía de qué boca
brotaba — se alzó d su lado, diciendo :
— Más vale así, compañero ; matar por lujo no
es del valiente.
Cuaró guardó silencio ; y Luis María, que era el
que había hablado, volvió su caballo hacia el fogón
de Rivera, donde se agitaban bultos y se alzaban
voces, como si allí ocurriera un conflicto serio.
Cuaró enderezó al sitio, refunfuñando; acaso sin-
tiéndose arrastrado por la influencia extraña que el
joven voluntario ejercía sobre él, en otros casos
tan duro y selvático.
Borba había llegado con sus oficiales al vivac
del brigadier, un tanto perplejo por los rumores
que llegó á sentir á su retaguardia, — allí donde
formara pabellones.
— Mal tiempo lo acompaña, coronel — díjole Ri-
vera alegremente al estrecharle la mano. — El viento
sopla crudo, pero aquí hay café listo, un buen fo-
gón y regular compañía.
'¡Allegúense ustedes! — añadió dirigiéndose á los
oficiales, siempre placentero. No ha de decirse que
falte el agasajo y la buena intención en noche
como ésta que parece de brujos. . . Juca, dale el
jarrito al coronel, que esté caliente y espumoso.
¡Noite do diavo l
— Muito friolenta, siú Frutos ; noite de consti-
pado mais para abrigo que para peleja. . .
88 E. ACEVEDO DÍAZ
— Otros que andan por ahí á salto de monte no
han de pensar de ese modo, y á la fija que no
duermen por ganarle largas al tiempo. . . y, á ó
¡mmtgo ! Lavalleja es como gato montes.
El comandante general se reía de muy buena
gana y restregábase las manos, para concluir for-
mando un círculo con los índices y pulgares á
modo de «lazada», levantando aquéllos á la altura
del pecho.
En rededor de los recién venidos se había hecho
como una herradura. Las cabezas aparecían pálidas
y atentas, algo siniestras en su taciturnidad al res-
plandor rojizo del vivac. Los oficiales de Borba se
miraban con inquietud, sin pronunciar palabra.
El coronel secundó en su risa á Rivera ; y ex-
tendiendo las dos manos hacia la llama para se-
carse la humedad de la lluvia, preguntó con tono
de ruda ironía :
— ¿ Onde íicaron os patrias revoltosos ? . . . O
atordoado Lavalleja nSo e que uní volta costas...
— De temer es que se nos aparezca como un
convidado al fogón, coronel; porque le gusta mu-
cho hacer las del ñandú, condado el hombre en la
noche y la gambeta . . .
— [Ficaria mortol... E una brincadeira, se-
nhor brigadeiro. Aínda nío vi ninguem leopardo pe-
las florestas . . .
— Ya hay alguno-, aquí en el llano, — le inte-
rrumpió con la mayor naturalidad el brigadier. No
podremos tallar báciga esta. Qoche; v lo peor del
\
GRITO DE GLORIA 80
cuento es que ni tiempo han dejado para poner
mano á la espingarda, ni saltar en pelos. Vienen
triunfando con la «ronca»!
Esto diciendo, dióse vuelta, lleno de aquella risa
que semejaba zumbidos de abejón.
Borba y sus oficiales miraron sorprendidos para
atrás, en instantes que Lavalleja, dirigiéndose al
primero, pronunciaba estas palabras:
— ¡ Ríndase á las armas de la patria, ó paga
con la vida la menor resistencia !
Borba, atónito, fijó sus ojos en todos los sem-
blantes airados, y vio que en el círculo las manos
nerviosas se posaban en las empuñaduras de los sa-
bles ó en las culatas de las pistolas. Oyó también
que alguno, hirviendo en cólera, decía :
— -¡Me escuece la gana de meterle en los sesos
la carga del trabuco !
Dirigiólos entonces á Rivera, con un gesto de
hombre á quien abandonan las fuerzas; y como
solo observase en las sombras, al lado opuesto del
fogón, un bulto negro, inmóvil, silencioso que le
daba las espaldas, desprendióse con un movimiento
rápido la espada que tendió al jefe invasor.
Éste dióse vuelta á su vez ; y en lugar de la
suya, una mano retinta cogió el arma. Era la de
un negro liberto, quien lleno de un aire de dig-
nidad propio' de ordenanza de jefe superior, señaló
con la empuñadura el rumbo al prisionero.
Borba marchó, bastante aturdido, y tras de él sus
oficiales, que habían sido desarmados con una ce-
leridad asombrosa por los hombres del grupo.
90 E. ACEYEDO DÍAZ
Andando "bajo la lluvia mansa en la profunda os-
curidad, Cuaró, que llevaba á un capitán cogido
del codo y cuyo paso se hacía inseguro en el te-
rreno desigual, se detuvo y díjole con voz calmosa:
— Mejor es que tires de las espuelas, y andas
más lindo en el pantano.
El capitán obedeció en el acto, y descalzóse sus
rodajas de horcadura de bronce.
Cuaró se apresuró á cogerlas, calzándoselas á su
vez muy despacio y sesudamente en sus botas de
cuero de tigre.
Cuando se reincorporó y siguió la marcha con
su prisionero, sintióse tentado de llevarlo á un «to-
toral» que hacia el flanco había sirviendo de guir-
nalda á una laguna ; pero una sombra, la de un
hombre que á paso lento venía detrás y que á él
le pareció el ayudante Berón, le hizo desistir del
intento, y continuó en pos de los otros, gruñendo,
casi colérico.
VIII
Calderón
Muy temprano, junto al denso bosque entre cu-
irlas corría el rio y cuando sonaba la diana
vibrante mar a los prisioneros,
que sumaban centenares entre oficiales y soldados.
GRITO DE GLORIA 91
A la claridad pálida de una aurora cenicienta,
aparecían mojados con los uniformes llenos de lodo
y los rostros marchitos. Algunos los tenían verdi-
negros, enjutos y salpicados de barro seco, como
si los hubiesen recostado en el charco improvisado
por la lluvia.
— ¡Cómo anda la lombriz de tierra! — ocurrió-
sele decir á Ladislao. De esta hecha van á ser más
que las langostas.
Cuaró que los miraba con ojos torcidos, apo-
yado en su lanza enorme como «picana» de ca-
rreta, hizo una mueca expresiva, y extendiendo la
mano libre hacia la falda de la colina que domi-
naba el lado opuesto del paso del Rey, exclamó :
— ¡Mira! ahí viene otra gente media avispa que
anda maliciando... En cuanto olfatee, va d dis-
parar.
Ladislao vio en realidad un destacamento que se
aproximaba á pasos cautelosos, escoltando varios
vehículos de campaña, sin duda cargados con los
útiles de tropa. Venia ;i su frente un oficial, quien
á poco de haber avanzado en su camino, mandó
hacer alto, y dirigiéndose solo á la loma púsose á
mirar con atención la extraña escena que se desen-
volvía allende el vado.
Rivera le enderezó su anteojo por el abra que
formaba el paso y cambió algunas palabras con La-
valleja.
Como Ladislao viese que un ayudante venía al
galope hacia su escuadrón, dijo :
92 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¡ Mandan cargar !
Cuaró se irguió de súbito, pasó la palma de la
diestra por la boca, frotóla en el astil del lanzón,
y repuso con viveza:
— A esta mitad ha de ser, amigo. ¡ Capitán
Mael ! . . ¡ Dicen cargar !
Ismael estaba impasible con un pie en el estribo
y los brazos sobre el «recado», cuando aproxi-
mándose el comandante Oribe, díjole :
— Cruce el paso capitán, con su mitad, y car-
gue esa fuerza que se encuentra quieta en la la-
dera ; pero procure apoderarse de todos ó de lan-
cearlos en la fuga. ¡Conviene que ninguno escape !
Cuaró dio un pequeño gruñido y apretó los
dientes. Velarde se sentó de un salto en los lo-
mos, echando mano á su lanza, y dio una voz:
— ¡ Paso de trote !
La mitad marchó en desfile, entró al agua, atra-
vesó el vado, perdiéndose un momento en el cor-
tinado del bosque, y reapareció bien pronto ten-
dida en ala en la ladera opuesta.
Sin aguardar un minuto, cargó en dispersión.
El enemigo dio la espalda á toda rienda después
de disparar algunos tiros de carabina; y en el
desbande los más siguieron corriendo á lo largo
de la línea del monte, mientras que un grupo pe-
queño se lanzó á la loma en la esperanza de ga-
nar el llano.
Un gínete que blandía una lanza con moharra
en forma de culebra retorcida salióles al encuen-
GRITO DE GLORIA 93
tro de flanco, dando un bramido. Fué como un
avance de fiera. A uno de los soldados lo alcanzó
el bote, penetrándole la moharra por el costado
izquierdo.
La punta apareció por debajo de la tetilla, cim-
bróse el astil hasta crujir, y el ginete arrancado de
los lomos, dio en el suelo de cabeza, que se do-
bló como una espiga bajo el peso del cuerpo con
el sordo desplome de una res. La sangre manaba
á borbotones.
Viola Cuaró humear, dilatando las fosas nasales
como para recibir aquel vapor tibio ; su pupila
llegó á adquirir la fijeza del ojo felino, recogién-
dosele las túnicas hasta descubrir toda la órbita ;
gritó furibundo clavando las dos espuelas al redo-
món, y precipitóse sobre otro de los fugitivos, sin
darle más tiempo que para arrojar su carabina y
desnudar el sable.
A la vista del corvo en manos que temblaban
al amagar un mandoble, subió de pronto la cólera
del teniente. En vago el primer golpe, su lanza en
el segundo buscó el blanco tan firme y certero,
que rompiendo las dos manos que oprimían el sa-
ble, entró en el pecho, arrojando de' un envión á
su enemigo. El reyuno de éste asustado, dióle un
par de coces en el suelo, y arrancó á escape.
Cuaró se revolvió rugiente tirando al pasar una
nueva lanzada al caído, empujándolo un trecho en-
tre contorsiones y crepitante crujir de huesos ; y
poniéndose á los alcances del último que quedaba,
94 E. ACEVEDO DÍAZ
y que ya había descendido veloz al llano, le gritó
en su idioma :
— ¡ Volta cara, « mameluco » ! . . .
El soldado sugetó de golpe su caballo, y volvió
en efecto su rostro anguloso de color lívido, de
nariz chata y ojos saltados de las órbitas. Temblá-
bale sin duda todo el cuerpo, porque sus espuelas
hacían música de trémulos. Asimismo se echó á
la cara con ambas manos la carabina é hizo fuego.
El teniente se había tendido sobre el cuello de
su redomón; pero este ardid estuvo de más, pues
si bien chispeó el pedernal, el tiro falló.
Cuaró llevóle el ataque con un alarido, y el sol-
dado cayó al suelo con la lanza clavada en los rí-
ñones. Se estremeció un momento con los brazos
en cruz, y quedóse inmóvil boca abajo.
Cuaró se puso á mirar en derredor, haciendo
bailar á su potro sobre los temos traseros, en busca
de otro adversario.
No había ya ninguno. Por delante, el llano es-
taba solitario. Sobre la línea del monte, Ismael re-
gresaba al trote al vado con el destacamento pau-
LÍSta prisionero.
Entonces enderezó al rumbo despacio. Su redo-
món tenía las narices muy rojas y abiertas, el ojo
despavorido bajo su copete de crin. Temblábale la
piel lustl : lo hubiesen azotado con un
látigo de acero.
Su ginete parecía haberse calmado de súbito.
A la agitación terrible que lo había sacudido mi-
GRITO DE GLORIA 95
ñutos antes, llegó á sucederse cierto sosiego, un
aire de indiferencia y una expresión vaga en la
mirada ya con sus párpados semi-caídos. Arrastraba
el lanzón sobre los pastos y llevaba la cabeza baja,
sin preocuparse de limpiar la sangre que le cubría
la mano derecha. Al pasar junto á los caídos, se
cercioró si estaban bien muertos, dándoles un golpe
con el cuento del arma. Movió la cabeza con un
gesto grave, y siguió su camino.
Una vez en el campamento, dirigióse á su fo-
gón, clavó en tierra la lanza y se apeó, diciendo
á Esteban con una risilla alegre:
— Empréstame el chifle para remojar un poco.
Por delante del vivac empezaron á pasar á gru-
pos los compañeros, y por turno se iban deteniendo
á observar de cerca aquel rejón cubierto de sangre
fresca y cuya banderola aparecía pegada al astil por
los coágulos como si hubiese entrado por repetidas
veces en el cogote de un toro.
— ¡ Lanza brava ! — dijo un viejo. ¡ No parece sino
que juese el rabo de mandinga por lo retorcida y
culebreante !
Cuaró se había acostado y sacudía en el aire
una de las robustas piernas para hacer saltar algo
como pulpa líquida, que le teñía de rojo la bota
de cuero de tigre.
Una .de aquellas gotas espesas salpicó lejos, ad-
hiriéndose á la larga y curva nariz del viejo, que
se había inclinado sobre un estribo para mirar
mejor.
96 E. ACEVEDO DÍAZ
Todos rompieron á reír estrepitosamente.
El paisano, enderezándose con rapidez, limpióse
la nariz con mucha parsimonia, y dijo, uniendo su
risa á la algazara.
— ¡Jueguen no más con sangre; que á la guelta
de pocos años en ella nos hemos de ahogar á
juerza de estarla oliendo !
— ¡ Lindo el lunar, don Cleto !
— ¡ Una berruga portuguesa !
— ¡ A ver si en la primera hunta esa chuza, dra-
gonazo !
El llamado don Cleto, arremolinó la que tenía
en la mano por encima de la cabeza ; blandióla de
costado con cierta habilidad ; tendióla hacia su re-
taguardia velozmente, amagó adelante, enrristrándola
como para acometer á un fiero enemigo ; hizo un
saludo, la hundió en tierra y se cuadró en los lo-
mos, arrogante.
Y como todos aplaudiesen su destreza entre bron-
cas carcajadas, él impuso silencio con un ademán,
clamando en voz estentórea :
— ¡ Un freno coscogero y unas boleadoras de re-
tobo de lagarto i quien clave primero la suya i
tiro de trabuco de la muralla !
— ¡ Ya está ! . . .
— ¡ Tire el pelo al aire !
— Por esta cruz, que me parta u\\ rayo.
Entre estas y otra, votes altisonantes, las manos
se alzaban, poniendo en conmoción los fogones cer-
canos.
GRITO DE GLORIA 97
Cuando la algarabía iba en aumento y amena-
zaba degenerar en broma de mal carácter, uno
gritó desde la altura en que se encontraba á ca-
ballo :
— ¡ Ahí viene gente ! . . .
Se callaron, apartándose algunos del vivac para
observar mejor. Solo Cuaró siguió tendido sobre
la hierba, fumando tranquilamente.
Estaba ya avanzada la mañana. El sol cortaba la
linca del monte asomando su disco sobre las copas
más enhiestas que exhibían grandes ranuras en el
follaje é infinitas ramas en laberinto formando en
lo alto de la bóveda como un inmenso pabellón
de bayonetas pavonadas. La atmósfera sin celajes,
pura, transparente, permitía distinguir de muy lejos
los menores objetos. Desde la próxima loma domi-
nábase por encima del bosque, que serpenteaba en
un plano hendido, el panorama extenso y luminoso
de la opuesta ribera sembrado aquí y allá de pun-
tos negros que resaltaban en el verde sin fin de las
praderas, y que eran otros tantos « ranchos » de
« totora » y tierra dispersos en la gran zona de-
sierta como jalones del esfuerzo en la lucha por la
vida. Ningún pastor ni gaucho errante se veía mo-
ver en el fondo de esa zona. El ganado mismo
parecía haberse alejado de los contornos. Solamente
algunos « chimangos » trazaban círculos sobre la co-
lina del centro, en el sitio donde dejara Cuaró ten-
didos tres adversarios. En cambio hacia la izquierda
del vado, venía marchando en columna un escua-
98 E. ACEVEÜO DÍAZ
drón en parte armado á carabina y á lanza sus úl-
timas mitades.
Al frente trotaba el jefe con el clarín de órdenes
un poco á retaguardia. La tropa venía sin guiones,
ni estandarte. Aunque bastante numerosa, su porte
y su avance no indicaban intenciones hostiles.
El escuadrón se detuvo en el paso, al habla con
la guardia avanzada ; y poco después, obedeciendo
á orden trasmitida por un ayudante del brigadier
Rivera, lo traspuso, y se adelantó en el radio del
campamento á trote largo.
Todos observaban con atención, preocupados al
parecer con la frase que un soldado había murmu-
rado irónicamente en medio de un gran silencio:
— ¡Son los dragones de la provincia con su jefe
cordobés que vienen al llamado de Frutos !
Calderón seguía algunos pasos al frente, de bota
á la rodilla y un poncho ligero de paño negro en
banda sobre el pecho, columpiándose en la mon-
tura cabizbajo y desconfiado.
Apenas lo vio llegar y examinó su ligara, cho-
cóle á Luis María este nuevo personaje que con
ruido de «chapeado», y espuelas entraba al campo
como contingente de importancia.
Aparte de su aire de vanidad sin disimulos y del
corte de sus facción inidas, miraba con tai-
nionia y encolamiento. \\> era oriundo de la tierra,
sino de una provincia mediterránea argentina ; ni su
apellido era el qu ■■ iba. Todo él constituía
una falsa entidad, en medio de aquel hervidero de
¡visiones locales.
GRITO DE GLORIA 99
Berón observó en el rostro cetrino del jefe de
dragones cierto gesto burlón al contemplar la ban-
dera; y entonces dijo á Oribe:
— Mi comandante : ese hosco soldado va á dar
que hacer.
Oribe fijó sus ojos inteligentes en Calderón por
breve rato, y luego contestó :
— Si es capaz de volido, le cortaremos á su
tiempo las alas, avadante. Estoy por creer que en
efecto, éste es de los «retobados».
Calderón desfiló con sus dragones por la iz-
quierda, y acampó paralelamente al monte.
Poco tiempo después, Luis María lo vio conver-
sando animadamente con Rivera, algo apartados de
la gente. Paseábase él poco distante, á la espera del
toque de atención, pues se iba á levantar campa-
mento de un momento á otro.
Por más que observó de nuevo al jefe de dra-
gones, no halló detalle alguno porqué rectificar su
anterior juicio. La vulgar figura del personaje sólo
denunciaba la acción burda y el instinto avieso. En
cambio el rostro del caudillo, en este instante ex-
presivo, atrajo su mirada, sin él quererlo ; parecióle
que aquellos ojos oscuros de cejas y pestañas po-
bladas, habituados á mirar en el desierto, á perci-
bir de un golpe todo lo que se agitaba en la sole-
dad inundada de luz y oreada por el « pampero » ,
cual si para ellos fuera el ambiente un inmenso es-
pejo reflector, tenían con el alcance del ojo del
buitre el poder virtual de los que leen en la inten-
100 E. ACEVEDO DÍAZ
ción. Ya era mucho que de muy lejos descubrie-
sen un vado ó una « picada » ó distinguieran entre
diez morros de una sierra aquel que señalaba como
un guia gigante la curva de un camino ; pero nlgo
más era que revelasen con atrevimiento la posesión
del secreto ajeno.
— Le adivino el plan, — decía Rivera. Pero no se
precipite ... La ocasión puede presentarse ; esta
gente anda sin rumbo.
Luis María se alejó de allí.
IX
Junto á los fogones
Media hora habría transcurrido, cuando la co-
lumna emprendió marcha á San José con su con-
siderable masa de prisioneros.
Tomóse allí una guardia brasileña, y se acampó
junto al monte.
Algunos grupos de hombres cerriles, ginetes en
redomones con « bocados », taciturnos, envelados en
sus cabelleras, se incorporaron á las fuer/as. Con
ellos venían dos ó tres mujeres de chiripá y clum-
i, y más de un perro de hocico aegro V piel
rojiza.
En los fogones, al caer la tarde, circularon no-
GRITO DE GLORIA 101
ticias halagadoras. Decíase que en la villa de San
Pedro, hasta entonces guarnecida por milicias del
país, se había producido un movimiento uniforme
en favor de los invasores. Las comunicaciones de
Lavalleja informando sobre la captura del coman-
dante general de campaña, habían apresurado la ex-
plosión rompiéndose sin escrúpulos todo lazo de
obediencia, y relegándose á último término al jefe
inmediato que lo era el brasileño Ferrada. Toda la
milicia aclamaba á los libertadores ; en el centro de
aquella región no existían ya enemigos. A otros
rumbos se iban sucediendo los alzamientos de una
manera sorda, siniestra ; los contingentes aparecían
de improviso en la llanura, sin saber de donde bro-
taban, enconados y resueltos.
Afirmaban algunos que éstos salían de los bosques
al rumor de libertad, así como «puntas-) de ganado
alzado cuando la gramilla escasea en los potriles y
el sol reverbera en el « playo » con un calor que
llega á la sangre del « matrero ». Un hermoso mi-
raje de nueva vida, sin duda, encantaba los campos.
¡ La décima del triunfo en idioma nativo, reco-
rría lomas, ríos y selvas como un grito de gloria!
En la noche, muy clara y fría, los fogones ar-
dían á lo largo del campamento reflejando sus vi-
vas llamas en el fondo negro del monte. Desde el
linde de la villa los grupos de hombres y caballos
aparecían enormes al resplandor de esas llamas en-
vueltas en humaza densa; y la serie de fogones,
como fantásticas luminarias de ciudad construida en
un valle profundo.
102 E. ACEVEDO DÍAZ
Junto al vivac de Ismael se alternaba el canto
con el cuento, tañíase al descuido una guitarra ó se
comentaban las noticias recibidas.
El aroma de carne de novillo ensartada en el
asador, unido al muy acre de los troncos semi-ver-
des llenaba la atmósfera del sitio, sin molestia vi-
sible para los que aspiraban su ambiente. Un «mate»
de tres berrugones y asa en forma de cuerno an-
daba de mano en mano. Los cigarrillos de tabaco
en rollo no caían de las bocas, como sepultadas
entre el boscaje de barbas nunca rasuradas. Eran,
según la expresión de don Cleto, « parejitas sus bra-
sas con los bichos de luz en el ortigal escuro».
Con este motivo, uno había dicho :
— Roncheador como cardo, el viejo.
— Déjalo que voracee — agregó otro. Ya no le
va quedando más que esa nariz de « carancho o des-
plumao.
— Es mi orgullo — repuso don* Cleto, con mu-
cha seriedad. El hombre ha de ser narigudo para
dejar algo á la adevinación ; lo mésmo que el
«fletes por el pelo y el pájaro por el pico.
Pusiéronse á reír estruendosamente.
— ¡No sé nada! — siguió diciendo el capataz de
Robledo. Con risas no se aturde á la experencia;
y dejando de chillar por puro gusto, más valiera
pedir una cosa de sustancia. ¡ A pedirla voy por
Reinó el silencio. Las miradas se lijaron en el
viejo, con aire de curiosidad.
GRITO DE GLORIA 103
— Sin despreciar á naide — añadió don Cleto —
no hay aquí más que un cantor ... el que tiene
la guitarra. ¡ Lindo juera se negara cuando pide la
riunión !
Un aplauso ruidoso acogió estas palabras, como
si en realidad ellas hubieran interpretado los deseos
del grupo. Algunos estrecharon la mano á don
Cleto; y no faltó quien lo abrazase con entusiasmo.
El que tenía la guitarra era Ismael.
Un poco apartado del fogón, casi hundido en la
sombra, de modo que la llama sólo alumbraba su
rostro delgado y pálido, estaba como de costumbre
taciturno, acaso indiferente á lo que á su lado
ocurría.
Caíale sobre sus ojos un rizo castaño de una
suavidad y brillo que envidiaría una mujer, y la
barba cortada, sedosa, ornando el óvalo correcto,
daba á su semblante una belleza extraña de alcinoo
huraño y triste.
Apoyábalo sobre el codo izquierdo. Con su mano
derecha rasgueaba la guitarra, tendida delante sobre
la hierba.
— ¡ Qué cante el capitán ! exclamaron algunos á
la vez.
— ¡ Sí, que cante! Linda la trova ha de ser.
— ¡ Por el amor ó la tierra !
— j Como quiera la calandria trina con primor !
— ¡Cerrar el pico chimangos!
Ismael se había sentado, y tañía el instrumento.
Ya no habló ninguno. El capitán tosió, é hizo
gemir la prima.
104 E. ACEVEDO DÍAZ
A poco alzóse su voz de timbre claro y vibrante,
tan pura y fresca que parecía disputar á Jas cuerdas
el encanto de sus ecos. Y cantó de esta manera:
Cayó un día en mi guitarra — un ramito de ce-
drón ; — y el latido de la entraña — en las cuerdas
trémulo.
Vino el ramo de una moza — toda, puro cora-
zón! — y en la noche de ese día — otra flor ella
me dio !
Jué un godo mal querido — sabidor de mi ven-
tura ; — y entre sombras como fieras, —nos tren-
zamos á facón.
Cayó el godo mal herido — envasado en el ri-
ñon ; — el sarnoso tuvo cura, — más la moza se
murió !
En un cajón la acostaron — sobre piedras la pu-
sieron; — el cuervo bajó gritando — por sus ojos
de lucero.
Sin rumbeo por los campos — naides supo mi
dolor,— *■ el monte me dio su abrigo — como á un
perro cimarrón.
Perdíanse en el bosque los sones plañideros, y
todos permanecían en suspenso. Tal vez el trino
de algún ave insomne contestó el lamento ; pero
las bocas quedaron mudas en torno del vivac.
Y en tanto el silencio se hacía cada vez más
profundo, y las cabezas c.ú.m melancólicas sobre
los pechos, la voz adolorida modulando en dulce
concento, repetía su queja :
GRITO DE GLORIA 105
En un cajón la acostaron
Sobre piedras la pusieron ;
El cuervo bajó gritando
Por sus ojos de lucero . . .
Sin rumbeo por los campos,
Naides supo mi dolor !
El monte me dio su abrigo
Como á un perro cimarrón.
Luego, la guitarra cayó en tierra, gimiendo. Is-
mael estaba lívido, con un brillo de liebre en las
pupilas, el labio temblante, torvo el ceño. Cuando
encendió el cigarro, su mano estremecida sembró
el suelo con las chispas del tizón.
Después dijo como abstraído sin duda aludiendo
al recuerdo :
— Parece mordedura de un gusano venenoso...
Don Cleto, que había escuchado casi en cuclillas
con la larga barba enroscada en la mano á ma-
nera de manija de chicote y el codo firme en la
rótula, exclamó :
— En oyendo canturria de esa laya, hay que
moquear á la juerza... ¡Después vengan alardeando
que es más gustosa una clarimta del alba !
Uno se amostazó, murmurando con enojo:
— ¡Nunca íalta un güey trompeta!...
— ¿Qué?... ¡ Vení aponerme el yugo! No soy
de rumiar, ni cabestrear como otros que van de
la soga — replicó el viejo encorvándose de súbito,
como si la frase le hubiese dado en la chilladera.
— ¿Y á qué santo ese «mangrullo»? — pre-
106 E. ACEVEDO DÍAZ
guntó más hosco su interlocutor, que no era otro
que Ladislao.
— ¡ A San Frutos ! — dijo don Cleto, temblán-
dole el « barbijo » al viento de la cólera. Muchas
veces vide al zorro desatar un mancarrón de la
estaca y tirar de la guasca hasta arrollarla toda en
la cueva, y en cuanto hocicó el animal, trozarla á
diente fino dejándole tan solo el bozalejo; pero
nunca he visto que el coludo haga hocicar al « ma-
trero » por el gusto de enredarlo en su mesmo
maneador. . .
Ladislao se levantó de un salto iracundo, vol-
viendo el manso de hierro forrado en cuero de su
« rebenque ».
— ¡ Yo no soy de los que van al fogón del
brigadier- — siguió desahogándose el antiguo capa-
taz, todo encogido y nervioso, con el chambergo
en la nuca y los dos brazos en continuo movi-
miento. — Para fogón tengo bastante con el de mi
jefe, cuando guste y quiera... Allí no se juega
plata del Brasil, ni se tira la taba por ganao ajeno,
ni se manda carnear con cuero por engordar de
cuaresma... ¡Sino, veni y chíflame! como si no
tuviese yo conoscencia del truje y maneje para un
enrriedo — flor por retrucado á Oribe y calentarle
las máselas al mas comadrero.
— ¡A la lija te lonjeo! — prorrumpió Ladislao
arrojándose con ímpetu sobre don Cleto con el
«rebenque» alzado.
1.1 zapata/ de Robledo callo de pronto y se hizo
un arco.
GRITO DE GLOKIÁ. 107
Pero cuando su contendiente iba á descargar con
furia el golpe, un brazo vigoroso sujetó su mano ;
obligólo á girar sobre sus talones cual una peonza,
y como efecto del empuje, apartólo temblequeando
algunas varas.
Al mismo tiempo, este tercero interventor, que
era Cuaró, dijo con su aire calmoso :
— Déjalo al viejo, que es güen amigo. . .
Ismael se había tendido sobre una carona y ce-
rraba los ojos. Parecía dormir.
Ladislao vino á sentarse todo encrespado en su
« lomillo».
Fulgurábanle las grandes pupilas verdes y tenía
trémula su mejilla, de una palidez de muerto. Al
sentarse lanzó al teniente, que á su vez se había
echado boca abajo en los pastos, una mirada obli-
cua, inflexible y dura.
Cuaró dio una especie de gruñido sordo.
Luego, silencioso, desnudó una cuchilla seme-
jante á cortadera de colmenero, y se puso con ella
a picar tabaco.
Allá lejos del fogón, hundido en la sombra, de
pie y con los brazos cruzados sobre el pecho, Luis
María había observado la escena.
Acercóse sin prisa y se sentó en los pastos.
Alcanzáronle el « mate » que sorbió con lentitud,
mirando á todos los semblantes con un aire tran-
quilo y severo.
Don Cleto se fué retirando del sitio poco á
poco. Ladislao se levantó al rato; paseóse un rao-
108 E. ACEVEDO DÍAZ
mentó por allí cerca, como quien vigila los ca-
ballos atados á la «estaca», y luego se perdió en
las tinieblas, sin decir palabra.
Guaro cogió un tronquillo ardiendo, encendió el
cigarro y se puso á fumar, casi inmóvil, somno-
liento. Ismael se sacudió un instante, puso la mano
bajo la mejilla, y siguió en su sueño al rescoldo
del vivac.
El clarín hizo oir el toque de silencio.
Luis María se envolvió bien en su poncho, ten-
diéndose de costado.
Cuando poco después se aproximó el liberto Es-
teban, lo halló dormido.
Reinaba en el campamento una calma completa.
Los fogones se iban convirtiendo en cenizas, lu-
ciendo apenas uno que otro punto rojizo de brasas
agonizantes. Algo de rumoroso como una respira-
ción enorme y confusa se sentía en el aire, en
concierto con el triscar y el resoplido de las bes-
tias.
X
Sobre la pista
Muy temprano, Luis María estiró sus miembros,
arreglóse las ropas y fuese .i l.i orilla del río.
GRITO DK GLORIA 109
Había entrado por un sendero estrecho, que al
formar con otro parecido las pinzas de un cangrejo,
monte por medio, unía al de éste su extremo junto
al borde del río. El sitio era oscuro y ramoso, cu-
bierto de breñas y enredaderas silvestres al punto
de colgar sobre las aguas todo un cortinado espeso
de hojas y de lianas de un verde deslucido y ajado
por los primeros hielos. Los pálidos rayos del sol
naciente abriéndose paso con dificultad á través de
aquel tejido enmarañado sembraban la línea opuesta
del cauce de pequeñas placas de oro como si cru-
zasen por una inmensa sombrilla de filigrana. Las
plantas acuáticas unidas en gruesa trenza de una á
otra ribera, descendían por grados — como un pie
cauteloso — el reducido pero escarpado barranco,
hundíanse poco á poco en el río hasta esconderse
en su seno, y siguiendo las inflexiones del álveo
iban trazando arcadas de esmeralda para perderse al
fin en lo turbio, y reaparecer luego en la otra orilla,
cuyo tajo á pique escalaban audaces con profusión
de hojas y de guías.
El lugar en que se encontraba Luis Alaría era
una especie de plano inclinado y sin duda el abre-
vadero de las bestias montaraces, á juzgar por las
múltiples huellas de pies en la tierra, ahora blanda
y húmeda. Allí habían recogido agua en sus cal-
derillos ó en sus a chifles » los soldados á primera
hora, pues podían observarse rastros recientes de
planta humana. También ciertos árboles aparecían
chapodados por el cuchillo en lo que fueron sus
110 E. ACEVEDO DÍAZ
brazos secos y los altos yerbales que crecían á su
sombra estaban estrujados por el rastreo en busca de
troncos caídos.
A un costado, el boscaje formaba nutrida tapia
hojosa y era como el cancel de un « potrerillo »
que se extendía hacia el fondo del monte. Algunas
aves salvajes aleteaban, lanzando notas de alboroto
en el fondo de la bóveda sombría.
Berón rocióse el rostro, inclinado sobre la super-
ficie, después de lavarse las manos, frotándolas con
arena fina. Se enjugó con un pañuelo de seda que
llevaba al cuello, y que luego puso á orear sobre
las matas.
En esta diligencia estaba, cuando voces para él
conocidas se hicieron oir muy cerca, detrás del cor-
tinado del boscaje.
Se hablaba allí con animación, informándose pronto
Luis María de lo que se discutía ; pues las voces
llegaron á intervalos claras y precisas hasta él.
Puso atención. Conversaban Rivera y el jefe de
dragones. Un tercero, en quien creyó reconocer á
Ladislao por el acento, solía intervenir en el diá-
logo.
— Yo no sigo con estos pelados — decía Calde-
rón tosiendo bronco y con tono de desprecio. Si
he venido es á su Llamado, y creyendo que le se-
na útil para hacerlos entrar cu vereda. Bastaba con
un amago de carga, á toque do clarín. . . Pero veo
que usted se encuentra atado por su promesa de
Correr la caravana ; y por lo de Borba. Asimismo
GRITO DE GLOKIA 111
pienso que no hay razón. ¡ Usted ha cedido á la
fuerza ! . . .
— La pura verdad, compañero. Fué un retruco
de sorpresa, y me pialaron. ¿ Qué haría usted si
viniendo por el camino muy confiado, se encuen-
tra en una vuelta con gente que va arreando todo
por delante ? Hacerse el manso y seguir en lo re-
vuelto, lo mismo que si usted fuese de la laya. De
no ¡ ni para hacer el cuento ! . . . Hay que man-
gonear y resignarse, hasta que aclare. Eso no ha
de tardar mucho a mi parecer. Si los porteños ayu-
dan, la cosa puede pintar ; y entonces deje á la
breva que madure, siempre con el ojo alerta : si no
auxilian la piedra acabará de hacer patitos, y des-
pués ¡ al fondo ! En este caso cada uno sabrá cómo
fajarse y poner cara de hombre sin pecado.
— Esa conducta trae peligro, comandante. Lecor
no ha de ver en nosotros más que traidores, sin
que valgan excusas. Lo bueno sería acometerlos
desde ahora, atar á los principales, concluir con
todo de un golpe : esto afirmaría la reputación y ven-
dría en provecho seguro. Mi tropa está lista. Los
prisioneros son muchos y se armarían sin trabajo
con las mismas lanzas y carabinas que les qui-
taron.
Otro de los de allí reunidos, y en cuyo eco Berón
reconoció á Ladislao, observó con aplomo :
— Para más seguridad el golpe ha de darse en-
trada la noche. Yo rondaré junto al fogón del jefe
hasta que duerma. . .
112 E. ACEYEDO DÍAZ
— Xo estoy conforme — replicó Rivera. Lava-
lleja trae hombres duros que no han de dejarse así
no más sujetar con «lazo ». Hay algunos como to-
ros. Después de eso lo más acertado es lo que
digo : boyar en la corriente hasta ver orilla, en
bien de la tierra. ¡ Quién sabe ! . . . Tal vez sea lo
mejor de todo en medio de esta escuridad de co-
sas y de esta diferiencia de opiniones que lo sacan
á uno del rumbo. Los jefes dicen que vienen por
la unión á los porteños ; y los demás afirman que
no quieren sino libertad completa, país independiente.
Agárreme esa avispa por la cola. ¡ El diablo que
los entienda ! . . . Pero vuelvo á decir que el
asunto es de no exponerse á que lo lleven á uno
con los encuentros, y dejar que el tiempo pase ;
que él ha de establecer si la lengua para entender-
nos todos como hermanos ha de ser el portugués
ó la castilla, y si el gobierno lo han de formar ó
no los paisanos. El güevo quiere calor, y recién
comienza á sentirse.
A esto, respondió algo el jefe de dragones bajando
el tono.
Fué lo que dijo ininteligible para Luis María.
El murmullo de voces siguió u\\ rato largo, sobre-
saliendo á veces alguna frase ó palabra enérgica; y
al fin se fué alejando con el ruido de pasos, hasta
extinguirse en lo intrincado del monte.
BcrÓD se puso á andar pensativo, por el tortuoso
sendero de la «picada». Sentía una opresión pe-
en el pecho y tristeza en el ánimo.
GRITO DE GLORIA 113
. Él había oído bien; no podía haberse equivocado.
Primaba en ciertos espíritus la anarquía, el hábito
de la licencia, la lógica del cálculo mezquino que
suele ocupar en el cerebro el sitio destinado á las
convicciones profundas y al ideal patriótico.
Rivera se había mostrado irresoluto ; luego razo-
nador, acaso por astucia ó por sistema ; pero, ¡ aquel
Calderón ! . . . Bien lo había él conocido desde el
primer momento que pisó el campo, era un matón
con ínfulas de cortesano, adorador de los fuertes.
¡Habría que cuidarse de su roce en los fogones !
Lo que confundía más á Luis María era la in-
mixtión de Ladislao en estos manejos, aunque ya
estaba él prevenido desde el incidente con el viejo
AnacIetO y con Cuaró, que había presenciado á la
distancia. Sin duda alguna, la antigua relación del
« matrero » con Frutos, como él lo llamaba fami-
liarmente, se había reanudado en esos días de un
modo estrecho.
Recordaba ahora ciertas salidas furtivas de aquél
en el campamento hacia los vivacs del brigadier,
y algunas conversaciones misteriosas con milicianos
del escuadrón á las que no había dado él impor-
tancia, y que después de lo que acababa de oir,
creaban forma á sus sospechas descubriendo ante
sus ojos las hondas disidencias que se incubaban en
el campo por acción corrumpente y serio peligro
de la moral de la tropa.
Imponíase la necesidad de seguir los pasos de
estos hombres. Respecto á Rivera, el cuidado debía
114 E. ACEVEDO DÍAZ
ser menos. Estaba el caudillo vinculado al movi-
miento por actos graves cuya responsabilidad no
le sería fácil declinar ante un consejo militar; y de
otro punto de vista parecía, por su actitud y sus
palabras, conformarse al nuevo ambiente con esa
ductilidad de espíritu y carácter maleable que lo
singularizaban entre los de su clase. En la marcha
cautelosa del zorro y en los zig-zag del ñandú él
había tomado norma de experiencia. Sabía cómo
hacer camino y adaptarse á las inflexiones del te-
rreno, sin despertar desconfianzas ni caer en sus
propias celadas. Por otra parte desempeñaba un
cargo prominente en la medida de su prestigio, que
colmaba su amor propio poniéndolo en condiciones
de avanzar y de elegir partido cuando el « buthyá »
cayese de maduro.
En todo esto pensando, á paso lento por el sen-
dero, interrumpido á trechos por retorcidos gajos
de « molles » y «blanquillos» que apartaba con la
vaina de la espada firme en la diestra y apoyada
en el hombro, llegó el joven á la zona limpia, di-
rigiéndose á su vivac.
En el que le seguía, se encontraba ya Ladislao
hablando de pie con un soldado del escuadrón.
Notó el joven que el diálogo fué breve. En se-
guida se separaion.
Cuando Ladislao se volvió, encontróse con la
mirada lija y penetrante de Luis María, clavada en
•:>> con una insistencia desusada.
Ll «matrero» no se inmutó; saludólo con la
mano y se apartó de allí silbando un « cielito ».
GRITO DE GLOIUA 115
El joven siguió con la vista al miliciano con
quien había conversado Ladislao.
Aquél atravesó toda la línea de fogones, recos-
tóse al monte, montó á caballo y se marchó al
trote en dirección al paso.
Entonces Luis María miró en su rededor; y di-
visando cerca á don Anacleto que alisaba las cri-
nes de su overo, marchó hacia él y le dijo :
— ¿Vé usted aquel hombre que va orillando el
monte, rumbo al paso ?
— Sí señor.
— Pues va usted á seguirlo hasta cerciorarse á
donde se dirige ; ó por lo menos, si se aleja más
de dos cuadras del campamento. ¡ Y boca ce-
rrada !
— Muy bien mi teniente. Pero en esos campos
soy poco baqueano, y pido permiso para sacar al-
gún vecino regalón como gato de cura, de los ran-
chos del lao allá de la «cuchilla»... Aquel mé-
lico tiene figura de aparecido. ¿No es un hombre
chico que parece damajuana con nariz de «chifle»?
— No, es alto y rubio... Búsquese usted el ba-
queano que dice.
— Ansina lo bombeo mejor mi teniente, al re-
paro del otro, sin que el hombre ventee que lo
van ojeando.
Y esto diciendo don Anacleto se puso sobre los
lomos, estiróse el halda del chiripá, y tomó un
galopito comadrero, arrastrando la punta del « ma-
neador ».
116 E. ACEVEDO DÍAZ
Iba muy grave, orgulloso de la confianza en él
depositada, sujeta la lanza en el estribo y cruzado
el trabuco en la cintura.
Corno viese que a la salida del campamento, su
hombre tomara el paso y siguiera su camino sin
volver la cabeza en actitud de gran despreocupa-
ción é indiferencia, lo mismo que si se dirigiera a
proveer las maletas a alguna casa de negocio, él á
su vez sujetó el overo, continuando al tranco, y
bajó la lanza.
El miliciano mantuvo el paso hasta trasponer la
primera loma. Después recomenzó el trote largo.
Don Anacleto hizo una vuelta extensa para evi-
tar sospechas, y llegó á marchar en linea paralela
apartado unas tres ó cuatro cuadras de aquél. Esta
marcha monótona duró algunos minutos, procurando
en ella el seguidor desaparecer d trechos en las
ondulaciones del terreno a fin de desorientar al
miliciano.
De pronto éste emprendió el galope arme.
El viejo arrimó espuelas sin desviarse, murmu-
rando:
— ¡lis al ñudo!... En cuanto llegues, yo ya
estoy de güelta.
El galope simultáneo fué sostenido. En media
hora cruzaron muchos llanos y « cuchillas», un
arroyo V varias «cañadas» fangosas.
Se habían puesto lejos del campamento.
Reden entonces llegó .i apercibirle don Anacleto
que él iba pisando un pago que no conocía, y que
GRITO DE GLORIA 117
su hombre lo llevaba más allá de lo prudente, —
acaso á una emboscada muy peligrosa.
Reflexionó. El seguido debía ser un «resertor»,
si es que no era un enemigo disfrazado que iba ;í
dar cuenta a los otros de lo que había visto. Esto
pasaba de grave, y el teniente había tenido razón
en hacerlo «bichear» hasta descubrirle la «güeva».
Habían pasado cerca de una «pulpería», y el hom-
bre ni siquiera hizo ademán de pararse, apurando
por el contrario su galope; habían encontrado al-
gunos «ranchos» en el tránsito, y se había apar-
tado dé ellos cuidadoso, al punto de aproximársele
á él más de lo conveniente ; lo que en tantas otras
ocasiones lo puso en el caso de volver riendas al
•overo, obligándolo en la última á detenerse junto
á un palenque.
Entonces el perseguido se apeó para apretar la
cincha.
— ¡Si estuviese aquí el teniente Cuaró!... —
díjose entre dientes el viejo.
En ese momento el miliciano puso en él los ojos,
mirándolo con mal ceño.
Don Anacleto resolvió en el acto entrarse al
«rancho», que estaba allí á unos pasos, y haciendo
sonar junto á la puerta el sable, dijo ahuecando la
voz:
— ¡ A ver un hombre que sirva de baqueano en
el pago!... ¡Y listo, porque tengo orden de afu-
silar al que se retobe !
. Apareció en la entrada así evocado, un sujeto ya
118 E. ACEVEDO DÍAZ
viejo, muy barbudo, larga cabellera y aire bona-
chón, cubierto con un poncho verde -botella en ex-
tremo usado, un chambergo incoloro de alas ten-
didas y flotantes sobre la melena entrecana, y lle-
vando en vez de botas unas ojotas grandes ó sean
abarcas de cuero peludo atadas con « tientos » por
encima del empeine, con relleno de bayeta; lasque
daban á sus pies la forma de muñones propios
para apisonar la huanera de los corrales.
— ¡Buenos días — dijo con acento manso. Ahora
mismo iba á montar para ir hasta el bajo á repun-
tar la tropillita, porque me han dicho que anda
todo revuelto ... Si es de su gusto, pase . . . Aquí
está toda mi gente afligidísima. Mis dos mozos
mayores se han ido desde ayer de tardecita.
— Gracias por la oferta, — contestó don Anacleto.
Pero no puedo echarme á sobonear en la hora en
que estamos, porque el caso es de pronta resolveq-
cia. Monte y venga á priesa.
Rascóse el hombre la nuca, y aunque vacilante,
montó en su cebruno.
Ya el miliciano había desaparecido del vallecico-
en que se apeara para arreglar su «apero».
GRITO DE GLORIA 119
XI
El hombre de las ojotas
Don Anacleto mostróse colérico si bien su ros-
tro revelaba cierta íntima tranquilidad. Montó ágil-
mente, diciendo con el entrecejo fruncido:
— Varaos á apurar hasta el «duraznillo» aquel
que se columbra en la loma; porque el venao se
me pone lejos del tiro . . .
Los dos pusiéronse al galope corto.
Para más tampoco daba el cebruno del baqueano,
cuyo arreo guardaba armonía con las prendas del
dueño. Consistía en un «recado» que había pres-
tado largos servicios, á juzgar por las ranuras de
la carona y las grietas de la cincha, así como por
los escasos vellones que le quedaban á una piel de
carnero que le servía de cojinillo ; el rendal era
sobrio de adornos con solo dos botones casi des-
hechos y otros tantos pasadores de bronce, el sobre-
puesto de cuero de « carpincho » agujereado en va-
rios sitios, y el « lazo » de « torzal » ó sea de tiras
ajustadas en serpentina, arrollado al anca.
— ¿En qué pago estamos ? — interrogó don Ana-
cleto con tono de imperio.
120 E. ACEVEDO DÍAZ
— Estos son campos de Núñez, señor, — respon-
dió el guía suave y bondadoso. Están cuasi encima
del distrito de Canelones; aquella población que se
ve allá al costado del durazuillar es lo de Moreira,
á este otro rumbo, como á media legua, va el ca-
mino á Guadalupe ... Si usted fuese servido de
no llevarme lejos, había yo de agradecérselo con
el alma. Tengo á la mujer un poco apestada y un
chico con el carbunclo . . .
— De llevarlo ó no lejos, á sigún — repuso don
Anacleto. Siento que el « daño » ande en su casa.
Pero preciso que me indilguen en estas alturas que
parecen lomo de lunanco, hasta que yo no mire
turbio ... Si juese en las cuchillas de Navarro y
de Marrincho, naide me ganaba á listo.
Los campos por delante aparecían solitarios re-
gados por una luz esplendorosa, con sus pastos de
un verdor intenso. En la loma no se percibía ni
una sombra, ni una manifestación de vida.
Don Anacleto fué desarrugando el ceño, é invitó
á su guía á picar tabaco alcanzándole un trozo en
rollo.
Para esto, púsose al paso, y entabló conversa-
ción muy unido al compañero, riéndose de los te-
mores de éste, lleno de un aire de protección y
valentía que inspiraba respeto.
Su voz bronca formaba contraste con la muy
atiplada del guía y no menos sus carcajadas ruido-
sas con la risa comprimid.) de aquél, propia de pai-
sano franco y retozón. Don Anacleto hablaba de
sus cosas juvenil
GRITO DE GLORIA 121
Hicieron alto para dar fuego á un yesquero y
encender los cigarros.
En tanto don Anacleto acercaba la yesca á una
cola que se había sacado de atrás de la oreja, aña-
dió á lo dicho, gravemente :
— Como le iba rilacionando, nunca tuve vertud
para el casorio. Siempre juí sólito como ombú en
despoblao. Y no es que mozas muy garridas no
quisieran arrocinarme, sino que era grande la ar-
mada. ¡ De balde paisano ! á saltitos les hacía la
cruz. ¡ Para otros ese quiveve !
Y dígame por su vida ¿como cuántos hijos tiene?
El baqueano atizó el cigarro con la uña del pul-
gar, y atragantándose con el humo, dijo:
— Doce v la pava echada.
— j Por Cristo qué avestruz padre ! La docena
del flaire.
— ¿ Le parece mucho ? Para eso andamos en el
mundo amigo viejo, aunque ya medio lisiados.
— ¡ Hum ! no es mala chuza la que usted ma-
neja paisano... ¿A la cuenta todos son machos?
— Y hembras también, que Dios los cría juntos.
— ¡ Ya se ve ! ¿ Y cómo se llaman esos pedazos
del corazón ?
— Anicasia, Canuta, Jesusa y Nicanora para ser-
virle.
— ¡ Gracias ! Han de ser bien formadas y de
linda pinta. ¿ Y cómo se maneja la « doña » para
vestir á tanto perjeño ? Porque la cosa es de asus-
tar á un santo que juese . . .
122 E. ACEVEDO DÍAZ
Rióse el hombréele las «ojotas» observando:
— Deberían los hijos nacer con plumas como loa
pollos . . .
— ¡Para que se larguen al primer volido á la
cuenta ! — exclamó don Anacleto retobándole el
buen humor por todo el cuerpo.
Llegaban en este instante á la cresta de la « cu-
chilla». Desde esa altura la vista dominaba un
vasto paisaje, bajo una atmósfera purísima. Los ho-
rizontes clareados por el sol permitían distinguir al
ojo del campero los bultos q\ie se movían á la dis-
tancia, y clasificarlos sin error.
A la derecha, sobre la carretera que conducía á
Guadalupe elevábase una nubécula de polvo dis-
tendida y paralela al horizonte á semejanza de una
humaza en el ambiente sereno.
Un ginete, que se percibía reducido como un mu-
ñeco de plomo, se dirigía hacia ese punto ; del que
no debía distar mucho, pues trepaba la aspereza del
declive próximo al camino.
Los dos hombres se quedaron atentos, en silencio.
Aquello era novedoso. Don Anacleto ahuecó la
mano sobre la frente, á moda de visera, y dijo:
— Aquel que se va encimando, es el mélico que
yo seguía... No hay más que el flojonazo me saca
el bulto.
El baqueano que á su vez observaba sin parpa*
dear, exclamó en tono de quien está bien seguro
de lo que afirma :
— Aquella es gente armada la que se ve por el
GRITO DE GLORIA 123
camino. . . Arrean caballos á los costados, y van al
trotón firme.
— ¡ Mi gente no puede ser! La dejé acampada —
argüyó don Anacleto con alguna alarma.
— Es tropa de Lecor, á la fija la misma que
pasó ayer al clarear por junto aquel « totoral » del
playo donde hizo la carneada.
Una línea negra efectivamente se dibujaba en la
loma, por debajo de la cerrazón gris formada por
el polvo del camino. Era como una serie de pun-
tos corriéndose hacia el Sur con una velocidad no
interrumpida de marcha forzada.
— ¿No será esa la división de Pintos? — pre-
guntó don Anacleto.
— No señor. El regimiento de Pintos está de
firme en Guadalupe, y de moverse lo ha de hacer
para Montevideo. El hombre sabe que el viento
malo viene de aquí atrás en donde todo parece
que se ha puesto al revés; y crea que antes de
darle cara, se ha de mirar mucho... Esa tropa que
vemos ha salido de la plaza; y al tocar alguna
cosa que no ha de haber sido espuma de «chajá»,
se viene reculando como alacrán con la cola entre
los cuernos. . . Un toque á degüello cerquita, los
ponía en desbande.
— I Usted ha sido melitar ? — interrogó con gran
seriedad don Anacleto.
— Serví algún tiempo, paisano. Después de Co-
rumbé me recogí á cuidar de mi familia.
— ¡ Ya maliciaba yo que abajo de esa manse-
124 E. ACEVEDO DÍAZ
dumbre había entraña de dragón, canejo ! Y pues
que ha olido pólvora lo convidt) para allegarse con-
migo al totoral aquel, á mirar de más cerca á esos
mandrias que se van a brincos de « quirquincho »
derecho á la cueva.
— ¡No se fie, paisano! Mire que esos hombres
acostumbran ir arreando cuanto animal caballar en-
cuentran á los flancos, y no sería difícil que hu-
biesen desprendido algunas partidas ligeras á esta
parte del campo, donde saben que hay yeguada al-
zada.
— ¡ Nunca supe qué era miedo ! — exclamó el
viejo exaltado. ¡ Vamos hasta las totoras sin mirar
para atrás!
— ¡ Como quiera ! — repuso el baqueano.
Don Anacleto remolineó la lanza, y los dos
arrancaron castigando.
En mitad de la carrera, el guía en voz que de-
nunciaba absoluta calma, prorrumpió señalando con
su diestra el nexo de dos colinas:
— Por ahí viene á toda rienda una partida echando
por delante mis yeguas. . . ¡ Ponga la oreja y oirá
el batir del cencerro!
Don Anacleto miró, sujetando.
Cinco ó seis ginetes bajaban ya la ladera azu-
zando con las culatas de las carabinas y aun con
los sables, una «punta de yeguares». Daban gritos
aturdidores, y venían des] en arco para man-
tener los animales cu núcleo.
— Son portugos. .. Sino fíjese en eos trajes co-
GRITO DE GLORIA 125
lor de garzamora que traen y en los embudos de
hule metidos en la cabeza.
— ¿ Y adonde se enderezan ? — preguntó bastante
demudado don Anacleto. Son muchos esos águilas
para aguaitarlos.
— Es así. Lo mejor sería corrernos por este pla-
yito rumbo al talar de aquel arroyo. ¡ Si alcanza-
mos, ni el polvo ! . . . Pero á usted lo condena esa
lanza con banderola, y nos van á cargar.
— ¡Rumbeemos! — -gritó don Anacleto procu-
rando ocultar su rejón, y haciendo entre los dedos
un guiñapo de la insignia.
Silbaron dos balas por el flanco de improviso
como una ratificación del dicho del baqueano.
Luego otra, que picó delante haciendo saltar al-
gunas brisnas.
Apuraron el galope.
Pero un nuevo proyectil acertó en los cuartos
traseros del overo, que se puso á corcovear dando
con don Anacleto en tierra.
El baqueano se detuvo, alargó el brazo y cogió
el rejón que escapado de la mano de su dueño en
la caída, se había hundido por el cuento en plano
oblicuo y derivaba ya hacia el suelo por el peso
de la moharra.
El semblante del guia se había puesto violáceo
cual si un aluvión de sangre inyectara la periferie,
y de sus ojos oscuros brotaba un brillo extraño.
Su chambergo incoloro flotaba sobre el dorso y
la melena suelta, se alborotaba sobre las dos meji-
126 E. ACEVEDO DÍAZ
Has, crispada y ondulante, dándole un aspecto im-
ponente que aterró á don Anacleto, descoyuntado é
inmóvil en los pastos.
No dijo palabra. Escupióse en las manos ner-
vioso, empuñó el astil y revolvió su cebruno ya
sobresaltado por el ruido de los disparos.
La yegua madrina de su «tropilla», manca de
los encuentros, con el vientre casi al ras de las
hierbas, jadeante y sudorosa pasó pesada, sin fuer-
zas, á su lado, batiendo el esquilón.
Miróla de soslayo, en las ancas, donde llevaba
dos ó tres surcos sangrientos hechos por los sables
y llegó á arrojar un grito ronco retenido hasta ese
momento por el arrebato en su garganta, seme-
jante á la nota de un ave de rapiña a raíz de una
pedrada en la cabeza.
Gruñó otra bala redonda desgarrando á su ca-
ballo la piel del cuello ; lo que acabó de ponerlo
ágil y saltarín, al punto de tascar el freno despa-
vorido.
Él lo cuadró con mano experta, y sin perder los
estribos, en los que apenas encajaban las puntas de
sus «ojotas», acometió echado sobre el pescuezo
al igual del toro que busca romper el cerco.
La lanza trazó un semicírculo dividiendo al
rupo, luego una recta inclinada que terminó en la
irganta de un soldado, derribándolo por grupas ;
después un molinete veloz que remató en un golpe
de flanco abriendo á un segundo el vientre ; y por
Último, blandida con furia en un alti-bajo para en-
GRITO DE GLORIA 127
sartar á un ginete de frente y despedirlo lejos de
la montara, el hierro marró el bote y el astil se
hizo trizas en el arzón sembrando el aire de as-
tillas.
Sonaron dos ó tres detonaciones. El hombre de
las « ojotas » cayó de boca sobre las crines del ce-
bruno, bamboleóse un instante y en seguida se des-
lizó á las hierbas con un ruido de mole que rueda
en un barranco.
En medio de su pavura, don Anacleto lo vio
caer con dos agujeros negros en el rostro á ambos
lados de la nariz, producidos por la doble descarga
de una pistola de dos cañones á quema -ropa.
A uno de los soldados, tendido boca arriba, bro-
tábale como un surtidor la sangre del cuello. Aún
así seguía retorciéndose. El otro estaba inmóvil,
con el vientre desbarrado.
XII
En marcha al Cerrito
Avanzaba la tarde llena de celajes, destemplada,
presagiando noche de hielo. El sol descendía, y ya
sobre el horizonte sus rayos mortecinos abriéndose
paso entre festones de un matiz de perlas, teñían
los cirrus de la opuesta zona de un rosa vivo tan
128 E. ACEYEDO DÍAZ
puro e intenso, que éstos semejaban alas de enor-
mes flamencos surcando de través los aires en api-
ñada banda. Una especie de bruma sutil extensa y
colorante, que no era más que menudo polvo di-
fundido en la atmósfera á lo largo de la carretera,
denunciaba desde lejos á los vecinos inquietos la
marcha de una gruesa columna de caballería.
En realidad venía hacia Guadalupe gran tropel
de escuadrones á bandera desplegada. Oíanse á in-
tervalos toques cortos de clarín.
Era la fuerza patriota que avanzaba en dos co-
lumnas precedida por una gran guardia de tirado-
res y lanceros, y cubierta por una doble línea de
ílanqueadores que iban á regular distancia del nú-
cleo, guardando entre ellos los trechos de orde-
nanza.
Aquella masa se movía en orden, con rapidez,
deteniéndose de vez en cuando breves momentos
para rectificar líneas y dar resuello á los caballos.
Numerosas « tropillas » de relevo y reserva se aglo-
meraban á retaguardia, fuera del camino real, tro-
tando en las praderas colindantes en densas agru-
paciones.
La hueste revolucionaria se dirigía a Guadalupe
en donde se hallaba el coronel brasileño l'intos, con
el segundo cuerpo de paulistas.
Eli la columna de la derecha y al fíente del pri-
mer escuadrón, marchaban junios Luis María é Is-
mael.
ITÓ iba en el ángulo de la mitad, algo sepa-
GRITO DE GLORIA 129
rado de la tropa, con la vista fija en el extremo
de la columna de la izquierda. Componían esta co-
lumna los dragones de Rivera.
Luis María iba preocupado por la falta del mi-
liciano que había hecho seguir, en su salida del
campamento, y mucho más con la del individuo
de tropa que enviara en pos de él. Estos detalles,
nimios para otro, tenían á sus ojos una importan-
cia .seria á partir de los hechos alarmantes de que
estaba en posesión. ¿ Qué habría ocurrido, que no
aparecía sin mis demora don Anacleto ?
Xo dejaba de causarle inquietud un incidente que
acababa de producirse, y que se ligaba de un modo
estrecho á sus alarmas.
Ladislao había cambiado de filas, yéndose sin
pase ni consulta siquiera á las del brigadier, con
quien iba á esa hora conversando muy animada-
mente.
Al irse, había cruzado silencioso delante de sus
compañeros de fogón. Cuaró le había mirado con
encono.
Como al pasar lo hiciera encogido ai punto de
simular corcova en las espaldas, el teniente mal
prevenido le había dicho en voz alta y airada :
— Ponele un puntal al rancho. . . ¡ Mira que se
te va á caer !
Luego, Cuaró se puso fulo. Su cortezuda piel
apareció más negra que de costumbre. Las alas de
la nariz se le estremecieron varias veces, como si
trataran de desplegarse con el venteo de un ani-
mal de presa,
y
130 E. ACKVEDO DÍAZ
Luis María llamó la atención de Ismael sobre la
actitud del teniente.
Cuando Velarde lo observó, Cuaró ojeaba taci-
turno a Ladislao.
— Recuerda lo del fogón — dijo.
— Así ha de ser. Por lo menos adivina lo que
pasa.
— No quiere á Frutos. Dice que es un «aguará »
rabón.
Sonrióse el joven ayudante, y murmuró bajo :
— Ladislao asegura por su lado, que nuestro jefe
quiere que todos marchen con el mayor orden,
Cuando lo justo sería que sólo en la pelea los
hombres obedeciesen. Mientras que esto no suce-
diera los paisanos podrían andar de rancho en rancho,
disputar con los jefes, jugar á la «taba» v hasta
dormir fuera del campamento si sentían deseos de
cama blanda.
Ismael guiñó un ojo, alargando el labio ; gesti-
culación habitual en él cuando ciertas ocurrencias
le parecían despropósitos.
Después, resumiendo en una fiase lacónica de
estilo pintoresco su opinión sobre el individuo, dijo
seco y breve :
— Críao a monte.
— Mal ejemplo, compañero; si cunde. El respeto
la obediencia son tan ne al soldado como
el valor, para ir á la batalla. Por eso admiro al
bravo que sólo lo es delante del enemigo, l'.se
triunfa Ó muere en su ley.
GRITO DE GLORIA 131
Ismael, aunque casi insociable, cerril, tenía el es-
píritu vivo y perspicaz ; algunos años de roce con
ciertos hombres lo habían hecho un tanto accesi-
ble. Las palabras de Berón si bien no muy claras
para él, halagaban su oído como una música extraña.
A veces lo dejaban en suspenso. Luego miraba al
rostro del joven con un aire de admiración y de
tristeza que esparcía en el suyo como un resplan-
dor del instinto inteligente, ansioso de encontrar
para manifestarse notas como aquellas de un idioma
sonoro.
Así lo miró ahora melancólico y huraño.
Después murmuró :
— Por eso, antes no vencimos. Los hombres se
juntaban como yeguares cuando el campo se quema,
y coceaban al fuego. Ansina morían, rabiosos, pero
sin miedo.
— Nuestras derrotas gloriosas no han sido más
que lujos de heroísmo, — dijo Luis María. Se peleo
sin organización, sin disciplina, sin ideal militar. En
la hora de la prueba cada uno daba de sí toda la
médula de su coraje, con su sangre ó con su vida :
pero antes de ese momento supremo, ninguno pensó
que un cobarde hábil podía más que cien valientes
imprevisores. Se creía en la pujanza del brazo
como en el golpe de una centella; los briosos pai-
sanos hacían la cruz á los fusiles en son de burla,
y se reían de los cañones hasta el punto de enla-
zarlos de las ruedas... Sin embargo, esos fusiles y
esas piezas que ellos comparaban á las arañas ne-
132 E. ACEVEDO DÍAZ
gras cuando se arrastran por el camino, fueron los
que inutilizaron su esfuerzo y su denuedo. . . ¡ Acuér-
dese usted, capitán ! usted, que puede enseñarme el
camino del sacrificio y hasta reprenderme si me
muestro débil en el día del combate; acuérdese y
diga si eso es verdad.
— ¡Como que aura es noche! — contestó Ismael
ingenua y suavemente.
Luis María se quedó pensativo, y miró de sos-
layo la columna de la izquierda. Ismael siguió
aquella mirada y se amorró.
Continuaron marchando en silencio.
Comenzaba una noche muy despejada, con su pol-
vareda de estrellas y su aire frío como vaho pe-
netrante de ocultos abismos. Los soldados se habían
envuelto en sus ponchos. Las dos líneas de bultos
negros siguiendo paralelas guardaban un promedio
de cincuenta pasos al trote firme. Entre los pri-
sioneros nadie alzaba la voz.
En la columna de la izquierda cierto bullicio
sordo como de enjambre se extendía de la cabeza
al otro extremo: los milicianos conversaban, reían,
canturreaban, lanzábanse pullas como (lechas ó en-
treteníanse en levantar en las ¡mutas de las lanzas
algún residuo visible al paso, que luego despedían
sobre el escalón delantero á modo de bola perdida.
Con este motivo, á veces algún red >mótl enarcaba
el cuello al sentirse ro/ad i en rejones y sa-
cudiendo los lomos hería el aire con los cascos
introduciendo el desorden en las filas. Si el ginete
GRITO DE GLORIA 133
!o domeñaba, el elogio circulaba de boca en boca;
si medía el terreno, el ruido del desplome produ-
cía una explosión de risas que podían resumirse en
una sola y colosal carcajada.
En mas de una ocasión se impuso silencio.
En la derecha la actitud era distinta. La consigna
había sido de observar la mayor compostura ; y á
causa de no cumplirla varios hombres fueron re-
mitidos á la guardia de prevención. En caso de
reincidencia, debían de marchar á pie con el ca-
ballo del cabestro.
El comandante Oribe, que era el que había dado
la orden, decía que el voluntario estaba obligado
por su misma abnegación i excederse al soldado de
línea, sin lo cual su desprendimiento sería un acto
vanidoso y su virtud guerrera un pueril alarde. El
que ofrecía lo más, que era el contingente de su
sangre, y aun de su vida, debía lo menos, que eran
el respeto y la obediencia. La victoria dependía de
mil voluntades unidas como eslabones, sin perjuicio
de la libertad individual relativa que no hacía sino
afianzar la unidad del esfuerzo. Otra línea de con-
ducta sólo engendraba un espíritu de insubordina-
ción y de licencia, que al estimular los resabios
concluiría por torcer los planes mejor combinados
y por erigir la prepotencia personal en única auto-
ridad respetable. El soldado se debía á la disciplina,
como el ciudadano á la ley.
Todo esto había dicho á sus subalternos horas
antes con firmeza y desenvoltura militar, recorriendo
á paso lento las filas.
134 E. ACRVEDO DÍAZ
Sus palabras habían hallado eco.
De ahí que en el escuadrón reinase el orden.
Solo uno se había retirado descompuesto^ y arisco;
que era Ladislao Luna.
El diálogo de Luis María y de Ismael, no había
sido más que un comentario á aquella arenga en
favor del buen servicio.
Sobre este tema se seguía hablando d la cabeza
de la columna, cuando se mandó un alto de des-
canso.
Todos echaron pie á tierra deseosos de despere-
zarse fuera de los estribos con entero desembarazo ;
v las bestias resoplaron de contento, sacudiendo fre-
nos y monturas.
Uno de los oficiales, el capitán Melendez, se
acercó al grupo formado por Berón, Ismael y Guaro,
diciendo :
— Parece que ha habido hoy un pequeño cho-
que de partidas sueltas á este lado del camino,
pues los exploradores han visto tres muertos en el
bajo.
— ¿ Enemigos ?
— Dos de ellos. Ll otro, no se sabe si pertene-
cía á los nuestros. Aseguran que no debía ser de
la milicia; no se encontró arma alguna á su lado,
ni siquiera un cuchillo.
— ¿Viejo ó joven, ese muerto? preguntó Luis
María.
— Hombre maduro de pelo entrecano, que lle-
vaba «ojotas». Le habían aceitado dos balazos en
GRITO DE GLORIA 135
la cara ; lo que de lejos hacía creer que tenía cua-
tro ojos. Los otros muertos eran de caballería de
línea. Por el uniforme debían de pertenecer a la
que está de guarnición en Montevideo. Uno estaba
casi degollado, y al otro le habían revuelto en el
vientre una lanza con cuatro medias lunas de modo
que no le quedase entraña que no luciera al sol.
— ¡ Qué cornada ñera !
— Lo particular del caso es que junto al de las
« ojotas » se vio un astil hecho añicos, pero sin
rastro de moharra. Se supone que los vencedores
se llevaron el hierro para que no sirviese á otro
que tuviese un brazo parecido.
Luis María se acordó de don Anacleto, que iba
armado de una lanza con cuatro medias lunas. Los
datos, sin embargo, no arrojaban bastante luz. Aun
en la hipótesis contraria, resultaría de ello que él
no había perecido.
Con todo, apresuróse á relatar el incidente que
motivó la salida del viejo en seguimiento del mi-
liciano sospechoso, desde San José.
Sus compañeros escucharon muy atentos; y Cuaró
dijo :
— Mira ; el viejo no era baqueano y sacó un
vecino. Al vecino le hicieron estirar el garrón, y
arrearon con el viejo. El que lanceó no jué él, sino
el vecino, que había de ser hombre duro . . .
— ¡ Por qué teniente !
— El viejo es blando como cera de « camoatí » . . .
No ruempe lanza ni en un tronco, porque el brazo
se le hace junco. ..
136 E. ACEVEDO DÍAZ
Ismael se sonrió y Luis María se sintió más tran-
quilo. Cuaró había resumido en una frase toda una
observación sicoTisiológica sobre la personalidad de
don Anacleto ; y á partir del aserto, las probabili-
dades de haber salvado la vida estaban á su favor.
A buen seguro que él se habría dado maña para
librar la piel con la menor lesión posible !
La orden de seguir la marcha interrumpió la
conversación.
A poco andar, súpose que no había enemigos en
la villa. Cruzóse el Santa Lucía por el paso del
Soldado.
Siguió la fuerza avanzando á gran trote. En sus
desviaciones .frecuentes cortó un trecho largo de
campo y pasó con el agua al pecho el arroyo Ca-
nelón grande.
A altas horas percibiéronse delante grandes som-
bras de arbolados y casas. Era la villa de Guada-
lupe con sus chacras, quintas y edificios de « quin-
chado » ó teja en medio de tinieblas, que contribuían
á aumentar en las calles las paredes sin blanqueo,
el solado de tierra y la falta de reverberos.
La fuerza revolucionaria formando una sola co-
lumna atravesó la villa como por en medio de
una doble fila de sepulcros, tal era el aspecto de
las viviendas, la soledad y el silencio que domina-
ban por doquiera.
El segundo cuerpo de paulistas se había retirado
hacía muchas horas abandonando algunos despojos,
liendo el camino de otra columna que había
GRITO DE GLORIA 137
contramarchado del interior á marchas forzadas
para guarecerse en Montevideo.
Según se supo, el coronel Pintos había tenido
noticia de todo lo ocurrido el día anterior por
conducto fidedigno. Las nuevas se les trasmitieron
por «chasque» expreso que llegó aplastando ca-
ballos, y que le sorprendió en la ignorancia más
completa. Al principio todo fué vacilación y zozo-
bra, apremio y desorden. Después resolvióse el re-
pliegue sin demora, á paso precipitado, sin esperar
instrucciones de la capital, emprendida la retirada
bruscamente se arrastró lo que se pudo, llevóse
por delante las guardias destacadas envolviéndolas
en el tumulto, cortáronse los tiros á los vehículos
de andar torpe dejándolos en el medio ó d los
costados de la carretera á modo de estafermos que
señalaban en la densa oscuridad el rumbo de la
fuga; y como hicieran sin duda demasiado peso
algunas armas blancas v de fuego, fueron con ellas
sembrando el terreno hasta muy cerca del antiguo
real de San Felipe, según los partes de la gran guar-
dia que iba barriendo el camino como la primera
ráfaga del viento de tempestad que debía rugir
contra los muros ciclópeos.
Se agregaba que bajo la impresión recibida, la
tropa se había hecho un hacinamiento, al punto de
ordenarse muy tarde en escalones. La voz de los
jefes y oficiales tuvo que ser acompañada de la ame-
naza y de la espada para dar alguna corrección á
las filas y mantener el paso uniforme en campo
138 E. ACEVEDO DÍAZ
abierto. El coronel Pintos en un arrebato, había
hablado de fusilar. Entonces la insubordinación y
más que eso el pánico que iba tomando creces,
fué dominado en parte á pesar de la hora, el ais-
lamiento y el peligro cercano. El regimiento se
alejó á tropezones, ocultando en las tinieblas el
rubor de su desmoralización.
Venían las primeras luces del alba, cuando la
división revolucionaria acampaba á orillas del Ca-
nelón.
Se habían adoptado resoluciones importantes. Los
dos jefes principales con la masa de prisioneros
debían contramarchar al interior, y para distintos
puntos otros subalternos que gozaban de prestigio
en sus respectivos distritos. La villa de San Pedro
fue designada como punto céntrico de reuniones
parciales que debía presidir el brigadier Rivera ; y
las nacientes del Santa Lucía como sitios á propó-
sito para el cuartel general de Lavalleja. De este
modo la fuerza á la ofensiva quedaba reducida á
cien hombres, escogiéndose al electo cincuenta vo-
luntarios al mando de Oribe y otros tantos de los
ex dragones de la provincia. Eran sus armas la ca-
rabina, la lanza y el sable distribuidas convenien-
temente.
Acordóse que una vez frente á las murallas,
Calderón dirigiría en jefe quedando el comandante
Oribe de segundo.
Se extrañó esta resolución. No se quería en las
filas al ex jefe de dragones. Pero se dijo que había
GRITO DE GLORIA 139
sido adoptada á sugestión del mismo Oribe; y este
detalle, acentuando la personalidad del que hasta
ese momento venía posponiendo las satisfacciones
vanidosas y los egoísmos irritantes al bien de su
causa y del país, selló todos los labios. Debía aquello
ser hábil y acertado desde que él así lo quería.
Nadie quiso entonces investigar el móvil determi-
nante del hecho, dándose así adaptación práctica á
la regla de obediencia que debía en adelante ser
la base de subordinación y de respeto á las órde-
nes superiores.
Al expirar el día esos cien hombres eran los
únicos que formaban campamento á los ribazos del
Canelón.
Con las primeras sombras, se mandó ensillar.-
— ¿Vamos adonde la madriguera? — preguntó
Cu aró.
— Así es — respondióle Luis María, que impartía
la orden de fogón en fogón. Cuando asome la au-
rora veremos á Montevideo !
Al pronunciar estas palabras parecía nervioso y
febril. Embarazábale una emoción violenta de ale-
gría mal reprimida, el desborde de un goce mu-
cho tiempo ansiado; acaso el goce mayor á que
pudo aspirar en sus largos días de aventura y de
peligro. ¡Montevideo!... ¡Allí estaba todo lo que
con el ideal de la patria gloriosa y libre amaba
más en la vida!
Al verlo excitado, Ismael ceñudo y triste, que
había empezado á quererlo con el afecto que crea
la comunidad de sacrificio díjole:
140 E. ACEVEDO DÍAZ
— Está contento porque va i su pago . . . donde
está la novia.
Berón se encendió como una mujer; y cogién-
dole entre las suyas la mano se la estrechó con
vehemencia.
El capitán Velarde acercólo torvo la cabeza, que
oprimió con la de él en una caricia de amigo
adusto y silvestre, como de quien nunca había co-
nocido otro halago que el del sol del desierto.
Luis María se conmovió. La caricia de aquel va-
liente parecióle como el resuello de una herida do-
lorosa que nadie había restañado, mal curada en
la soledad de los bosques como la de un toro
bravio.
Después cuando se emprendía la marcha á la
sordina, caída la noche, los dos iban juntos y ca-
llados mirándose á veces con estrañeza cual si re-
cién hubiesen hallado el secreto de una recíproca
simpatía.
La marcha (\\¿- dura. Como no se llevaban pri-
sioneros ni convoy, y el número de hombres era
muy limitado, se caminó a trote largo sin otras
treguas que las necesarias para dar un desea;
las cabalgaduras ó para wco^cv los restos abando-
nados por el enemigo en su retirada. Algunos de
despojos por su calidad, demostraban que
aquél iba pávidamente impresionado. Encontráronse
carros de provisiones de guerra y de boca, espadas,
clarines, uniformes de oficiales, pistoleras, montu-
v en ciertos sitios á las orillas de la carre-
GRITO DE GLORIA 141
tera, desertores y rezagados con todo su arreo en-
cima. Los vecinos del tránsito decían que los pau-
listas á su paso como fantasmas de media noche,
iban alarmando uno por uno los apostaderos del
trayecto, á punto de no dar tiempo á cargar con
lo más indispensable á las guardias ; sintiéndose en
el silencio profundo de las altas horas gritos y ga-
lopes desenfrenados en todas direcciones, rodar de
carros y estridor de armas, todo lo que dejó de
oírse á los pocos minutos como un ciclón que pasa
de súbito y se pierde á lo lejos.
Entonces Oribe dijo á sus oficiales y soldados:
— Mañana en arbolaremos la bandera en el Ce-
rrito, sitio de tantas glorias; y cambiaremos balas
con los opresores de nuestra tierra.
La pequeña legión acogió estas frases llena de
ardimiento ; movióse al unísono venciendo al sueño,
enemigo el más terrible del soldado ; atravesó cam-
pos, arroyos, cañadas, valles y asperezas, dio lugar
en sus filas á nuevos contingentes de hombres re-
sueltos ; y se puso en los lindes del distrito antes
que despuntase la alborada.
Al pasar por Las Piedras, Ismael extendió el
brazo hacia la zona del Nordeste, y dijo d Luis
María :
— Ahí vencimos á los godos con el viejo Arti-
gas . . . Enlazamos los cañones, les quitamos todo ! . . .
Nenguno escapó ; ni el mesmo Almagro.
— ¿ Quién era Almagro ? — preguntó Berón.
Ismael guardó silencio un rato. Después dijo :
142 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¡ Otra vez he Je contar !
Comprendió el joven que en esta frase iba en-
vuelto el desenlace de una historia dramática que
resumía quizás toda la vida de aquel hombre.
Por eso á pesar de su interés, no quiso insistir.
Esas cosas no debían ser escudriñadas.
Con todo, ¡cuan grato le había sido oir las pala-
bras de su compañero al felicitarle á su modo por
la vuelta «al pago», y al hablarle de una novia
que él debía tener allí que le esperaba ansiosa tras
una larga ausencia !
Sin intención de sondear en lo íntimo, Ismael
había acertado rozándole con suavidad un senti-
miento oculto; que no se amenguó nunca en la
existencia aventurera, sino que tomó creces como
una necesidad imperiosa de su espíritu.
En realidad él tenía una novia, cuya imagen ve-
nía reproduciendo de mucho tiempo atrás en su
cerebro; imagen más hermosa cada vez, á medida
que el deseo enardecía su mente y se agolpaban á
su memoria los gratos episodios, del pasado.
Rubia, de ojos garzos, piel de rosa, esbelta, más
expresiva en el dulce ceño que en la frase, retraída,
resignada, erguíase su i n tere ira á cada paso,
como llamándole cerca con un ademán de suave
ruego . . .
La COQOCÍÓ en la hacienda de Robledo en mo-
mentos para él ani | lando huía de los domi-
nadores de monte en monte. Pudo hablarla en
. cultivó su ailiis-
GRITO DE GLORIA 143
tad, cuando herido en una refriega oscura, ella y
su hermana Dora lo atendieron en la casa de su
buen padre don Luciano, dueño del campo . . . Esta
amistad fué lejos; pasó á ardiente simpatía. Aún no
estaba restablecido el día en que se aparecieron en
el campo los brasileños, que se llevaron á Robledo
y á su hija Natalia; aquella Nata que había puesto
vendas en sus heridas, velado su sueño, oído sus
delirios, atenuado sus dolores y bochóle pensar en
los deliquios de la ventura.
Se acordaba él bien. Con su padre preso, acaso
por su culpa fué la hija. También la negra Guada-
lupe. El teniente Souza había usado de una con-
ducta correcta con todos, á pesar de los anteceden-
tes que de él lo habían separado en la paz v en
la guerra. Cumplió sus deberes de soldado con mo-
dales corteses, atento, sin rigor: y esto le hacía
halagar la esperanza de que el viaje de la estancia
á Montevideo se hubiese hecho sin tropiezos ni so-
bresaltos.
Desde aquel día nada había sabido . . .
Ahora que marchaban en ese rumbo, el de las
manchas del sur, que tanto conocía, avivábanse sus
memorias y latía con fuerza el corazón. Iba hacia
donde estaban su hogar, sus padres y su amada ; á
los lugares de su niñez y juventud primera con sus
caseríos de teja roja, sus calles de laberintos, sus
plazuelas sombrías, su puerto sembrado de velas y
de mástiles y su cinturón de granito lleno de al-
menas y cañones. Y pensando que era mucho su
144 B. ACEVEDO DÍAZ
gozo por só!o volver del interior de la tierra des-
pués de tantas contrariedades, imaginábase que se-
ría acaso mayor el de otros que habían luchado
más que él y que llegaban de otro país, sin recor-
dar en esta hora de sacrificio las comodidades que
dejaban en la opuesta orilla.
Asi cavilando entre las excitaciones nerviosas de
la marcha nocturna, alzábase ante su vista á pocos
pasos el bulto de su jefe que trotaba firme, silen-
cioso, envuelto en las tinieblas como insensible á
la fatiga y al sueño. Éste era uno de los que ha-
bía traspuesto el río y despedido las naves al vol-
ver á pisar el suelo nativo.
Venían de lejos en busca de la tierra, del agua
y del fuego sin cálculos ni miedos, ellos que fue-
ron siempre los valientes en la derrota y en la vic-
toria, porque siempre pelearon uno contra veinte
sin pedir tregua ni perdón. Dignos de mandar y de
ser obedecidos ¿qué eran los sacrificios de los jó-
venes á la sombra de su heroísmo, consagrado por
la tradición oral y el amor de la raza oprimida ?
Apenas un eco débil en el grande esfuerzo anó-
nimo . . .
Y al observar á su jefe erguido avanzando en
línea recta, como si fuese acaudillando innumerable
hueste, rumbo á la plaza formidable que encerraba
millares de hombres y un centenar de cañones den-
tro de sus muros, con la intención de retarla á
duelo, su cabeza ya debilitada por el insomnio em-
por creer que detrás venia en realidad toda
GRITO DE GLORIA 145
una legión invencible en vez de un grupo de cien
ginetes bamboleantes en los estribos.
El trote pesado de las cabalgaduras somnolientas
parecióle extraño galope de hipogrifos; el ruido
sordo de los cascos en el suelo el rodar de arti-
llería de sitio; una que otra voz ronca en las filas
algún son de trompeta precursora de ataque ; y
cuando vino el alba sin nubes á descubrir los ho-
rizontes lejanos, y vio a un flanco enhiesto en la
ribera al cerro a modo de gigante taciturno con
manto de hiedra y corona de granito, y allá en
anfiteatro reclinada en las arenas la plaza fuerte con
sus altas murallas negras, llegó á apercibirse que
estaban en la cima de un montículo cubierto de
cardizales y «taperas». Un escalofrío recorrió todo
su cuerpo, y se le escapó un grito indefinible.
Como se restregase con ambas manos el rostro,
Cuaró dijo :
— Espanta el sueño... Mandan formar.
El corto escuadrón desplegóse al galope por re-
taguardia de la cabeza en batalla, contestando al
unísono á una arenga breve de su jefe, en tanto el
porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño
calvario, sitio de históricas leyendas.
10
146 E. ACEVEDO DÍAZ
XIII
Dentro de murallas
El general Lecor, gobernador de la Cisplatiná,
que creía saber bastante de ciencia militar, y que
en punto á planes de tacticógrafo no reconocía por
entonces antagonista entre los capitanes más exper-
tos del ejército á que servía, no dio importancia á
la invasión de un pequeño grupo. Supuso que por
más que este grupo se aumentase pasando sucesi-
vamente de «montonera» á escuadrón, á regimiento,
á división en el caso de que no fuese batido y
disuelto desde el primer instante por las tropas regu-
lares que se hallaban destacados en puntos estraté-
gicos, la guerra sería de caballería contra caballe-
ría, no debiéndose dudar del éxito favorable dada
la cantidad y calidad de las fuerzas imperiales.
Aquellos centros estratégicos ó ganglios del sis-
tema militar ofensivo y defensivo de la época,
aparte de Montevideo, plaza fuerte de primer or-
den y cuartel general de ejército, eran : la ciudad
de la Colonia provista de murallas y baterías y de
una guarnición relativa de las tres armas, centinela
vigilante de los ríos, con embarcaciones de guerra
en la rada; el pueblo de Mercedes también guar-
GRITO DE GLORIA 147
necido, con lanchas armadas en el puerto que ex-
ploraban sin cesar el curso del Uruguay en su con-
fluencia con el Negro; la villa de San Pedro del
Durazno situada en el centro del país, sobre el Yí,
donde tenía su asiento el comandante general de
campaña; y los pueblos de San José y Canelones
escalonados en el trayecto á Montevideo, con sus
cuerpos de paulistas en disponibilidad para acudir
á cualquier zona amenazada.
Al norte, la misma antigua línea divisoria era
una defensa por sí sola incontrastable, dado que
allende ella estaban los refuerzos que en serie con-
tinua deberían desfilar en caso necesario hasta cu-
brir la provincia de hombres, armas y caballos.
En tales condiciones de defensa, el barón de la
Laguna que escudaba bien el derecho de la con-
quista dentro de fortalezas inexpugnables, descan-
saba confiado en la habilidad especial del brigadier
Rivera para deshacer en un solo encuentro á los
«gauchos» sin verse él en la necesidad de apelar
á movimientos estratégicos que desdeñaba usar en
absoluto con enemigos de esa estofa. Para precipi-
tarlos al Uruguay y sepultarlos en su cauce con
lanzas, sables y potros, bastaría una carga en dis-
persión del « brigadeiro » con los dragones de la
provincia. Lavalleja era un « patria » que entendía
más de picar bueyes que de organizar milicia ;
Oribe no pasaba de un conspirador -oscuro; los de-
más invasores venían al amor del botín y del sa-
queo. Para gente de esta madera el comandante
143 E. ACF.VEDO DÍAZ
de campaña se sobraba. ¡ La cuña no podía ser
mejor ! Y esta ocurrencia, hacía feliz al vencedor
de India Muerta.
Sobre la conducta del brigadier no debía abrigar
sospecha alguna, pues él le había reiterado con las
protestas de su lealtad inconmovible, su patrio-
tismo de brasileño.
Pero, cuando supo que Rivera había caído en
poder de Lavalleja, y más tarde, que se había ple-
gado al movimiento declarándose abiertamente re-
belde, dio entonces al suceso unas proporciones que
no había previsto y consideró perdida su acción en
la campaña.
La prisión de Borba acabó por hacerle creer que
un refuer/o de algunos millares de hombres se im-
ponía para volver á la obediencia la asenderead.'.
Cisplatina.
Acudió al emperador.
Capaz de un plan militar aceptable y hasta de-
cisivo en sus consecuencias matemáticas, habituado
como lo estaba, á combinarlos sobre planos exactos
de un territorio reducido, lo mismo que sobre un
damero movía hábil las piezas de ajedrez, llegó
sin embargo á pensar que no le sería fácil la so-
lución del problema, hasta tanto al menos no lle-
gasen DOt el puerto dos mil infantes y por la fron-
tera dos mil ginetes.
Las cosas se habían puesto muy turbias. Os p.i
trias revoltosos aparecían ya maniobrando en campo
raso y consiguiendo rápidas victorias ; todo, sin
GRITO DE GLORIA 149
mancharse con la sangre de los vencidos, ni asal-
tar las propiedades. Luego estos «gauchos» te-
nían "también su política, sus procederes correctos,
sus cálculos de proyección al futuro como si hu-
biesen cursado estudios teórico- prácticos en el des-
tierro.
En esta forma y por estos medios, la acción de
los «insurgentes» se hacía temible.
Era probable la influencia del gobierno argentino
en esos sucesos, cuya marcha y desarrollo indica-
ban un derrotero fijo. ¿ Cómo creer que los nati-
vos solos se atreviesen á todo el poder del impe-
rio ? Esto no era posible en concepto de Lecor y
de sus hombres.
Lo que ocurría era un principio de nueva ten-
tativa de absorción y predominio por parte de
Buenos-aires: cuestión de fondo: ó banda oriental
ó provincia cisplatina, según la bandera que llamease
triunfante en la ciudadela del antiguo real.
¿Pretenderían acaso los nativos erigir su tierra
en nación independiente ? ¡ Eso era ilusorio !
No faltaban sin embargo, quienes sostenían que
esa era la tendencia inflexible, aun cuando existiera
una desproporción notoria entre la aspiración y los
medios.
Los españoles viejos, que después de la jornada
■de Ayacucho habían perdido la fe en la restaura-
ción del régimen secular, afirmaban que la tierra
uruguaya tenía en el mapa geográfico los funda-
mentos de su personalidad autonómica, aparte de
150 E. ACEVEDO DÍAZ
las razones históricas que siempre la mantuvieron
alejada de Buenos-aires. Los espíritus parecían apa-
sionarse á este respecto.
Distinguíase entre esos españoles — núcleo de la
verdadera clase conservadora del país — el antiguo
vecino don Carlos Berón, persona de fortuna.
Había sido este sujeto grande amigo de Elio y
Vigodet y resuelto partidario, como es de supo-
nerse, de la causa real. Odió en la misma medida
a los argentinos, á Artigas, á los portugueses y á
los brasileños, así como había odiado á los ingle-
ses contra quienes combatió en los días de la de-
fensa encabezada por Huidobro ; pero este aborre-
cimiento sin reservas había sufrido en los últimos
meses transcurridos una modificación tan sustancial
como violenta respecto á los nativos.
Sus mismos íntimos lo extrañaban, aunque se
sentían inclinados en definitiva á seguirle en su
cambio de ideas.
El señor Berón daba sus razones, muy conven-
cido de ser lógico con el mismo radicalismo his-
pano- colonial de principios del siglo.
Mientras hispana fue posible — decía en su dia-
léctica especial,— SOStUVe aquí sus fueros. Desde
que no Logró el intento, he sostenido y sostendré
que esta tierra corresponde de exclusivo derecho á
sus descendientes legítimos — vale decir: á los que
en ella han nacido. \ ] es la patria, que tiene
por limites el Piratiní, el Uruguay, el Plata y el
Atlántico ;í los cuatro viento.; para conservarla
GRITO DE GLORIA 151
han peleado contra los ingleses, los españoles, los
argentinos, los portugueses y los brasileños durante
todo un cuarto de siglo. ¡ Y siguen peleando ! No
hay derecho contra derecho. La independencia es
del que la busca sin descanso, la abona con su san-
gre y la conquista con su valor. ¿ Por qué dispu-
társela?... ¡ Ea ! no porque sean pocos los que lu-
chan la justicia ha de abandonarlos. ¡ Mejor ! ¡ Que-
darán sin brazos ó sin piernas, pero con el alma
entera y bravia, por Santiago ! ¿ Por ventura no es
sangre española la que corre por sus venas, y sus
hechos no son dignos de la raza ? Ya quisieran
estos « San Sebastianes» valer cada uno lo que
aquel dragonazo de Artigas que en nueve años no
se bajó del caballo y tuvo á mal traer generales y
ejércitos como si fuesen de poca monta. . . Es ver-
dad que lo vencieron, pero ¿ quién no triunfa
echando legiones sobre un puñado? ¡Yaya un mé-
rito ! Aquel centauro que se andaba el territorio á
escape haciéndose sentir aquí, allá y en todas par-
tes, de día y de noche, como si no comiese ni
durmiera, siempre tieso en los lomos, á través de
inviernos y veranos, lo mismo bajo la helada que bajo
el sol rajante, nunca al abrigo, perseverante, duro,
más soberbio en la derrota que en el triunfo, no
se ha muerto por eso, se ha perpetuado en otros,
dejando una cría que ha de costar extinguirla al
mismo demonio. . . Es la cría de los indomables
que tienen el brazo de ñandubay y las nalgas de
hierro. . . ¡ Qué vayan éstos con sus reyunos y sa-
152 E. ACEVEDO DÍAZ
brán otra vez lo que es amasijo ! ¡ No ! . . . ya se
ha derramado mucha, demasiada sangre para bau-
tismo ; y estos pobres criollos merecen que los
aplaudan, que los estimulen, ser dueños de sus fér-
tiles regiones, arbitros de su suerte, ya que su
suerte los condena á una batalla continua en la que
todos cejan al fin, menos ellos, lo mismo que si se
reprodujeran en los osarios que han ido amonto-
nando las guerras implacables. . .
El asombro que estos ó análogos desahogos cau-
saba en el ánimo de sus familiares 3 r contertulia-
nos por la sinceridad y la vehemencia con que
eran vertidos, tenían su atenuación en el hecho de
encontrarse su hijo único Luis María en las filas
«insurgentes».
Por lo menos, todos se daban esa explicación
del cambio operado en sus sentimientos é ideas.
Su esposa particularmente, se sentía muy com-
placida de oírle expresarse en tales términos, aun
cuando antes del alejamiento de su hijo ella nunca
se había preocupado de asuntos de esta naturaleza.
Ahora pensaba y sentía como él ; seguíale atenta-
mente en sus disertaciones sobre las cosas del día
quedándose pendiente de sus labios callada y an-
siosa, como si fuesen las más gratas á su corazón.
Por otra parte, tenía una compañera joven, her-
, que dividía con ella sus impresiones ayudán-
dola á sufrir las zozobras de la ausencia, cuvo va-
cío no le era dado llenar sino con SU pensamiento
te entristecido. \o la vinculaba d
GRITO DE GLORIA 153
joven lazo alguno de sangre; pero era ella hija de
un amigo de su esposo, que estaba preso, y la que
había atendido á su Luis, herido en una refriega
allá en los campos desiertos el día que fué llevado
casi moribundo á la estancia de su padre.
Este doble título á su aprecio fué razón de sim-
patía, que aumentó cada hora, al punto de no que-
rer desprenderse de Natalia. Ésta debía estar siem-
pre á su lado hasta que su padre recobrase la li-
bertad, i Cómo dejarla sola ? La pobre joven había
perdido á su hermana en la última estadía de
campo, á causa de lo que ella llamaba la «gota
coral » ; su reciente duelo reclamaba cariños v de-
bía sentirse bien allí, en el hogar de Luis María,
que este había abandonado « siguiendo un ensueño »
— según la frase melancólica de la madre.
La casa en que vivían era muy hermosa, en la
calle de San Fernando. Muchas habitaciones con
paredes macizas, patios grandes, jardín, huerta, y
en el fondo un estanque. Tenía vistas á la plaza
principal y á una iglesia de ladrillo desnudo, que
era la Matriz.
Desde un pequeño mirador del fondo se divisaba
la ciudadela con sus dos cúpulas chatas, la muralla
del norte, la puerta de San Pedro y más allá el
campo, las colinas ondulantes y el montículo de la
Victoria.
A la izquierda, por encima de las techumbres
rojizas y de las casernas de piedra con sus medias
naranjas cubiertas de verdín, las aguas en aníitea-
154 E. ACEYEDO DÍAZ
tro modelando la península, nuevas lomas airosas y
el cerro con sus faldas sembradas de viviendas dis-
persas como oscuros abejones en verde dosel.
Los buques de la armada asomaban sus cofas por
arriba de la isleta de la bahía, á modo de lianas
confundidas entre árboles sin hojas.
Don Carlos Berón tenía por costumbre en las
tardes ir al mirador, en donde permanecía un rato
observando con un anteojo las naves que entraban
ó salían. A veces, el campo era su panorama pre-
dilecto. Espaciaba la visual en la vasta zona que se
descubría delante largos momentos, atento a las
menores novedades del horizonte. Cuando descen-
día, daba sus noticias con aire sesudo. Una fragata
venía á toda vela del Janeiro; ó un bergantín ve-
rileaba por la punta del este, rumbo á Maldonado;
si ya no era que el vigía de señales indicaba bu-
que á la vista ; ó unas nubes de occidente impeli-
das con fuerza, presagiaban la llegada del « pam-
pero » .
A ocasiones, reinando la borrasca, con un gorro
de piel de mono y envuelto en una capa subía á
su observatorio, á fin de persuadirse si el viento y
las olas habían hecho garrear los barcos de pesca-
i o las lanchas de guerra. Cuando era muy re-
cia la usuestada» veía en la playa del norte como
una resaca de gánguiles, botes y balandras, unas de
borda en las arena., otras de quilla para arriba. En
tas del levante solía distinguir contra las pie
dras pequeñas embarcaciones hundidas que solo en-
GRITO DE GLORIA 155
señaban la mitad de los mástiles. Hacia el sur, na-
ves dispersas empeñadas en ganar de bolina el
puerto; ó una goleta juguete de las olas con el ti-
món roto, ó una barca sin velamen ni masteleros
que se ocultaba ó resurgía entre crestas espumosas,
para sepultarse al fin en el abismo.
Entonces cuando bajaba, traía nuevas de sensa-
ción á su esposa y huésped reunidas con otras per-
sonas en el comedor, al amor de la lumbre.
Condolíanse todos de los sufrimientos ajenos en
largos y animados comentarios: pero al fin caían
en los propios, sin apercibirse de ello, como coro-
larios forzados de todas las conversaciones ó ínti-
mas confidencias.
Aquellas idas de don Carlos al mirador eran
frecuentes, aun en días crudos ; siendo así que an-
tes sólo lo hacía por pasatiempo, como un ejerci-
cio higiénico, evitando en lo posible el contacto
del aire frío. Su esposa había llegado á notarlo; y
acaso adivinando la causa, sin trasmitirse impresio-
nes, le miraba fijamente al rostro cada vez que vol-
vía como si quisiera leer en él alguna nueva extraor-
dinaria.
El viejo soldado de Ruiz Huidobro nada decía
que no fuese relato de algún accidente del puerto
ó apreciación del estado de la atmósfera. Aparte de
eso su gran casa de comercio absorbíale casi todo
el día. No se llevaban sin embargo los libros á su
gusto, y esto á pesar de dirigir él mismo la con-
tabilidad con aquel esmero y pulcritud que tanto
156 E. ACEVEDO DÍAZ
distinguían á los hombres probos Je la época. Algo
creía el viejo Berón que faltaba allí, que él no se
explicaba claro, por lo cual siempre se exhibía á
sus dependientes de mal ceño, rígido, al punto de
ser temida su presencia detrás de mostradores.
Y como viese que nunca dejaba de tener una
razón de disgusto, preguntóle una tarde á su es-
posa si ella no notaba lo que á él le parecía gran
deficiencia en su despacho.
— Sí, — había contestado la señora con un gesto
de tristeza infinita. Falta el tenedor de libros.
Don Carlos había tosido sin replicar é idose al
mirador á paso firme, muy metido en su capa.
Esa tarde bajó casi de noche, diciendo que en el
puerto y en todo el largo de la rambla del sur
andaban varios barcos voltijcando sin tino y des-
garrada la vela, buscando algún peñasco en donde
abrirse ó algún aterrado en donde enclavarse. Se
habían izado señales y disparádose cañonazos de so-
corro ; pero la mar estaba muy gruesa, del sur ve-
nían como montañas de aguas verdi - negras y es-
pumas y el cielo oscuro prometía lluvia torrencial.
Las goletas y patachos sacudidos en sus ancladeros
lo mismo que grandes corchos, habíanse afirmado
con cabos y maromas á los postes cercanos á los
muelles, bien arreado el velamen. ; Qué sumaca
había de atreverse .i verilear por la restinga de
punta Brava para prestar auxilio sin caer en los ba-
jíos pedregosos?
1.a tormenta iba tomando el giro del huracán.
GRITO DE GLORIA 157
Como una confirmación de estos datos, llegaba
un sordo estruendo de atrás de las murallas del
sur mezcla de los bramidos del viento con los fu-
rores del olaje.
— ¡ Pobres los pescadores y marineros ! — dijo
la señora. Pero. . . ¿de la parte del campo nada
vistes ?
— ¡Nada ! — prorrumpía con violencia don Carlos.
Está desolado y monótono, con sus eternas loma-
das sin alma viviente en parte alguna como si
todo lo hubiese arrasado una peste maldita !
En estos sus enojos de todos los días con un
fantasma, pues á nadie nombraba, concluía siempre
por irse á su habitación.
Su esposa y Nata quedábanse meditabundas, con
una gran sombra de pesar en las frentes.
De este estado solía sacarlas la avispada Guada-
lupe entrando de improviso y trayendo alguna no-
ticia oída entre los grupos de la calle ó del café-
de la esquina inmediata, cuando no la había reco-
gido de labios de los esclavos de confianza ó de
los negros pasteleros que pululaban en las aceras
de la plaza con sus canastas de empanadas rellenas.
No siempre sus informes eran verídicos ó hala-
gadores; pero por lo menos reavivaban las impre-
siones y deseos, engendrando nuevas dudas ó es-
peranzas sobre la suerte de los «insurgentes».
Las medidas que se habían dictado contra los
jefes del movimiento eran tan inflexibles que ha-
cían pensar cosas lúgubres acerca del fin que pu-
158 E. ACEVEDO DÍAZ
diera caberles á los que con ellos servían. Se habían
ofrecido premios de sumas cuantiosas por ciertas
cabezas, y era de temerse que este aliciente em-
pujara a la perfidia y á la traición, pues que todos
los medios se consideraban lícitos para restablecer
el orden.
Las nuevas de Guadalupe se referían día á día
á estas resoluciones, y á las seguridades que se
daban de ser presentados pronto al gobernador los
cráneos de los caudillos audaces.
Otras veces eran rumores vagos pero alarman-
tes sobre hechos ocurridos en el interior de la
ciudadela y otros cuarteles. Se hablaba de extrañas
maquinaciones, de síntomas inquietantes en la in-
fantería pernambucana; y hasta llegó a difundirse
con misterio la especie de haberse aplicado crueles
castigos en las casernas a varios soldados.
Los principales hombres nativos, avecindados en
el recinto de la plaza, habían sido apresados y
conducidos entre guardias á bordo de una corbeta
de guerra, la misma en que se encontraban don
Luciano Robledo y otros patriotas purgando ima-
ginarios delitos.
La mano militar se hacia sentir á plomo. Últi-
mamente no se toleraban reuniones, y al toque de
queda todos debían recogerse en sus inoradas bajo
la amenaza de una represión segura.
El mismo alan de inquirir ditos para mistificar-
los en beneficio de la situación, como recurso de
adhesión pasiva, iba desapareciendo. Se conversaba
GRITO 1>E GLORIA 159
con miedo, á medias palabras, sin afirmar nada
concreto ; de ahí que no viniese de la calle otro
ruido que el de los instrumentos militares y el del
paso precipitado de las tropas que relevaban los
puestos.
No era solamente Guadalupe quien sorprendía á
sus amas en medio de las preocupaciones de cada
día. >
Otra persona, á quien ellas y el mismo señor
Berón recibían con deferencia por razones bien
explicables, venía de vez en cuando á ofrecerles
sus respetos de un modo tan cortés y afectuoso,
que venciendo naturales escrúpulos veíanse en el
caso de retribuirlos con agasajo aun en medio de
las tribulaciones de ánimo.
Era esa persona el teniente Pedro de Souza de
la caballería imperial, gallardo mozo de modales
cultos que llevaba el uniforme con bastante biza-
rría y no arrastraba por el suelo la contera del
sable como otros de su arma.
Medido v circunspecto, sus frases nunca rozaban
las cosas del día sino por incidencia, en cuanto
eran ellas estrictamente precisas. Asuntos familiares
eran sus temas; á veces delicados comentarios so-
bre la necesidad de la paz, el don precioso para
los países jóvenes y ricos.
Jugaba al ajedrez ó al dominó con don Carlos,
quien rara vez perdía; por lo cual el visitante te-
nía para él sus méritos incuestionables. En ciertas
noches se hacía tertulia á la malilla por breve rato.
160 E. ACEVEDO DÍAZ
Las visitas no eran largas; mucho menos en el
tiempo de que hablamos, porque el. servicio exigía
múltiples atenciones y se combinaban los medios
de abrir campaña de un momento á otro.
Alguna vez la señora de Berón se permitía aven-
turar alguna expresión en sentido de investigar la
verdad de lo que estaba pasando.
El teniente notaba entonces cuan fijos en su ros-
tro se ponían los lindos ojos de Natalia, muy
abiertos, cual si á ellos se agolpase de súbito todo
lo que concentraba en el fondo del cerebro. Emo-
ción extraña le causaban aquellas pupilas llenas de
luz serena!
Contestaba solícito diciendo que los informes no
eran nunca seguros ; pero lo cierto parecía que la
insurrección había alcanzado algunas ventajas. Nada
más agregaba. Era necesario resignarse.
Natalia había sido siempre con él atenta; pero
reservada, casi prevenida. Algo de aspereza acom-
pañaba á sus palabras ó de forzado a sus sonrisas.
Aquella joven blanda y bella sentía mal sus ner-
vios en presencia del oficial extranjero. Causas con-
currían para ello, aunque no fuesen de odio ó an-
tipatía profunda. Las viscisitudes de su familia y
los pesares propios, inclinando su espíritu al aisla-
miento, la habían hecho indiferente á todo anhelo
que no naciese de lo que ella había amado ó qui-
SÍera aún, como suprema aspiración de su vida so-
litaria.
l.i. i una juventud llena de primores, pero adusta.
íiRITO DK GLORIA 161
Algo Je altivez y de dureza se descubría en su
ceño á pesar de la expresión suave de sus pupilas
sombreadas por doradas pestañas. Sus actitudes im-
ponían a Souza, que ahogaba siempre en sus labios
alguna frase insinuante, si es que á medias no la
emitía como fórmula de un pesar oculto ó de un
sentimiento amable. Sin duda ella había compren-
dido que el teniente reprimía deseos vehementes
de expansión, ansias quizá de revelarse por entero;
y ponía delante su frialdad como valla insuperable.
Con todo; cuan bien dispuesta se hallaba en el
fondo de estrechar más aquella relación, de hacerla
más comunicativa y familiar, siquiera fuese para
vencer las reservas discretas de Souza respecto á
lo que ella tanto anhelaba conocer en sus menores
detalles !
XIV
Las nuevas de Lupa
Una mañana muy temprano, Guadalupe dirigióse
presurosa á la pescadería del norte en busca de
pescadillas de rey, bocado predilecto de don Car-
los que ella era muy hábil en preparar, y que á
indicación de Natalia tenía dispuesto á lo menos
dos vqcqs en la semana. Iba la negra con su ca-
li
162 E. ACEVEDO DÍAZ
nasto al brazo luciendo un vestido nuevo á listas
moradas y un pañuelo de colores vivos cruzado por
el pecho, echando miradas por encima del hom-
bro á los pernambucanos del tránsito, cuando al
llegar á la calle de San Pedro vióse en el caso de
detenerse, pues estaba obstruida por un regimiento
de caballería.
Ella miró con atención. Sabía distinguir los cuer-
pos del ejército por sus números, aun por sus uni-
formes; y conocía á sus jefes por haberlos visto
muchas veces en revistas y paradas.
— ¡ Hem ! — dijo en voz alta con cierta ironía y
no poca desenvoltura. ¿De dónde vendrán estos?...
¿lü segundo de paulistas del Coronel Pintos entre-
verado con el que salió el domingo?... Hade ca-
lentar la cosa en el campo . . .
Y observaba con atrevida curiosidad, llevando
sus miradas de la cabeza á la cola de la columna,
que aún no había traspuesto la puerta de la mu-
ralla.
Las cabalgaduras parecían transidas, cubiertas de
lodo, escuálidas, con las cabezas gachas y los vien-
tres lastimados por la espuela.
gínetes todavía somnolientos, muy pálidos,
encogidos en las monturas, con las carabinas á la
espalda, los abrigos á medio cuerpo, denunciaban
con sus bostezos que la marcha había sido de toda
la noche. Algunos nwi.xn solo la mitad de sus pren-
das de vestido ó de «recado», como si los hubie-
dejado caer en el camino ú olvidado en los
GRITO DE QLORIA 163
vivacs. Otros estaban sobre los lomos limpios de
jamelgos que los tenían como sierras. Estos se
apoyaban en una pierna, con el tronco colgante al
lado opuesto, doloridos, malhumorados, exhaustos
de fuerzas. No faltaban quienes murmurasen pasán-
dose las manos por 1 is cabezas polvorientas. Los
oficiales estaban silenciosos, inclinados sobre el pes-
cuezo de los caballos; que á su vez, al tascar los
frenos con las narices á una línea del lodo, pare-
cían abrumados por el cansancio, el hambre, la sed
y el sueño. Un clarín se había apeado, y dormi-
taba recostado en la montura. El porta con el es-
tandarte en su funda puesto en la cuja, estaba co-
gido de él á dos manos con los ojos cerrados y
un pie fuera del estribo. El coronel Pintos recorría
al paso las filas, deteniéndose para cambiar palabras
con los capitanes.
— ¡No digo yo! Estos han llevado una azotaina
— •murmuró Guadalupe alargando su labio pulposo
y mostrando los dientes.
Y recogiendo el vestido, pasó zarandeándose por
entre dos mitades con un gesto desdeñoso.
Los soldados rezongaron, dirigiéndole algunas pu-
llas medio dormidos. Fué como un murmullo de
insectos gruñones, zumbándole en los oídos.
Aunque ninguna de las frases llegó á entender
claro, la negra volvió de lado la cabeza con el
hombro encogido, torció la boca y dijo sin pa-
rarse :
— ¿A mí monos? ¡Ya se quisieran ! . . . Lindo les
fué en el baile !
164 E. ACEVEDO DÍAZ
Y siguió, riéndose, con un contento que le reto-
zaba por todo el cuerpo entre visajes y contor-
siones.
La pescadería estaba allí cerca ; de modo que en
pocos momentos hizo su compra, pero no de pes-
cadillas esta vez, pues no las había, sino de brotólas
extraídas en la noche por las redes de jorro en la
costa del Este.
De todos modos ella había hecho otra pesca de
importancia que se sentía ansiosa de comunicar á
su ama; por lo cual se volvió casi corriendo por
el mismo camino para no perder ni un minuto.
El regimiento marchaba á lo largo de la calle de
San Fernando al trote, y sus últimas mitades en-
frentaban con la de San Carlos, que iba en línea
recta á la ciudadela.
Guadalupe llegó jadeante á la casa de Berón.
Era la hora precisamente en que todos debían
encontrarse ya de pie. Natalia se levantaba con el
sol por hábito invariable. Concluido su atavío en
el cual ponía pulcro esmero, recorría el jardín y la
huerta, reuníase á la madre de Luis María, y se
ocupaba con ella de dirigir las cosas domésticas al-
ternándose en la labor, hasta que todo quedaba en
orden.
Después, como atraídas por el mismo pensamiento,
á veces sin comunicárselo, hallábanse juntas de nuevo
al pie de la escalera del mirador o en el mirador
mismo, con el anteojo en la mano para observar
el campo, que de allí se dominaba sin obstáculo
alguno al frente.
GRITO DE OLORIA 165
Guadalupe las encontró en camino del observa-
torio, cuando el señor Berón dirigiéndose también
allí, notando la agitación de la esclava, acercóse
preguntando :
— ¿Qué ocurre, muchacha? ¿qué has visto en
la calle ? ¡Anda lista!
— ¡Qué ha de ser, señor! — dijo Guadalupe so-
focada. Los paulistas han vuelto . . . acabo de verlos,
han pasado por aquí todos corridos y cansados.
— ¿Cuáles? ¿Los de Borba ó los de Pintos?
— Los de Pintos, señor; los conozco bien. Vie-
nen que da miedo ; mugrientos, sin ánimo, con los
caballos que se caen de aplastados ... El coronel
parecía un fantasma ; con la cara de difunto, todo
metido en el capote hecho una espiga.
— ¡ Aguarda muchacha, aguarda ! — repuso don
Carlos con el aire grave de quien calcula, echán-
dose el gorro á la nuca, y el índice en la frente.
Pintos estaba en Canelones y Borba en San José ;
pues que Pintos ha trasnochado al galope, según
tus datos, Borba ha caído en poder de los invaso-
res y éste ha buscado la salvación en la fuga . . .
¡Golpe de mano atrevido!... No hay duda. Una
marcha forzada á la buena de Dios hecha por esos
guapos; una sorpresa de tente tieso y no te mue-
vas, y zas... todo el regimiento en la trampa. ¡No
puede ser de otro modo ! Luego se han venido ga-
nando largas al sueño derecho á Guadalupe para
caer sobre el segundo cuerpo, el que, por una fa-
talidad del diablo, que siempre se atraviesa, sintió
166
E. ACEVEDO DÍAZ
el avance, y matando caballos ha enderezado á la
guarida, atrás del cascarón a donde no alcanza el
plomo . . . ¡ Hum ! Esto marcha . . .
Las mujeres oían sin desplegar los labios. En sus
rostros sin embargo, trasparentábase una emoción
de intensa alegría.
— Los otros que salieron el domingo — se atre-
vió á decir la negra, interrumpiendo al señor Be-
rón, — venían también revueltos...
— ¿Venían? ¿No te equivocas negrilla? — ex-
clamó el viejo chispeándole los ojos, en un arre-
bato de entusiasmo concentrado.
— ¡ Digo que sí, señor ! . . . A algunos de esos los
traen enancados, con las casacas rotas llenas de
barro.
Don Carlos levantó el. puño con un visaje que
le formó diez arrugas en el semblante, restregóse
las manos con indecible goce, y corrió á la esca-
lera del mirador repitiendo con acento ronco ¡
— ¡Esto marcha mujer!... ¡sí, marcha por San-
tiago !
Natalia cogió entre las suyas la mano de la se-
ñora, y mirando á su negra, dijo toda estremecida:
— ¡Qué noticias buenas traes, Lupa!... ¡Si su-
pieras cuánto bien nos hacen ! . . . Mucho tarda don
Carlos en decir si allá en el campo se divisa algo.
¿No quiere usted que subamos, señora?
— ¿Pafa qué hija? Ya nos dará él noticias. Tú
sabes que cogiendo el anteojo no hay medio de
quitárselo ; es como un capitán de buque que se
GRITO DE GLORIA 167
empeña en descubrir la costa aunque esté á cien
millas.
Y la señora se sonreía con el rostro encendido
por la impresión, atrayendo á la joven en un dulce
movimiento de simpatía.
— ¡ Ah, no ! — murmuraba Guadalupe; tan pronto
no han de llegar niña. ¡Ni que tuvieran alas! Y
si llegan han de ser tantos que hemos de sentir el
ruido de lejos.
— ¡Yo no sé; pero creo que llegarán pronto!
— ¡Si viera, niña, los paulistas : sucios que da
miedo!... Los otros no han devenir más limpios;
pero para esos tendremos ropa planchada y pon-
chos nuevos. Los pobrecitos han de estar muy ne-
cesitados con tanto andar á todos rumbos dur-
miendo al raso y pasando miserias...
— Cállate, Lupa : ¿ qué sabes tú ?
— Yo no sé, niña, pero adivino. . . ¿ Y qué im-
porta? Ellos á donde quiera que lleguen han de en-
contrar almas buenas que les hagan el gusto. No son
como estos individuos que apestan de lejos y andan
como maletas en los reyunos.
En esto oyóse la voz de don Carlos, que bajaba
tramo á tramo, diciendo :
— Aún el lente no dibuja nada que se parezca á
hombre, allá en el Cerrillo. . . Por aquí cerca pu-
lulan soldados de la plaza en partidas que andan
venteando las afueras. ¡Maldito campo taciturno!
Ni un pájaro vuela espantado.
El español apareció en la puerta con su cabeza
168 E. ACEVEDO 1>ÍAZ
rígida y Lis manos debajo de la capa, castañeteando
los dedos con impaciencia.
— ¡ Nada ! — continuó violento. No hay más que
quieren desesperarlo i uno en esta ineertidumbre
en que se vive. Acaso esta negrilla ha confundido
cangrejos con caracoles, porque yo no me explico
cómo detrás de los ciervos no han aparecido los
cazadores... Siquiera el cuerno ha debido oírse á
lo lejos denunciando que se viene sobre la pista de
la res cansada.
Al sentir la voz del amo, Guadalupe con un pre-
texto se había vuelto a la calle.
— No seas impaciente, — dijo la esposa; al fin
han de asomar.
— ¿ No crees lo mismo ? — agregó abrazando á
Natalia.
— ¡Sí, sí! — contestó ésta con ingenua alegría.
Llegarán y quedarán cerca de nosotros; siquiera sa-
bremos que están ahí.
Don Carlos movió la cabeza y se fué á su es-
critorio. No podía conformarse con tanta creduli-
dad. Lo lógico era que las tropas brasileñas hubie-
sen llegado COI1 las lanzas de los « insurgentes » en
los ríñones upara el electo moral)».
Apenas él las dejó, las dos mujeres subieron al
mirador. L'na en pos de la otra usaban del anteojo,
graduándolo de distintas maneras en el alan de dis-
tinguir alguna cosa sospechosa en los apartados ho-
rizontes.
La reglón del norte estaba desierta, con sus lo-
GRITO DE GLORIA. 169
madas y valles vestidos de esmeralda inundados de
luz. Algunos animales se destacaban como puntos
negros en los declives ó junto á los hilos de agua
que doraba el sol con vivos reflejos. A trechos al-
gunos ombúes despojados de follaje en las copas,
pero anchos y ramosos en su medio, se elevaban á
grande altura en parejas solitarias, como mudos cen-
tinelas indígenas enclavados al frente de las viejas
almenas.
— ¡ Cierto !— dijo Natalia. Todo está solo.
— Uno que se presentase ahí, bastaría á animarlo,
hija ; pero no desespero en verlo llegar. Yo lo co-
nozco bien ; es capaz de venir !
La joven bajó el anteojo, y miró á aquella ma-
dre amante con tal aire de ardorosa confianza que
ésta no pudo menos de tenderle los brazos y es-
trecharla contra su seno. Después volvieron á mi-
rarse las dos con los ojos húmedos, como si al-
guna lágrima los hubiese bañado ; pero sonrientes,
conmovidas por la misma emoción, abrigando quizá
idéntica fe á pesar de la ignorancia en que vivían.
— Bajemos — dijo la señora. El goce queda para
la tarde.
— ¡No! — murmuró Natalia con cierta entona-
ción grave ; — para el sol de mañana. Verá usted ! . . .
La madre de Luis se puso á reir, y ella la acom-
pañó como una aturdida, mientras bajaban.
Ponían el pie en el patio, cuando Guadalupe se
acercó corriendo.
Regresaba la negrilla mucho más agitada que la
otra vez, temblando, llena de aspavientos.
170 E. ACEVEDO DÍAZ
Sus amas se quedaron sorprendidas.
— ¡ Lupa ! — exclamó la joven ; ya me parece que
de todo haces una montaña. ¿Que pasa?
Guadalupe se cuadró como un soldado ; puso sus
dos manos en el pecho, los ojos en blanco y alargó
el labio inferior.
— No se figura, niña — contestó muy autera ; no
adivinaría su mercé lo que acabo de ver, ahí en la
bocacalle de San Carlos con estos ojos que no son
ni pizca de tuertos. . . ¡ Oh. si asombra, niña ! La
gente de á caballo que iba para el hueco de la
Cruz, no hace un ratito, se paró á dar paso á un
carretón que cruzaba con enfermos. En eso yo lle-
gaba á la esquina ; y estando á la curiosidad sin
hacer mal á nadie, un soldado del escuadrón flaco
y viejo me guiñó el ojo, y dijo como para que
ninguno lo oyese: «retinta, decile al patrón que
me han pialao en un entrevero».
El quiso seguir hablando, pero la gente marchó
v va no pudo... ¡Me quedé tiesa, niña!...
— ¿ Quién e
— ¿Xo adivinó su mercé? [El capataz! ¡Don
CletO en persona con su pelo de carnero y su na-
riz de mojinete, muy señor en una muía reyuna
y con, lanza ! . ..
— [Qué estás diciendo Lupa! ¿\)on Anacleto
aquí ?
— Tan verdad es como esta cruz, niña.
V la negra cruzó el pulgar sobre el índice be-
sándolo.
GRITO DE GLORIA 171
— Pues que lo juras, así será. Lo habrán tomado
prisionero. Es preciso que de algún modo le ha-
bles y averigües todo... Tendrá él mucho que
decir . . .
Cuando trajeron á mi padre de la estancia dos
días después de la muerte de Dora, él se quedó
allí con nosotros haciendo compañía á su hijo de
usted, que entraba en convalescencia de sus heri-
das. Souza no les hizo ningún daño. También que-
daba Esteban que tanto quiere á su amo, y que
era el que más lo asistía á toda hora con un cui-
dado que daba gusto. . .
— ¡Oh, el pobre negro! — murmuró la madre.
¡ Es muy fiel ! . . .
— ¡ Después, quién sabe lo que habrá sucedido !
Han pasado muchos días, y todas estas cosas que
nos tienen en zozobra sin sombra de concluir
pronto.
— El me escribió al poco tiempo — dijo la se-
ñora. ¿Xo te acuerdas que te enseñé la carta, que
tanto consuelo nos trajo ?
— ¡Oh, sí! —repuso Xata, encendiéndosele la
mejilla al dulce recuerdo tal vez, de lo que el jo-
ven había puesto en la carta para ella; — ¡cómo
he de olvidar!... Pero yo me refería á lo de más
adelante, al tiempo que ya llevamos sin noticias.
Aíi padre me las pedía ayer en la carta que recibí
y que mandó Souza... Ahora podría decirle algo,
por lo que Guadalupe nos informa. ¡ Qué gusto
tendría él en conversar con don Anacleto !
172 E. ACEVEDO DÍAZ
— Yo trataré de verlo, niña... Si su mercó me'
da permiso voy hasta el huecc de la Cruz, adonde
ha de estar acampada la gente.
— ¿Y si no consienten que te acerques, Lupa ?
— Déjeme su mercé ¿\ mí sola que yo he de
buscarle la vuelta : más si están de guardia los
pernambucanos, que me dicen siempre trompuda
porque no les hago caso...
Xo pudieron sus amas reprimir una sonrisa ante
la ocurrencia de la esclava ; quien sin esperar ór-
denes, acostumbrada como estaba á insubordinarse
cuando así convenía á la casa, emprendió veloz el
camino de la calle.
Dejáronla ir en silencio, sin voluntad para de-
tenerla.
XV
Al habla con don Cleto
El hueco de la Cruz, hacia el mediodía, era un
sitio despejado á cuyos flancos culebreaban tortuo-
sas callejuelas orilladas de edificios bajos, chatos, de
teja y ventanillos de verjas salientes, especie de
plaza alumbrada á candil por la noche, y de día
centro escogido de los vehículos de carga ; por
manera que desde la carreta al carromato y del
/
GRITO DE GLORIA 173
carretón al carretoncillo, y desdo el carricoche al
último carrocín la industria de transportes vivía allí,
y en el hueco hacían parada sus conductores al
habla el «picador» con el carrocero sobre todos
los asuntos del día, los militares en primera línea,
como si fuesen temas de su exclusiva competencia
y ellos constituyeran algo como una democracia
del agora. Acudían también al hueco las negras con
sus pasteles y los pescadores con sus palancas,
cuando ya no quedaban sino rezagos de la factura '
ó de la pesca, para hacer su último despacho por
medias «patacas» ó por «cuartillos».
Ese día sin embargo, no se veían ni carretillas
ni carromateros en aquel patio de los milagros ó
plazoleta de murciélagos. Sólo uno que otro ve-
hículo de comercio ambulante, con el pértigo en
tierra y la culata levantada, eran objeto de asedio
por parte de la gente de la milicia allí apostada,
la que á prisa se proveía de artículos de que había
carecido algún tiempo.
Guadalupe llegó á este sitio en pocos mo-
mentos.
Un centinela la hizo retroceder á pesar de sus
protestas, cuando muy seria y alcotana iba á en-
trarse en el hueco.
Con todo, no se afligió ella por esto.
En la esquina cercana se hallaban varios oficiales
de caballería de línea, á caballo todos menos uno,
que la miró con cierta curiosidad mezclada de sor-
presa.
174 E. ACKVEDO DÍAZ
Guadalupe lo conoció al instante. Era el teniente
Souza con la casaquilla abrochada hasta el collarín
y un capote echado sobre los hombros.
Esperó á que los otros se apartaran, lo que de-
moró bastante rato.
Así que halló propicio el momento, y antes que
el teniente se fuese al próximo cuerpo de guardia,
frente á cuya entrada tenía del cabestro un soldado
su montura, dirigióse á él rápida y atrevida.
El centinela que era un pernambucano de cabeza
aplanada, nariz de carpincho y labios como espon-
jas, incomodóse al verla pasar sin mirarlo, v dando
un golpe en la caja del fusil que llevaba al tercio,
dijo brusco :
— ¡Nao se pode pasar, revoltosa!
— Calíate hocicudo — respondió la negra; y si-
guió con mucho aire su camino.
Como la viese llegar presurosa, el teniente Souza
se detuvo. I. a conocía de tiempo atrás. Ella acom-
pañaba á don Luciano Robledo y á Natalia cuando
él conducía preso al primero, después de una re-
friega habida en su campo entre una banda de « ma-
treros » y un destacamento portugués. En cada posta
ó parada, la negra le servía con solicitud á la par
de sus amos. El cariño que parecía profesarle y el
esmero extremoso cu atenderlos, redoblando en
cada etapa su actividad y su celo, atrajéronle la
simpatía de] oficial, que miró en ella un modelo
de criada liel y sumis.i.
Recordando opresiones del viaje oblij
GRITO DE GLORIA 175
de la familia Robledo, esperó que Guadalupe se
aproximase; y así que la tuvo cerca, le preguntó
en buen castellano:
— j Qué buscas tan apurada !
— Soy Guadalupe, para servir i su mercó.
— Ya sé. Dime qué deseas, y en qué puedo serte
útil.
— ¡Sí, señor! Vea su mercé: ahí en el hueco
está acampada una gente que creo que es de Mi-
nas, toda bozalona y . entruza, que ni sabe las ca-
lles. Entre esa gente está el capataz de la estancia
de mi amo que ha de traerme noticias de una her-
mana mía que tengo en Santa Lucía arriba, por
las puntas ; pero sucede que no me dejan conver-
sar con él, ni siquiera acercarme unos pasos...
El oficial, que se estaba sonriendo, la interrum-
pió interrogando :
— ; Ese capataz es aquel hombre viejo que yo
conocí en Tres O iribúes ?
— El mismo en cuerpo y alma, señor: un ve-
gestorio de nariz de loro, con una barba de chivo
y ojos que reverberan; pero tan manso que no es
capaz de hacer mal á ninguno, como que lleva es-
capulario y es devoto de la virgen purísima... Si
su mercé se acerca lo ha de columbrar de aquí
junto á alguna carreta por no perder la costumbre
de echarse á la sombrita con los bueyes . . .
— ¿Tanto interés tienes en hablarlo? dijo Souza ;
sin dejar de reir.
— Ya lo ve su mercé . . . aunque más no fuese
aquí al lado de ese centinela, como un favor.
176 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¿ Cómo se llama ?
— Anacleto Lascarlo.
Quedóse el teniente un instante pensativo. En
seguida llamó con una seña á un sargento y dióle
órdenes en voz baja.
El sargento dirigióse á la plaza, y no tardó en
regresar con un hombre avanzado en años, de mi-
rada avizora, pobladas cejas y barbas, y una nariz
ganchuda.
Eo cuanto lo divisó Souza, sonrióse de nuevo,
preguntando á Guadalupe :
— I Ese es ?
— En carne y hueso, señor.
— Bueno — agregó el oficial dirigiéndose al viejo;
puede usted hablar con esta mujer libremente pero
sin apartarse de -aquí, porque las órdenes son rigu-
rosas.
Esto diciendo hizo un gesto al sargento y se
alejó hacia el cuerpo de guardia sin esperar los
agradecimientos de Guadalupe.
Don Anacleto bastante sorprendido, aunque (irme
sobre sus talones, observaba todo callado.
Cuando la negrilla lo estimulo á hablar, costóle
á él persuadirse, recordando sus anteriores diferen-
cias caseras que ella no pretendía mofarse de .su
precaria situación presente.
Y un tanto caviloso le dijo :
— ¿Cómo te va yendo Lupa?... Mucho hace
que no te vía después de tantos enriedos que se
vienen anudando lo momo que tira de torzal. Siem-
GRITO DE GLORIA 177
pre guapa y pintona como breva ! . . . ¿Y la niña ?
Reventando estoy por verla á juerza de suspirarla
en la ausencia y en las penas grandes que he pasao
desde que me balearon el overo . . .
— ¡ Cállese ! — lo interrumpió Guadalupe ponién-
dose un dedo sobre los labios con aire de suma
gravedad. Necesitado ha de estar de ropa, por esos
andrajos que trae colgando como lana de barriga.
— ¡ Lastimoso vengo, Lupita ! — dijo el viejo.
Pero la culpa tiene esta vida melitar que lo vuelve
á uno cola, en que todos los abrojos se agarran . . .
Te asiguro que cai por un evento en la embestida,
y me enancaron cuasi sin conoscencia. Cuando
acordé me vide entre trescientos babuinos que me
hacían guiñadas, todos montados en reyunos.
— ¡ A ver si cierra esa boca don Cleto ! No pa-
rece sino que es un tigre escapado de la jaula.
— Tigre nací, negra amorosa, y tigre he de mo-
rir porque en la sangre está el pecao y en la edad
la penitencia. . .
Pero este no es mi pago, y mejor es no chi-
flar.
— Por fin dijo una cosa de fundamento. . . ¡ Vea !
ropas ha de tener luego, y plata también si pre-
cisa, que los amos se lo han de mandar todo sin
mezquinarle. Ahora es el caso de que me dé noti-
cias del señor Luis María, porque es mucha la aflic-
ción que hay en la casa y no se sabe de él nada
hace tiempo. ¿Dónde lo dejó don Anacleto? ¿quedó
bueno ?. . .
12
178 E. ACEVKÜO DÍAZ
El viejo giró la cabeza con lentitud á todas par-
tes ; miró al sargento que estaba parado á algunas
varas de distancia, dándoles la espalda, y al centi-
nela que se paseaba muy amoscado con los ojos
siempre vueltos á ellos; y enseguida contestó con
aire serio :
— Mi teniente está sano y fuerte como un « ya-
tay ». Lo dejé en el paso del Rey con toda la tropa
del general Lavalleja que se viene zumbando aquí
derechito, como si juese una bala de cañón..
— ¿ Está seguro que el señor Luis María que-
daba bien, don Cleto ? — volvió á preguntar la ne-
gra impaciente.
— Tan güeno, que á causa de una orden que
me dio de seguir á un bombero, antes que la gente
se moviese del campo, me mataron el overo des-
pués de un encuentro bravo con una partida de
mamelucos. El mancarrón me aprieto, y ansina
mesmo les puse cara fea peléaodolos de uno á uno. . .
— Pero ¿y el señor Berón, don Cleto?
— Mi teniente guapo, ya digo. Esteban no lo
deja. A poco de venir el patrón preso, mejoró del
todo. Después se apareció eu el campo el capitán
Yelarde con un grupito de patriotas; tomó á la
guardia de golpe v zumbido, matando á unos y na-
ciendo «majada» con los otros. Entonces marcha-
mos á [untarnos con Lavalleja, y dentramos en el
escuadrón de Oribe... Mira, Lupa; no pueden tar-
dar en venir. Decile á tu .una que están al caer,
i líente no m
GRITO DE GLORIA. 179
— Voy ya, ya. . . Y en la estancia ¿ quién quedó
cuidando ?
— Calderón y los otros viejos. Querían irse al
olor de la pólvora con las masetas hirviendo, pero
yo no consentí. Había que atender el campo, y mi
« terneraje » flor que tengo metido en un potrero
del monte. ¡ Si me falta uno, á la güelta de la
guerra los achuro!
— ¡Eso es! ¡por sus terneros!... ¿ Y los inva-
sores son muchos, don Cleto ?
— Como una nube ¡ Hay más de mil prisione-
ros. . . pero nos están mirando mucho, Lupita !
— Mejor es que lo deje — dijo la negra, ente-
rada ya de lo bastante. Si le dan licencia alguna
vez, vaya por casa.
— Lo he de hacer, aunque más fácil juese que
rumbiase ajuera. ¿Y el patrón?...
— ¡ Recién pregunta ! Preso desde que llegó. . .
— No dejes de verme, Lupa. Hasta luego. . .
Acordate de la ropa y de unas cuantas «patacas».
Sin hablar más palabra la esclava se dio vuelta y
se marchó veloz, desapareciendo tras de la próxima
esquina.
Iba satisfecha ; pues había averiguado cuanto le
interesaba saber, venciendo la ojeriza que tenía al
capataz. La idea de que su joven ama se sentiría
feliz al verla la llenaba de un goce indecible ; pero
no dejaba de contribuir á esa fruición el detalle de
que Esteban venía siempre al lado de su amo. Esto
la complacía en extremo, sin que ella se diese cuenta
180 E. ACEVEDO DÍAZ
del motivo : acaso pensaba macho más de lo que
quisiera en la sombra negra que iba en pos del
señor Luis María.
Y como si temiese que alguien le descubriese el
pensamiento un tanto egoísta que la preocupaba,
encogíase de hombros andando y decía á media
voz:
— ¡ Algún gusto le ha de llegar á una también !
Creía de buena fe que todos los deseos queda 1
rían llenados con la presentación de aquella hueste
«como nube», en las cercanías de Montevideo.
¿Qué importaba el enorme cinturón de murallas
unido por aquel grueso broche que se llamaba ciu-
dadela? ¿Qué los cañones que asomaban sus bocas
sobre la escarpa y el foso á modo de fieras ham-
brientas ? ¿Ni qué los batallones y regimientos bien
armados y vestidos que se movían dentro del re-
cinto como una gran serpiente que desenrosca sus
anillos y luce sus escamas en los muros de su jaula
buscando salida para desperezarse ?
lo eso DO tenía Importancia. Llegando aqué-
llos, se pondría pronto al habla. Hila era capaz de
salir á verlos y de volver á entrar con muchas
novedades, sin que las guardias se lo privasen. Ahora
se sentía con un valor que nunca hubiera sospe-
chado. Que la sangre de su raza era briosa, lo
probaban Esteban y tantos oíros compañeros que
venían en las filas sin ». ¡ Verdad que eran
nativos y se habían criado entre señores !
Entre estas y otras reflexiones semejantes (¡na-
GRITO DE GLORIA 181
•dalupe llegó á la casa, entrándose casi corriendo
hasta el jardín.
La estaban aguardando con ansiedad visible. Por
lo que á modo de borbollón, empezó a hablar
trasmitiendo todos los informes recibidos entre de-
mostraciones de júbilo.
Sus amas llegaron hasta cogerla de las manos
en su alegría, haciéndose repetir uno por uno los
detalles que oían con un placer cada vez cre-
ciente.
¡Oh, entonces él venía también, sano y bueno!...
Siquiera ya no había duda sobre lo ocurrido, aun-
que empezaran nuevas zozobras para el mañana.
Pero ellas sabrían más pronto lo que pasase allí
cerca; inventarían algún medio de comunicación,
aunque se echaran los cerrojos á los portones al
toque de queda, y se formase un cordón inmenso
de centinelas de este lado del foso.
No era un muro de granito el que había de evi-
tar que las frases de cariño llegasen a la zona en
que ellos debían detenerse. Esos .como gritos del
sentimiento y de la pasión volarían por encima de
los baluartes y baterías, sin que fuesen escuchados
por otros oídos que por aquellos á quienes serían
dulces y gratos.
Don Carlos Berón vino á compartir con las se-
ñoras el regocijo. Enterado de todo no ocultó su
impresión de alegría, ordenando en el acto que en
su nombre y en el de Robledo se llevasen ropas á
don Anacleto, con una buena cantidad de « pata-
cas» para sus vicios.
182 E. ACEVEDO DÍAZ
¡ Ya era mucho lo que el capataz les había co-
municado después de tantos días de incertidumbres
y pesares !
Xata estaba sonriente, fresca como una rosa, agi-
tándose sin cesar. Brillábale en los ojos una frui-
ción íntima que la estremecía toda, como si la
tomase de sorpresa aquella emoción que hacía mu-
cho tiempo no experimentaba de una manera tan
intensa. La madre del ausente la seguía en todas
sus manifestaciones con mirada cariñosa.
Estas dos mujeres habían llegado á quererse. Una
y otra se sentían vinculadas por el lazo de un
hondo afecto; el que cada una á su modo profe-
saba al joven voluntario. Día'á día, á veces horas
enteras, lo habían recordado con afán haciendo vo-
tos por su ventura. En esas confidencias llegaron á
creer que serían oídas y se lisonjeaban de que sus
esperanzas y vaticinios se cumplirían contra todas
las eventualidades de la suerte.
Sin embargo, cuántas congojas las asaltaron y
aún las asaltarían ! ¡ Era tan voluble la fortuna, tan
caprichoso el éxito en las luchas crueles ! La muerte
acechaba á cada paso, á cada minuto, á los que se
batían.
¿Caerían otra vez en la taciturnidad preñada de
tristezas? ¡Quién sabe cuántas nuevas impresiones
-•servaba el porvenir, allí, en medio de ene-
., donde se cuidaba no decirse nada de favo-
rable á los «insui , aunque un grande m;i
testar reinante, una ráfaga fría de odios y vengan
zas llegase hasta el fondo de los bogare. !
GRITO DE GLORIA 183
XVI
Desde el mirador
Al día siguiente temprano, Natalia fuese al mi-
rador.
Era éste un cuarto muy pequeño con techo de
teja y dos ventanillos, uno que miraba al norte y
el otro al este. No tenían rejas; por manera que
el anteojo tenía que ser apoyado en el alféizar
cuando se quería mirar al campo para mayor co-
modidad, poniéndose el observador de rodillas so-
bre una banqueta acolchada colocada allí con ese
objeto.
Natalia se hincó limpiando con esmero el lente
hasta dejarlo sin una mancha, para lo cual había
separado el disco del tubo. No contenta con esto,
lo empañó varias veces con el aliento, para repa-
sarlo y complacerse luego en la limpidez y trans-
parencia del cristal.
Arreglado convenientemente el catalejo, que ella
miraba con cariño como á un compañero que le
señalaba el secreto de las soledades, lo apoyó en
el alféizar, y dando un suspiro cerró uno de sus
bellos ojos acercando el otro al vidrio.
Todo fué una nube color de agua al principio ;
184 E. ACEVEDO DÍAZ
una visión del vacío, con sus estrías misteriosas y
su claridad difusa.
¡Aquel plano inclinado era muy defectuoso, ó
era que ella por hábito miraba demasiado arriba,
al azul celeste !
Movió con suavidad el instrumento, procurán-
dole una posición más adecuada entre susurros
incomprensibles cual si estuviese regañando á un
ser querido.
Enderezólo bien hacia el Cerrito.
Después, volvió á acercar la pupila húmeda y
brillante.
Tuvo algunos instantes la vista fija ; era una mi-
rada ansiosa, profunda.
De pronto el párpado vibró; las manos cogidas
al catalejo se estremecieron, toda ella experimentó
una conmoción.
Bajó el tubo temblando, volvió á contemplarlo
con cariño, y pasóse la mano por los ojos como
si algo los nublase.
Cuando de ellos la retiró, una sombra estaba de-
lante ; sombra inmóvil, silenciosa.
Natalia se levante) de súbito, y abrió los brazos
sin abandonar el catalejo.
— ¡Oh! — exclamó con u\\ acento inexpresable.
ahí . .. madre !
La señora de Berón, pues era ella la que aca-
baba de presentarse en el observatorio obligado,
ávida de nuevas, cogió el catalejo besando i la jo-
ven sin decir palabra.
GE1T0 DE GLORIA 185
Luego puso una rodilla en el almohadón acos-
tando el tubo en su apoyo del marco, y observó
á su vez.
La visual recorrió primero parte de la bahía de
aguas semi-azules y serenas sembrada en su centro
de queches inmóviles, de goletas sm gavias rasas y
linas, de polacras con las latinas velas recogidas,
de veloces falúas de carroza á popa y de lanchas
de atoaje gobernadas con espadilla y remos pare-
Íes, que remolcaban lentamente hacia fuera dos
barcas cargadas de frutos.
Rozó de paso la isleta pedregosa que en la pri-
mera guerra tomó Quesada por asalto con un des-
tacamento de dragones que llevaban los sables entre
los dientes, y que ahora en vez de la bandera ibé-
rica y portuguesa, enseñaba la brasileña en lo alto
de un asta enorme.
Detúvose en la ribera circular, como un esquife
que embica empujado por el viento, allí donde se
derraman tributarios humildes el Pantanoso y el
Miguelete; y alzándose ansioso, púsose al nivel del
pequeño morro que esos dos hilos de agua flan-
quean y casi circundan nutriendo la gorda tierra
de sus declives.
Entonces alcanzó a ver lo que había conmovido
;i Natalia.
Un reducido escuadrón tendido en línea sobre la
cumbre destacábase correcto, quieto, muy visible
en medio de la atmósfera sin celajes.
Aparecían los ginetes de un tamaño diminuto;
186 E. ACEVEDO DÍAZ
las lanzas como atinjas verticales ; la bandera de co-
lores vivos enarbolada en la cima como un guión
de compañía. Tres de estos ginetes recorrían la fila
sencilla. En manos de uno brillaba de vez en cuando
un objeto herido por el sol, acaso un clarín, cuyos
ecos ahogaba la distancia.
En el fondo del diorama luminoso no se veía
más que el cortinado azul del cielo, y una que
otra nubécula como capullo blanco sobre la linea
del horizonte. Ni un convoy asomaba en las coli-
nas, ni una pieza de artillería se erguía en sus afus-
tes á modo de luciente escarabajo, ni una carreta
forrada en piel de toro subía las cuestas con su pe-
sadez de piedra. ¡ Ah ! ¡Pero ellos estaban allí!
La distancia era grande; no se podía determinar
personas. Apenas se percibían mayores que el puño.
I Qué importaba esto ? Lo esencial era que ya
habían clavado en la cumbre su bandera.
La madre apartó la vista del lente para mirar á
Natalia. Expresaban sus ojos la alegría y la ternura.
— Ya no cabe duda — dijo dulcemente. ¡ Están allí !
En ese momento un paso conocido se hizo oir
en la escalera, y no tardó en aparecer don Carlos
cejijunto, con la mirada desconfiada, un tanto ner-
vioso, caído el gorro de piel de mono sobre la
oreja derecha.
— ¡Mire usted, señor ! « - murmure) Natalia es-
tremecida; ¡ mire usted ! . . .
V le señaló el Cerrito con un aire tal de pasión j
acento tan candoroso, que el viejo se metió el gorro
GRITO DE GLORIA 187
hasta las cejas sin atinar en lo que hacia, y luego
la cogió de las dos manos como tomado de im-
proviso clavando en ella sus pupilas oscuras, fijas,
inquisidoras.
— Sí, — dijo, como adivinando — sí . . . Deben es-
tar, hija. Es forzoso que estén . . . Habrán llegado
en el alba de hoy sin duda alguna, porque así les
convenía. ¿ Qué te parece mujer ? Dame el anteojo.
¡ Hem ! . . . Siempre sostuve en que tenían que llegar
esos bizarros descendientes de españoles.
Y mientras se apoderaba del catalejo y lo arre-
glaba á su gusto, pálido, trémulo, proseguía apa-
rentando dominio sobre sí mismo :
— ¡Descendientes en línea recta! luso de a tupa-
maros», no fué más que una pequenez rencorosa.
Sí, señor. En línea recta. La sangre es la misma
en los más, bravia, castellana. Si desconocemos aquí
la semilla, ¿á qué queda reducido el honor de Es-
paña ? . . . ¡ Tontería ! Estos valientes son dignos del
romancero ¡ ya lo creo que son ! Sin lisonja ba-
nal de que soy enemigo.
Veamos... Sí! Sobre el airoso montículo ob-
servo bien claro el grupo y los movimientos, la
bandera, los jefes que andan de uno á otro lado,
un clarín que va detrás, banderolas en las lanzas,
carabinas al tercio; buenas figurillas de soldados á
fe mía ! El escuadrón maniobra con la dureza de
una regla y el aplomo del cuadro veterano. . .
Y esto diciendo, el señor Berón sacudiendo la
cabeza, apartó el ojo del lente, para acercarlo sin
mayor dilación, agregando :
188 E. ACEVEDO DÍAZ
— Levantan la bandera que de aquí no es más
grande que una cofia, y la elevan muy arriba. . .
¡ Bien hecho ! ¡ Es una bandera tan digna como la
más pretenciosa, por Santiago ! La llevan hombres
que saben combatir, que a nadie tienen miedo
desde que vienen á la boca del peligro como quien
va á caza de « mulitas «... ¡ Cosa singular seño-
ras mías, que la causa que ella simboliza haya sido
siempre agobiada por el número y que nunca haya
sido sin embargo vencida !. . . Eso me entusiama de
veras. Xo me vengan con que son pocos, que nada
valen, que nada pueden, que nadie los respeta, que
todos los estrujan ; porque puede y vale el que se
impone al fin de la jornada, y á eso van pese á la
fuerza y á los poderosos estos pobrecitos perdidos
en un rincón del mundo.
Verdad que ese rincón vale más que un Potosí.
Así se explica que se vengan á las manos de esta
manera descomunal, nunca vista, sin lijarse en el
CUantum ni en la especie, á pecho descubierto y
visera levantada, ni más ni menos que el héroe de
Cervantes frente á los molinos de viento. ¡Por Cristo,
digo y juro! Esto DO es racional ni hacedero, ó yo
soy un calvatrueno sin sentido común. . .
Don Caflos asi hablando, levantó crispado un
puño.
Y sin separar la vista del instrumento, impuso
con el índice un silencio que nadie pensaba inte-
rrumpir, añadiendo :
' — ¡A no ser que ésta no pase de una gran
ÜRITO DE GLORIA 189
guardia ! Tal vez el grueso esté detrás de las lo-
mas un tanto agazapado, como gente que lo en-
tiende. . . No hay que fiarse cuando la maña acom-
paña al valor; pues ningún matrimonio de esta clase
fué nunca desgraciado.
— ¡ Cuántas cosas estás diciendo ! — interrumpióle
la señora en tono dulce y reposado. Mira bien, por
si más feliz que nosotras descubres á Luis María.
— ¡ Hum !. . . Eso mismo procuro desde el princi-
pio ¡ Pero mujer, si son como soldaditos de plomo !
Ya no me da el ojo. Bien distinto era unos diez
y nueve años atrás cuando yo revistaba también en
filas. ¡Donde ponía ese ojo ponía la bala!... Qui-
siera distinguir á algún gallardo oficial de morrión
azul con plumas blancas de cisne, de uniforme bien
ceñido, montado en un bridón fogoso de pelo ala-
zán, para comunicarte algo de agradable. A pesar
de mi empeño no diviso más de lo que digo ; mu-
ñequitos que se agitan allá en la comarca verde.
Ahora veo que se dividen en tres grupos y que
marchan por distintas direcciones; uno rumbo al
cerro, otro hacia el Buceo; el último queda firme.
No... ya se mueve también en escalones muy bien
alineados y viene hacia acá como para formar una
parada de día de fiesta.
¡Diablos! ¿ Qué dirá esta gente? Debe estar muy
azorada ; tras de la corrida de los « mamelucos »
un avance en son de ataque.
Ya van desapareciendo entre los pliegues del te-
rreno. . . El primer grupo no se ve. El segundo se
190 E. ACEVEDO DÍAZ
alcanza á divisar por encima de las lomadas á me-
dio cuerpo, trotando largo. El del centro sigue ade-
lantando ; se detiene ahora un momento. . . se des-
via ; la emprende al galope por el camino travieso
á bandera desplegada, rumbo al Cardal, allí donde
tan duro nos refregamos con los ingleses el año
siete. . . Seguramente esta avanzada viene á ocupar el
medio de la linea, en cruz con la que parte de la
ciudadela por la carretera que va al interior.
Don Carlos calló de pronto sin dejar de mirar.
Su esposa estaba de pie a un paso con los bra-
zos cruzados sobre el pecho, atenta á sus palabras
y gestos. También Natalia muy quieta, caídos los
brazos y entrelazadas las manos ; pero tan cerca de
él que el viejo podía sentir el calor de su boca y
los latidos de su pecho.
El señor Berón seguía cogido al instrumento, en-
carnizado, dando á su cuerpo todo género de in-
flexiones y al tubo un movimiento de altibajo v de
diestra á siniestra, cual si persiguiese el volido le-
jano de una bandada de aves extrañas, ó si bus-
case en los huecos de las quebradas la cabeza de
una columna formidable como en su deseo la que-
ría para poner á prueba las tropas del recinto.
visión Ó este miraje no se produjo.
Sin embargo, al abandonar el anteojo su rostro
•aba satisfacción.
En seguida bajó la escalerilla con más apuro que
Se iba munnurainl
GEITO DE GLORIA
191
— ¡ Sitio largo !. . . Tan largo que me parece será
como el de Hondean en tiempo de Elio. Pero esto
marcha. . . ¡ Sí señor, marcha !
En su gran tienda había bastante concurrencia.
Los dependientes desplegaban extrema actividad para
atender á una demanda excesiva. Desdoblaban, ten-
dían y volvían á subir objetos en silencio.
Se hacía compra de lienzos fuertes, ponchos y
jergas.
En la ferretería se pedían utensilios de cocina;
en la sección de suelas caronas, «lomillos», ren-
dajes y estriberas.
Cruzábanse las voces rápidas ; recogíanse los efec-
tos, deslizábase el dinero de una á otra mano en
cobre ó en plata. Veíanse confundidos junto al
mostrador soldados de infantería y «mamelucos»
como se llamaba á los paulistas, los cuales pare-
cían empeñados en vivos diálogos sobre algún
suceso de interés palpitante. De vez en cuando
miraban hoscos á los encargados del despacho, di-
ciéndose entre ellos frases cortadas de intención
aviesa. Los despachantes, todos españoles, son-
reían.
— ¡ Gruñen ! — murmuró don Carlos de entrada
no más, y observando de reojo á los brasileños.
Restregóse las manos y se entró á su escritorio,
oculto tras un cancel.
— Pueden gruñir á su gusto, como los pécaris
cuando se aglomeran. ¡ Ya les dirán de misas ! . . .
Y puso el oído muy atento.
192 E. ACEVEDO DÍAZ
Al parecer hablaban de la llegada de los inva-
sores y de medidas enérgicas que se habían dic-
tado con este motivo. Ei murmullo de palabras y
de toses con otros incidentes de detalle, no per-
mitía recoger ni seguir con claridad lo que se
decía.
Xo obstante él pudo entender que se habían he-
cho prisiones en personas notables, y que de la
plaza habían salido muchas por distintas brechas
de la muralla para incorporarse á los «insur-
gentes ».
Uno de sus amigos íntimos, penetrando de priesa
en el escritorio, confirmóle estas noticias muy
agitado.
El señor Berón lo escuchó con calma, y luego
díjole :
— ¿Todo eso prueba que la cosa camina, eh?...
| Está listo el pandero para una jota de ordago!
¿ Y las tropas se aprestan á salir ?
— Xada se afirma al respecto. Lo que hay de
verdad es que un gran sobresalto reina en los que
mandan. Lecor se muestra muy inquieto y ha pe-
dido refuerzos i la corte desde hace dos días.
Todo está en confusión. Los cuerpo; de línea ha-
cen preparativos de defensa, ó de marcha en sus
cuarteles.
— Aquí misino se encuentran varios soldados en
Compras de arreo, necesarios. ] L- visto que un
cabo acompaña á los pernambucanos, y un sargento
á los «mamelucos»: sin duda desconfían...
GRITO DE GLORIA 193
— La gente está descontenta. Dicen que se han
aplicado castigos hoy á algunos del primer cuerpo
por haber dejado pasar i un grupo por la muralla
del sur ; cuyo grupo se alejó á pie por la costa
en dirección al Buceo y se perdió de vista sin ser
perseguido. Se agrega también que en ese punto
y en el de Carreta se han desembarcado hombres
y armas ; por cuyo motivo ha habido una diferen-
cia entre el gobernador y el jefe de la escuadra.
— ¡ Ya es mucho, ya ! — dijo don Carlos todo
oídos y el gesto grave. ¡ No es asunto de reir á
fe mía ! Si de Buenos-aires llegan contingentes y
del recinto se van, pronto los «insurgentes» serán
beligerantes.. . ¡ Desmentidme si podéis, señor mío!
— Por el contrario, estoy en ello. Con todo
conviene mucho no ser liberal en opiniones de este
jaez, amigo viejo; porque á la hora presente los
sabuesos andan en movimiento, y nada de extra-
ñar sería que fuésemos á una prisión flotante.
— ¡ Echaríamos el aparejo d los bagres ! — exclamó
don Carlos alegremente. Buen estreno en la nueva
vida de sacrificios por esta tierra que ya nos tiene
cogidos como d los troncos por la raíz . . . Pero
no ha de suceder esto tan sencillamente: somos
hombres mansos d condición de que no nos ma-
noseen, pues en llegándose a la injuria de hecho
todavía hay nervio, por Santiago !
Y don Carlos sulfurándose de súbito, levantó el
puño.
Su interlocutor como él viejo y oriundo del
13
194 E. ACEVEDO DÍAZ
antiguo reino de León, con muchos años de resi-
dencia en el país, era un hombre de mediana esta-
tura, de faz atezada mordida por la viruela, voz
ronca y locuacidad extrema.
Vivía de allí á dos cuadras en la calle de San
Francisco, en donde tenía su negocio; un depósito
de vinos, tabaco de la Habana y de Bahía y café,
del que se hacía muy regular consumo en la ciu-
dad, especialmente por los jefes y oficiales de la
guarnición.
Don Pascual Camaño — que este era su nombre
— ante la expansión de don Carlos tomó un as-
pecto serio y repuso :
— Si . . . Pero vamos a cuentas. ¿ A qué vienen
los revolucionarios? A redimir el país; está bien.
Pero ¿quién los apoya, quién se esconde detrás?
Este es el punto importante. Usted ve, los tiempos
se ponen malos y hay que mirar por los intereses,
precisar muy claro en cosas tan arduas y turbias.
Si creemos que esta es camisa y no jubón que nos
ha de llegar mas cerca del cuerpo, por lo que nos
atañe y nos conviene, usted por su hijo, yo por
mi sobrino y otros por sus entenados, ante todo
descubrir la filiación del m >vimieiuo para tomar
nuestras medidas con seguridad y conciencia . . .
Ahora, la demanda aumenta y la oferta afloja; se
vende hasta por ocio, la mercancía sale á buen pre-
cio, y antes que se rompa el pelo aprovechar
de hombres de tálenlo. Por eso ¿qué conducta
mejor que la de navegar de bolina? I.i tormenta
GRITO DE GLORIA 195
arrecia y mal piloto el que larga toda la vela en-
cima del escollo. Para mí tengo que se va á repe-
tir la fórmula de anexión que se juró al Brasil
por los cabildos y pueblos, en favor de las provin-
cias unidas . . . Será poner la camiseta al revés.
— ¡ El cuento del gallego ! — prorrumpió don
Carlos. Y aunque así fuese ¿ querría eso decir que
los nativos no anhelan ser en absoluto independien-
tes ? ¡ No, señor de Camaño : va usted en error
lastimoso! Consulte usted uno por uno á los de
esta banda, retínalos á todos si puede en mitad del
campo, allí donde ninguna influencia extraña llegue
y donde nadie hable del rigor de la necesidad que
los obligue a aceptar el concurso ajeno, aunque
fuera el de los colombianos que están en la ter-
cera esquina del mundo; reúnalos usted, por mi
madre, y pregúnteles si ellos pelean y se hacen
matar por la causa de otros ó por su propio bien-
estar. Dirían á usted á grito herido que exponen
el pellejo por su felicidad particular, por su terruño
encantado, por sus familias v sus bienes que valen
tanto como los del emperador del Brasil. ¡ Qué
otra cosa le habían de contestar, hombre de Dios ! .. .
Ahora, que usted me diga que sintiéndose débiles
entre dos piedras de molino, notando que van á
ser machucados se resuelvan á la incorporación d
las otras provincias, de acuerdo, sí señor ; de com-
pleto acuerdo. ¿ No intentaron lo mismo cuando
Artigas, como medio de salvarse ? ¿ Xo hicieron
igual cosa con don Juan VI, para salir de la boca
del lobo? ¿No reincidieron en idéntica pellejería
196 E. ACEVEDO DÍAZ
con don Pedro I, por la fatalidad de los hechos?
¡ Mil demonios ! . . . ¡Lo que todo esto significa es
que tienen instinto de conservación propia en me-
dio de sus mismas aventuras temerarias !
Y don Carlos se tiró para abajo las orejas de su
montera en un arrebato nervioso, poniéndose á pa-
sear de uno á otro extremo del escritorio.
— ¡ No entro en eso ! — dijo con cierta solemni-
dad don Pascual, no me gustan las honduras, ni
pesco mas que en aguas conocidas. ¡ Y yo sé lo que
me pesco ! . . . Mire usted, antes de hacerse buen
vino la uva se mostea ó se remosta. ¡ Sabe bien
entonces el añejo ! Opino que hay que conocer
bien la materia antes de enredarse en estas cuestio-
nes, como es preciso á veces el remosto antes de
llegar al lagar. De atrás del mostrador se observa
muy claro porque la inteligencia se aguza.
— ¡Sí, se aguza el ingenio, canarios ! ya lo creo
que se aguza y se llena la talega... ¡Qué señor
de Camaño ! No os ese el caso y voy derecho á
la cuestión. Diga don Pascual ; se encontraría us-
ted dispuesto a' abrir su gabeta para ayudar á bien
morir á los de la banda insurgente ?
El señor ('.amaño abrió enormes los ojos diciendo:
— ¿ Por qué me lo pregunta usted ?
— Por un tantico de compasión que me escuece
en sentido de auxilio á los ni. iS0S. Nunca vi
sin irritarme que la injusticia abrume al débil, y
usted que ha sido como vo soldado y que conmigo
cayó en la banqueta de la muralla al Sur aquella
GRITO DE GLORIA 197
noche maldita en que entraron los ingleses, ha de
pensar lo mismo ; que la sangre castellana nunca
fué de pato ni de cerdo ¡ sino Santiago me con-
funda, canejo !
Don Pascual que lo miraba azorado, se apresuró
á balbucear ya con disposición de retirarse:
— Hay que meditarlo despacio... no sería im-
posible, amigo mío. Por el momento el espíritu no
está muy sereno ... Y ahora se me cruza á mien-
tes que tengo que recibir una carga de tabaco de
Bahía en que viene la hoja flor, la de aquellos ci-
garros que á usted le gustan y que tanta salida
han hallado entre estos hombres fumadores que ro-
dean al gobernador. La carguita la trae el bergan-
tín-goleta « El Corcovado », de los más veleros que
cruzan el Atlántico, y ha de estar ya en franquía . ..
Ha de disculparme usted hasta pronto, mi querido
amigo.
Ya sabe usted un ojo en la política y cuatro en
el negocio sin incluir las gafas.
— Así es — repuso don Carlos ya más calmado.
Hasta pronto. Lo invito á comer en casa el do-
mingo, si no tiene compromiso.
— ¡Procuraré venir, gracias!
Y estrechando la mano de Berón, don Pascual
salió á prisa.
El viejo tosió, lanzando un juramento. Arreglóse
el gorro volviendo á su lugar las orejeras, aunque
hacía frío, y encaminóse á paso lento al comedor.
Era hora de almorzar. A pesar de eso las seño-
198 E. ACEVEDO DÍAZ
ras no estaban allí; lo que hizo suponer á don
Carlos que todavía permanecían en el observatorio
improvisado.
No se engañaba. Aladre y joven seguían tenaces
usando alternativamente del catalejo ; y fué preciso
que él fuese en busca de ellas para sustraerlas al
encanto de una esperanza que no consiguieron ver
realizada hasta esa hora.
La tarde., la noche, pasaron entre sordas inquie-
tudes.
Oíanse en realidad toques de trompa y de tam-
bores, marchas pesadas, rodar de trenes, toda una
agitación anormal en las estrechas vías del recinto
amurallado. Las voces, los galopes sobre las mis-
mas aceras de piedras enriscadas, el estridor de es
puelas, arreos, vainas y cascos completaban aquel
tumulto inusitado de tropas en son de combate.
La madre de Luis María y Natalia se asomaron
por una ventana.
Varios batallones estaban alineados á los costa-
dos de la plaza con sus armas en descanso y ban-
deras al centro, luciendo al sol sus uniformes y
morriones.
En medio de la calle de San Carlos algunas
piezas de un bronce bruñido enseñaban sus fauces
verdi- negras semi -atragantadas de escobillón.
Un montón de armones, avantrenes y cureñas obs-
truía con sus madzOS rodados la boca-calle de San
Pedro, con sus artilleros á los flancos montados en
nuil.;
GRITO DE GLORIA 199
Cuatro escuadrones de caballería con las carabi-
nas cruzadas á la espalda formaban columna á lo
largo de la de San Carlos, y á retaguardia de la
artillería.
Flotaban al aire los estandartes auri- verdes, re-
sonando toda una fanfarria de trompetas.
Movíanse de uno á otro extremo al galope es-
pada en mano, alféreces de rostro enjuto y tez de
cacao con una charretera de bronce sin canelones
sobre el hombro, y espolines de gallo en el tacón
de las botas.
En las filas reinaba esa descompostura que pre-
cede al momento de la marcha. Algunos soldados
ponían colas de cigarros detrás de la oreja : otros
chupaban «masacote» ó algún «ticholo» revenido.
Los semblantes expresaban cierta indiferencia ó con-
formidad pasiva propia del oficio, demostrando al-
guna atención solamente cuando las voces de mando
recorrían la línea a modo de recios y bruscos chas-
quidos.
Entre los ayudantes que pasaban impartiendo ór-
denes, uno llegó á detenerse un instante frente á
las ventanas de la casa de Berón, y saludó con la
espada. Era el teniente Souza.
A poco la charanga del batallón allí alineada
rompió en una marcha alegre ; el cuerpo formó en
columna y se movió.
El resto de las tropas siguió el movimiento arma
el brazo y paso de camino.
Don Carlos, que se había estado en la puerta de
2C0 E. ACEVEDO DÍAZ
su casa muy atento, entróse con rapidez en ex-
tremo nervioso.
— Éstos salen con animo de combatir — dijo á
su mujer. ¡Ya veremos!... Vamos á almorzar.
La señora tenía un aire resignado.
— Ven — dijo á Natalia. ¡No te aflijas! ¿Crees
que éstos podrán más, aunque sean muchos?
— ¡No creo madre ! — contestó la joven sonriendo
y estrechándola con su brazo de la cintura. Dios
ha de estar con ellos. . . ¡ Si yo estoy tranquila !
Y la miraba de frente, encendida y palpitante.
Sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas.
El señor Berón estaba cejijunto, callado. De vez
en cuando lanzaba frases ininteligibles, ó reñía á al-
guna negrilla del servicio por cualquier pretexto.
Sentáronse. El almuerzo fué silencioso, observán-
dose á los rostros unos á otros, preocupados, in-
quietos. Los ecos de las charangas que se alejaban
y que ya sin duda habían salido de murallas, lle-
gaban hasta ellos con un sonido hiriente, irónico,
desalentador. Parecían de esas músicas monótonas
é insultantes que se oyen en la liebre ó en las ho-
ras de duelo.
— ¡Qué soplar el trombón y mover el «chin-
chin ! » — exclamó la señora. Parece que quisie-
ran animarse.
— ¿Ha visto usted, madre? — repuso Nata en
un arranque de enojo que dejó sus labios trémulos.
¡Qué grada it taotOS contra un puñaditO, qué va-
lor tan caballeresco!... De ese modo podríamos ir
las mujeres todas, vestidas de corazas.
GRITO DE GLORIA
201
— ¡ Así es bija ! — barbotó don Carlos dando sa-
lida á un ronquido que se le había atravesado en
la garganta, sordo, bronquial, colérico. Estos «ma-
melucos » no acostumbran acometer un tronco sino
con veinte hachas; y asimismo cuando va á caer,
se ponen á distancia. . . por cautela.
En seguida de esta explosión, encerróse en abso-
luta reserva.
El ruido de los charangas alejándose cada vez
más, concluyó por extinguirse. Apenas apercibíase
casi apagado el redoble del tambor.
Una calma profunda reinaba en la ciudad ; y este
sosiego aparente llegaba hasta allí, embargando más
el espíritu.
Natalia se inclinó de improviso murmurando
suave al oído :
— ¡ El catalejo !
— Sí — dijo la señora. ¡ Vamos al mirador !
XVII
La primera refriega
Una parte de las tropas había salido de la ciu-
dadela ; la otra pasó por el portón de San Pedro,
uniéndose en la carretera del centro.
Después de un alto breve, la columna siguió
marcha hacia fuera camino recto.
2C2 E. ACEYEDO DÍAZ
Destacáronse dos escuadrones, uno con dirección
al arroyo Seco; el otro, á vanguardia, en descu-
bierta.
Nada de sospechoso se veía en los contornos
hasta tiro de cañón ; el campo estaba desierto, los
« potreros » sin los animales de pastoreo, los esca-
sos edificios por allí dispersos cerrados, tristes como
sepulcros.
Densos vapores se acumulaban en la atmósfera
interceptando por completo la luz solar, y empe-
zaba á correr de la costa un viento frío con ru-
mor de olaje.
La columna hizo una nueva estación á una milla
de los muros; á los pocos minutos continuó el
avance, en un trecho de ocho ó diez cuadras, y
se mandó armas á discreción.
El escuadrón paulista que hacía de gran guardia,
llevando en despliegue una guerrilla, encontróse de
súbito con tres hombres que, tendidos sobre el
cuello de sus caballos detrás de un cardizal, á dis-
tancia de cien varas, se incorporaron en sus mon-
turas y echándose las carabinas al rostro rompie-
ron el fuego.
Un soldado se desplomó al sucio con el cráneo
roto. El alférez de la avanzada recibió una contu-
sión en la mejilla que le hizo saltar hasta grupas
y bambolearse como un ebrio en la silla.
El ataque era brusco y atrevido.
I. a guerrilla contestó el fuego con una gran
GRITO DE GLORIA 203
Los tres hombres se habían apartado entre si, y
sin retroceder un paso hacían funcionar sus ba-
quetas.
Solo un caballo cayó herido en la frente.
Los paulistas reforzaron su guerrilla, adelantando
impetuosos. Los enemigos parecían pocos.
Detrás del cardizal se alzaba una loma; al flanco
izquierdo un «cañadón», cubierto de saúcos en
sus bordes orillaba el declive ; á la derecha el te-
rreno plano y herboso no presentaba obstáculo al-
guno.
Varios proyectiles silbando del lado del « caña-
dón», detuvieron á los paulistas en su avance.
Otros tres hombres, guardando distancia, habían
aparecido de improviso.
Simultáneamente, cinco nuevos tiradores en des-
pliegue surgieron por la derecha, saludando con
otros tantos disparos á la guerrilla.
El jefe del escuadrón viendo caer dos de sus
soldados á retaguardia de la avanzada, picó espue-
las y amagó una carga.
Entonces coronó en ala la loma una fuerza de
veinte ginetes, los que á una voz de su jefe suje-
taron en la falda, quedando inmóviles, en línea
sencilla.
Los paulistas se pararon un tanto sorprendidos.
Las balas se cruzaban más frecuentes, y uno que
otro grito extraño, ronco, bravio solía mezclarse á
sus silbos siniestros.
Por pausas calculadas la guerrilla « insurgente »
204 E. ACEVEDO DÍAZ
se había ido engrosando hasta presentar quince ti-
radores en despliegue, con la protección de veinte
que acababan de colocarse en la falda de la loma.
¿ Podían ser éstos, todos ? No era probable.
El jefe paulista con ojo experto, notó que
aquella tropa no traía bandera, ni siquiera un cla-
rín de órdenes. Debía ser una simple avanzada de
caballería volante.
Pero estaba obligado á descubrir, v para ello
tenía fuerza de sobra. Antes de pasar un parte in-
formal al jefe superior de la columna, que perma-
necía quieta en las Tres Cruces, redobló las gue-
rrillas, con el oído atento á detonaciones lejanas
que venían de la zona del norte.
Sin duda había refriega por allá. Las descargas
se sucedían sin interrupción : una especie de fuego
graneado cuyos ruidos se asemejaban á crepitacio-
nes de cañas devoradas por las llamas.
Al refuerzo de las guerrillas, con orden de ga-
nar terreno hasta dominar la loma, siguióse el
avance de la protección al paso.
Los « insurgentes » se mantuvieron en sus pues-
tos en el primer momento ; luego volvieron grupas
retirándose con lentitud ; y fué entonces cuando
atravesándose por retaguardia un joven ginete de
cabellera rubia que llevaba en la diestra el acero
con marcial altivez, la tropa brasileña hizo una
nueva descarga que Cubrió el espacio intermedio
de humaza blanca y tacos ardiendo.
Caballo y ginete rodaron por el declive; y ai
GRITO DE GLORIA.
que el primero quedóse inmóvil con los remos en
alto tras de algunas convulsiones, vióse que el jo-
ven oficial estaba cogido por una pierna, tendido
de costado, como muerto.
La avanzada paulista llegó al sitio, y aún más
allá, acompañando con voces ruidosas sus disparos,
en tanto se apoderaban otros del caído y lo con-
ducían á la reserva.
Iba á coronarse la loma ; pero antes era preciso
cargar las carabinas. Esta función reclamaba varios
tiempos, y la guerrilla se detuvo.
Los «insurgentes» que ya habían mordido el
cartucho y atacado el cañón, volvieron cara de
nuevo reapareciendo en la loma paso ante paso, en
busca del blanco á sus carabinas.
Esta ve/ la descarga fué casi á quema ropa.
Los proyectiles gruñeron llegando hasta la reserva ;
la guerrilla paulista se dobló al volver riendas para
fijar posiciones, hízose un ovillo entre choques y
emprendió el galope en pelotón.
La reserva « insurgente » apareció al trote largo
despuntando la «cañada» fangosa, con las lanzas
apoyadas en los estribos á falta de cujas.
La protección de, la falda formada en dos esca-
lones, bajó al llano á media rienda, al grito de
¡ carguen !
Al ruido del tropel y de los gritos iracundos, la
guerrilla doblada precipitó su fuga echándose sobre
su reserva ; la que á su vez dio grupas, yéndose á
estrellar contra el restó del escuadrón que procu-
raba ordenarse en batalla.
206 E. ACEVEDO DÍAZ
Pero el escuadrón todo fué envuelto, y arrastrado
en desorden sobre el grueso de la columna.
A un lado de la carretera, detrás de una cerca
de arbustos espinosos y de agaves confundidos, se
erguía una «troja» ó armazón vestido con los ta-
llos de hojas lanceoladas ya secos del maíz, y desti-
nado á guardar las espigas de la cosecha. Parecía
un gran bonete amarillo con guías y cascabeles, cuyo
ruido remedaban las hojuelas membranosas al ser
batidas por el viento.
Uno de los « insurgentes » que antes de la carga
se había separado del grupo, adelantándose solo por
el flanco al amparo de las cercas y á favor de 1.1
confusión, echó pie i tierra frente á la atroja»; y
sin abandonar su caballo que tenía del cabestro,
entróse en el rústico depósito llevando en la dies-
tra un clarín.
Trepóse de rodillas hundiéndose en el maíz allí
acumulado, y apartó la hojarasca del fondo de la
«troja» de modo que pudiese observar sin ser
visto.
raque espeso el boscaje de la cerca que se ex-
tendía paralela, algunos claros aquí y acullá permi-
tían dominar grandes trechos de la carretera, hen-
dida á un lado por las encajaduras de las carretas.
Hacia !: la, apenas i dos cuadras SQ
el carnii «mando su cabeza en un recodo,
lumna bi
El escuadrón que \cn\.\ en desorden, notando
que otro rendía de la columna á protejerlo,
GRITO DE GLORIA 207
recuperó su formación volviendo cara con nuevos
bríos.
Tenía el choque que ser fatal á los nativos, cuyo
empeño sin duda alguna era el rescatar á su com-
pañero, el cual venía entre la soldadesca estrujado y
oprimido.
La voz enérgica del jefe se oyó dos ó tres ve-
ces en medio del tumulto, incitando siempre á la
carga.
El que estaba oculto en la « troja » asomó bien
la cabeza, — una cabeza pálida con una cabellera y
una barba de Nazareno, — y miró ansioso á la de-
recha del camino.
Había reconocido la voz de su jefe. Su tropa
cargaba á lanza y sable. A pesar de las volutas de
tierra removida bajo los cascos, percibió en los aires
las banderolas tricolores sacudidas por el viento en-
tre moharras y medias lunas.
Aquel hombre sacó entonces el clarín por el
hueco, llevóse á los labios la embocadura y tocó á
degüello.
Las notas partieron agudas, vibrantes, atropellán-
dose como escalones en la carga á toda brida.
Los dos escuadrones sintieron el toque á reta-
guardia, y temiendo ser cortados, retrocedieron re-
vueltos sobre la columna.
Pero el toque terrible los perseguía á lo largo
de la carretera, lanzado de atrás de los árboles y
de las breñas é introduciendo la pavura; y cuando
ya los « insurgentes » estaban á punto de caer so-
208 E. ACEVEDO DÍAZ
bre ellos, el eco de aquel clarín fatídico oyóse más
cerca, casi ronco, y en pos de su última nota un
ginete ó un hipogrifo salvó por un portillo la zanja
que circuía la «chacra» dando su caballo un brinco
gigantesco.
Un grito unánime acogió al recién venido ; quien
puesto á la encabezada el clarín y sable en mano
acometió la retaguardia enemiga, en cuyas filas se
entró con la violencia del toro que se arroja á rom-
per el cerco.
El prisionero, que iba montado en el caballo del
paulista caído al pie de la loma, fué separado por
la oleada contra la cerca.
En seguida se vio entre los suyos, que empren-
dían la retirada desplegando una guerrilla.
Junto al rescatado iba un ginete macizo de bo-
tas de piel de tigre, quien le dijo alegre :
— ¡Te cayó la china, hermano !. . . Todos vini-
mos á la uña por salvarte ; pero lo debes al capi-
tán Mael.
— Ya sé, teniente Cuaró, — respondió el joven
lleno de emoción : á todos les debo mi gratitud. . .
Al capitán Velarde un abrazo.
— Aquí está CU espada, que yo alcé de entre las
matas.
Luis María tomó trémulo su accvú, con un gesto
de agradecimiento que conmovió al teniente.
— ¡ Ahí lo tenes al guapo ! — exclamó éste es-
trechando la mano que el joven le tendía.
Ismael llegaba al trote, todavía lívido y sudoroso,
GRITO DE GLORIA 209
como si hubiese salido de la faena del «rodeo».
Traía su caballo algunas pintas rojizas en la piel,
allí donde habían pasado veloces las puntas de los
sables en el entrevero.
Las balas seguían silbando. Rehechos los escua-
drones, disparaban de lejos.
La columna temiendo acaso un movimiento en-
volvente, contramarchaba hacia el recinto al son de
las charangas y paso de camino.
Viendo llegar al capitán Velarde, el ex prisio-
nero le tendió los brazos, y estrechados los dos
siguieron el paso de sus cabalgaduras por un mo-
mento.
La tropa aclamó á su jefe, á Velarde y á Be-
rón, por cuyo rescate se había puesto á prueba el de-
nuedo de todos.
— ¡ Por siempre hemos de ser amigos ! — dijo
Luis María á Ismael.
— Aparcero hasta la muerte — respondió el ca-
pitán.
Berón le oprimió con fuerza la mano, añadiendo
con entusiasmo :
— Bien me dijo usted allá en el paso del Rey, que
ese clarín era un gran compañero ; y de esta proeza
nunca me he de olvidar. Cuando usted lo hizo so-
nar yo mismo llegué á creer que un regimiento
venía flanqueando al enemigo ; los paulistas se sor-
prendieron, ya no hubo voz de mando que se oyese.
Un sargento fué el primero en dar la espalda ; los
soldados siguieron su ejemplo sobrecogidos por el
14
210 E. ACEVRDO DÍAZ
pánico ; y al correr me envolvieron en el torbe-
llino. Yo estaba aturdido todavía y maltrecho con
la caída allá en la falda ; de modo que ni atiné á
escapar en medio del desorden. Gracias á usted. . .
Por el rostro de Ismael pasó un estremecimiento.
Luego se sonrió encogiéndose de hombros y dijo :
— Hoy churrasqueamos juntos para festejar esto
l no le parece ?
— ¡ Sí, con el mayor placer ! Será el churrasco que
con más gusto haya probado en la campaña junto
al valiente compañero.
En ese momento llegaban á la loma, pasáfedo
cerca del sitio del primer choque. Allí estaba su
caballo muerto, con un grande agujero cerca de la
oreja. Los paulistas no habían tenido tiempo de
despojarlo de su «apero». Al frente en el llano,
un hombre boca arriba ; á pocas varas otro acos-
tado en el « albardón » con la cabeza entre las ma-
nos como si durmiese, liste, á más de una bala en
la clavícula había recibido una lanzada en el vien-
tre dada por un brazo terrible.
Una de las balas que todavía venían de lejos,
rebotó en su cuerpo enn un chasquido seco.
ü(') que marchaba al paso un poco apartado
de Luis María é [sraael, Lanzo como flecha una es-
cupida hacia atrás murmurando:
El que tiró ésa ha de ser tuerto.
Delante de ellos repl al trote una pequeña
na.
Lia la de : [UC tlO Llegó á entrar en la
GRITO DE GLORIA
211
carga, al mando del comandante Calderón jefe de
la línea.
Los patriotas que regresaban alegres á su campo
sintieron á su vista un enfriamiento ; el efecto que
produce la aparición de un ave negra después del
combate.
Cuaró alzó la cara mirando con mucha fijeza al
rumbo como mastín que olfatea, y refunfuñó :
— ¡ Carancho sarnoso !
Formó la tropa sobre la loma á excepción de
la que había quedado de avanzada en guerrilla, y
de una pequeña protección.
Las descargas habían cesado.
Los escuadrones paulistas después de un alto
cerca de un antiguo saladero, habían seguido el mo-
vimiento de la columna dejando partidas de obser-
vación casi á tiro de fortaleza.
Debía darse por terminada la faena del día, que
ya declinaba sensiblemente.
El cielo se había cubierto de nubes por com-
pleto ; el sudeste aumentaba en violencia y tendíase
una llovizna fría sobre los campos á manera de
ceniciento tul.
No existía bosque alguno por aquellas inmedia-
ciones, salvo uno que otro grupo de arbustos ya
en deshoje, y dispersos « ombúes » de cabeza
calva.
Se acampó en una «tapera» — restos de vieja
población incendiada en tiempos de Artigas por los
portugueses, según informes de los vecinos, — y á
212 E. ACEVEDO DÍAZ
la que habían dado sombra dos de aquellos gigan-
tes de la flora indígena que junto a ella se eleva-
ban, plantados acaso por su primitivo dueño en los
comienzos del siglo.
A falta de otra recogióse « leña de vaca » para
los fogones, aparte de algunos arbustos secos. El
« cañadón » corría por el bajo sobre un fondo de
cantera, y de un agua tan pura como la del mejor
manantial.
Sacióse allí la sed, y llenáronse las calderas de
asa que debían recostarse al fuego para el «mate»
de yerba misionera.
Con los juncos de un pequeño « estero » de allí
poco distante, construyéronse sin demora los arma-
zones de los «ranchos» de abrigo; asilos del largo
de un hombre cubiertos por el poncho, en cuyo
interior sobre una capa de ramitas verdes de
saúco, tendiéronse las prendas del « recado » que
servirían de lecho.
Recién en estas faenas la tropa, Luis María que
acababa de recibir las felicitaciones de su jefe,
apercibióse ya en el fogón de Ismael que Esteban
no se encontraba en el campo.
Como hiciese notar en voz alta esta falta, un
soldado se apresuró á decir :
— Ha de estar en la avanzada.
— No-— repuso otro con acento de seguridad,
i mí cayó prisionero en el camino.
— ¿ Lo vio usted ?
— ¡Lo videl Mentaba un lobuno medio potro
GRITO DE GLORIA 213
que rodó en el entrevero, en las encajaduras de
carretas. Pudo montar otra vez . . . Pero los « ma-
melucos » hicieron rueda y al juir se lo llevaron
en el borbollón como guasca lechera, cuando el
teniente era apartao por el capitán. Dejó el som-
brero y aquí está ! . . .
El soldado efectivamente, enseñaba á más del
suyo otro que llevaba colgado sobre el dorso, co-
gido al cuello por el «barbijo». Era un cham-
bergo negro.
— Es el mismo — observó Luis María. ¡ Pobre
Estaban !
— Por saber lo que aqu; pasa, lo han de llevar
vivo.
— A más el negro es de linda pinta — añadió
un tercero.
Esta noticia contrarió bastante á Berón en los
primeros momentos ; pero la sociedad del fogón lo
distrajo.
Ismael estuvo más comunicativo que otras veces
con él ; hizo una excursión al pasado en su estilo
conciso ; y después de esa expansión, como agriado
por las mismas memorias, se recogió grave y hu-
raño sumiéndose en un silencio profundo.
Así que Luis María se retiró, asaltóle de nuevo
el recuerdo de Esteban. Esta vez sin embargo no
fué para aumentar su aflicción.
Llegó á creer que aquella pasajera desgracia,
porque tai la consideraba, podía serle de utilidad
siempre que el negro se desempeñase con el inge-
214 E. ACEVEDO DÍAZ
nio de que había dado pruebas en muchas situacio-
nes delicadas ¿ Quién mejor que él podía servirle.
de intermediario con su familia? Acaso lo volvie-
sen i su antigua condición de esclavo, bajo otros
amos. Pero lo más probable era que lo obligasen
al servicio militar como á tantos libertos, dado que
había revistado en filas y poseía aptitudes nece-
sarias.
En estas y en otras cosas iba pensando, camino
de su «rancho», que le había sido hecho por un
soldado de Ismael, próximo á la loma, cuando una
sombra se interpuso y oyó una voz conocida que
lo interpelaba, — la voz de su jefe.
La noche había caído oscura, y proseguía más
densa la llovizna acompañada del viento recio.
Luis María contestó :
— ¡ El mismo, comandante !
— Pues si no lo rinde el sueño, — repuso Oribe,
— véngase un rato i mi vivac. Hablaremos tran-
quilos: no hay novedad en el campo... Los «ma-
melucos » se han ido lejos . . .
— Seguiré sus pasos, mi jefe.
— La claridad del fogón es buena guía. | Vamos
derecho por la falda!
Luis María marchó detrás.
Por un instante sólo se sintió el ruido de sus
espadas en las vainas y el trinar de las espuelas.
Depiles todo í]\k\\ó en silencio.
GRITO DE GLORIA 215
XVIII
Solo y libre . . .
Ya en el vivac, que estaba cerca del cañadón y
de una isleta de sauquillos, Luis María notó mu-
chas sombras que se movían por las inmediaciones
y que ora se acercaban al fogón ó se alejaban, como
vigilando. Cuaró andaba por allí á pasos lentos,
taciturno. Los «tapes» de Ismael en grupo atiza-
ban el fuego, volvían un asador con medio cordero
ensartado, y cebaban «mate)). Jefe y ayudante pu-
siéronse al abrigo bajo un « ranchejo » bastante es-
pacioso para los dos.
Oribe, que conocía bien á la familia del joven
patriota, y tenía de éste una idea elevada, solía cs-
playarse con él sobre lo que interesaba á la causa
sintiéndose complacido ante los arranques de su en-
tusiasmo y de su fe. Creía que aquel mozo era de
un molde nada común por su carácter, la solidez
de su criterio y la abnegación extrema que reve-
laba en las horas del peligro, y de este concepto
partía para estimarle de veras y reposar tranquilo
en su lealtad.
Explícase así la razón de aquella carga valerosa
que en la tarde se llevó á los paulistas cuando és-
tos hicieron i Berón prisionero.
216 E. ACEVEDO DÍAZ
Ahora el comandante sentía una gran satisfac-
ción, y recordando el episodio decíale :
— Acaso hubiese usted deseado llegar al recinto
aunque fuese en esa condición después de tanto
tiempo que no ve á sus padres ; pero nosotros no
queríamos perder á tan excelente compañero.
— ¡ Gracias, mi comandante ! — contestó Luis Ma-
ría. Aquel anhelo por ardiente que sea nunca igua-
laría al que tengo de contribuir con todo lo que
soy al triunfo de nuestra causa.
— ¡Ya lo sé!... Hemos de conseguirlo con la
ayuda de los que así sienten, y del tiempo... Ya
la obra va tomando forma. Seguimos recibiendo
elementos de guerra ; nuestra venida no podía ser
de más provecho.
Sin embargo, una parte del plan ha fracasado.
— ¿De qué se trataba, señor ?
— De atraernos cierto contingente de tropa, en
el que revistan algunos orientales. La imprudencia
de un sargento descubrió la trama, sospechada an-
tes sin duda por Lecor, á juzgar por lo ocurrido
hoy. La salida de esa columna, su alto en el sala-
dero, sus vacilaciones y su retirada en presencia de
nuestro pequeño grupo indican la desconfianza de
sus propias fuer
A pesar del incidente desgraciado de que hablo,
■n nuestro interés el seguir fomentando la des-
moralización en los cuerpos que defienden el re-
cinto ; siquiera sea para que el espíritu de nuestros
■ levante, cuanto se relaje la disciplina del
GRITO DE GLORIA 217
enemigo y podamos conservar la superioridad ad-
quirida.
— ¿Y es posible hacer eso de un modo prác-
tico?
— Todo consiste en disponer de dinero... Ya
lo han dado en Buenos Aires ; también algunos en
Montevideo, y no sé hasta qué extremo nos sería
lícito llegar en exigencias de esta naturaleza. Pre-
ciso es, no obstante . . . sin el dinero no se mue-
ven moles.
— Así es, — repuso Berón lentamente, como ab-
sorbido por algún cálculo mercantil. Dinero... Es
la fuerza motriz, el secreto de vencer las resisten-
cias sórdidas !
— No ignora usted, — prosiguió el jefe — - que
estamos rodeados de peligros... En este mismo
campo hay de qué sospechar.
— ¡ Sí, comprendo !
— De ahí que redoblemos la vigilancia. Nuestra
causa es como un buque entregado á vientos ad-
versos.
Si el Brasil fuese vencido, habríamos alcanzado
el puerto . . . para embicar en seguida en la anexión.
-Verdad.
— ¿Y qué otro remedio?... La misma fuerza
de las cosas así lo determina. Ya se está en las
preliminares de la formación de una junta de go-
bierno y de la reunión de una asamblea que de-
clare la independencia de la provincia y su incor-
poración á las del antiguo vireinato ... La autonomía
218 K. ACEVEDO DÍAZ
completa sin reatos ni compromisos, el país solo y
libre, tal como lo soñamos los que mantenemos la
lucha, es una ilusión hermosa que se desvanece á
poco de medir el alcance de nuestro esfuerzo.
— Cierto, también. Pero quién sabe, comandante,
si al fin de esta que parece muy larga jornada re-
sulta que ninguno de los poderes rivales se quede
con el cardo . . .
— Cardo es, y muy espinoso en efecto — replicó
riéndose Oribe. En este caso quedaríamos úni-
cos dueños del terrón. ¿ Quién podría negarnos
ese derecho después de regarlo una vez más con
nuestra sangre? Pero no podemos saber lo que ha
de ocurrir en definitiva . . . Tenemos por delante un
campo que ha de sembrarse primero de combates,
acaso de catástrofes; nadie puede adivinarlo! Por
el momento nos preocupan las cosas pequeñas...
esas que acompañan siempre á las grandes y las
traban, sin que lo evite el mis previsor.
— Piedras en el camino ... La mano militar puede
disminuir sus efectos, comandante.
— Se ha de hacer sentir c.\¿a vez que sea opor-
tuno. La fuerza tiene su razón respetable cuando
está al servicio del derecho, Estas cosas pequeñas
á que me refiero tendrán su término. . .
— ¡ Lo creo, señor !
Y luego, como luchando con una preocupación
dura y tenaz de SU espíritu, Luis Mana siguió di-
ciendo en voz suave, pero llena de unción :
— El país solo y libre... ¿Quimera?... No hay
GRITO DE GLORIA 219
duda que por ahora es un problema el de la in-
dependencia absoluta. Somos pocos y pobres; esos
pocos, desangrados. . . ¡Pero cuantos sacrificios! Bien
valían ellos una autonomía completa.
El país pequeño, población reducida, rivales po-
derosos que se lo disputan ; todo eso es cierto. Sin
embargo, mañana. . . Vea usted, mi comandante. ¿No
hay aquí grandes riquezas inexplotadas, aparte del
pastoreo y de otras industrias que darían envidia á
los más fuertes el día que salieran á la superficie ?
¿No hay pasión por la tierra, lujo de valor y
de heroísmo ; no hay conciencia de lo que se an-
hela de un modo constante?... Yo he soñado al-
guna vez que esas riquezas eran descubiertas, que
el país se henchía de vida y que venían de otros
lejanos á sus puertos numerosas gentes, que se es-
parcían luego á la orilla de sus ríos sin semejantes,
sembrándola de ciudades orgullosas. Y veía en sus
campos feraces llenos de luz y de verdor eterno,
treinta millones de toros; en sus canales escuadras
enteras con todas las banderas del mundo; un mar
de espigas y de viñas en sus vegas ; emporio de
comercio en sus playas admirables; solidaridad na-
cional, leyes justas, historia gloriosa, culto por los
mártires y los héroes. . . Era mi sueño, no se ría
usted ; un sueño acaso de niño, la ilusión enarde-
cida al calor de la sangre, exagerada por la fiebre
de los grandes y queridos amores. ¡Yo bien sé que
es sueño ! Me halaga, por eso vive en mi memoria. . .
Cuando usted me habló de cosas pequeñas; de esas
220 E. ACEYEDO DÍAZ
ambiciones personales que se agitan, de esas felo-
nías que se traman entre algunos que aceptan la
lucha como un medio de primar, no pudiendo con-
jurarla ó deprimirla por completo, he vuelto :i la
realidad y pensado en un porvenir de aventuras...
— ¡ Sí, todo lo que usted ha dicho es hermoso ;
pero nada más ! El encanto se desvanece con sólo
pensar en lo incierto de nuestro destino. Y si del
presente seguimos hablando, si concretamos hechos
convendrá usted en que estamos muy lejos de ese
ensueño patriótico. Parte de nuestros elementos res-
ponde á medias. . .
— Me consta, comandante. El brigadier Rivera
ha tomado á pecho el papel que le obligan á des-
empeñar, seguirá en el movimiento mientras abri-
gue la esperanza del predominio por la gerarquía,
y se saldrá de él cuando así se lo aconseje su in-
terés. Está eso en su índole y en sus hábitos : será
héroe si así lo quiere, ó «matrero» taimado si se
encona. Calderón conspira aquí en este mismo
campo. . . Sus dragones preparan cazoletas. . .
— No han de dar chispas las piedras — repuso
Oribe con acento tranquilo. Tenemos que esperar
un poco, horas tal ve/. Pero. . . ¡ Estas son las co-
sas pequeñas! Para fortalecer la acción se va á
constituir un gobierno.
— Como se proyectó en tiempo de Artigas.
— Se va á elegir un.i asamblea que designará
i Jos al d
— Ea fórmula de Artigas, que fué repudiada.
GRITO DE GLORIA 221
— ¿Qué quiere usted significar con eso?
— Que los medios son únicos y se repiten y que
ahora se piensa como entonces por la ley de la ne-
cesidad. ¿ Darán al presente mejores resultados ? Nos-
otros los aceptaremos en nombre de la causa. Otros,
quizá no. . .
— Es posible. Habrá entonces que imponerse para
la suprema salvación !
En tanto así hablaban, la noche hacía camino. A
altas horas la llovizna empezó á ceder y á acla-
rarse un poco el cielo. Lucían algunas estrellas.
Luis María se despidió de su jefe, diciéndole al
irse :
— Voy á escribir á mi padre, apenas venga el
día.
Aquél le oprimió en silencio la mano.
Berón se fué á su vivac.
Una vez á cubierto, descalzóse las espuelas y se
acostó vestido echándose encima el «poncho» de
paño.
No pudo dormir bien. Tenía dolorida una parte
del cuerpo, la que sufrió el peso del caballo en la
caída en la loma. Una especie de sopor invadió su
cerebro durante largo rato ; y aquello que no era
vela ni sueño reparó poco sus fuerzas.
Divagó horas enteras su mente sobre temas con-
fusos, en los que se entremezclaban los recuerdos
de familia, el nombre de Natalia balbuceado varias
veces por sus labios, la idea de la fortuna que él
nunca había acariciado con ardor en sus tristezas,
222 E. ACEVEDO DÍAZ
unido al amor de la causa ; los mirajes extraños de
un presente lleno de peligros y de un porvenir pre-
ñado de tormentas. Sus pasiones cerebrales de con-
suno con el malestar físico le hicieron sufrir, al
punto de obligarle á abandonar el duro lecho an-
tes del alba.
Arregló sus ropas ligeramente, fuese al cañadón,
donde se lavó de un modo minucioso, y después
de esto se sintió bien despejado, ágil, dispuesto á
los fuertes ejercicios de costumbre.
Volvióse á su « rancho » ; y allí tendido boca
abajo, se puso á escribir, cuando ya se anunciaba
serena la mañana.
Una carta era para sus padres; otra para Nata.
En la primera tuvo el pulso firme, seguro ; en
la segunda trémulo. Los afectos del hogar hablaron
sin reservas; el amor, con miedo. ¡Qué lenguaje,
sin embargo lleno de sinceridad y de ternura!
Releyó, enmendó, volvió á escribir con una
pluma oxidada que cogía á cada instante pelos; con
una tinta revuelta en su fresquilla por el continuo
vaivén del tubo de metal que lo encerraba ; y en
un papel tosco, moreno, como fabricado con cor-
teza de amolle», y con tantas arengas que parecía
piel reseca de cabritillo.
Al fin concluyó; la encontró aceptable, doblóla
con cuidado y le puso cubierta, encerrándola Luego
bajo la de la otra, y después en el bolsillo más
oculto de su casaquilla.
Sentía un grande alivio. Sus padres, Nata, sa-
GRITO DE OL.ORIA 223
brían de él. Tenía derecho á una contestación más
pronta que antes, ahora que las distancias se habían
acortado y que la comunicación era más fácil con
el empleo de medios ingeniosos.
¡ Cuánto anhelaba una respuesta ! ¡ Oh ! su madre,
que era tan buena no podía haberlo olvidado ; de-
bía amarlo como en otro tiempo, cuando á la me-
nor dolencia acudía solícita y le curaba con sus
besos más que con las drogas haciéndole creer que
eran así todos los amores — acendrados, profundos,
perdurables . . .
XIX
Del vivac á las « cachimbas »
Salía con ánimo de aproximarse al fogón de
Ismael, cuando el teniente Cuaró se presentó á ca-
ballo, y sin apearse díjole :
— Te convido á venir conmigo á visitar las
guardias... Por allá tomaremos « mate ». Puede ser
que al pasito y á lo zorrino entreveraos con los
ñanduces nos pongamos á tiro de pistola de los
muros para bichear. ¿ X T o te gusta hermano?...
— Sí, me agrada teniente. Pero antes tengo que
ir á recibir órdenes del jefe.
— No tenes que hacerlo. Él acaba de montar, y
224 E. ACEVEDO DÍAZ
no sé donde va. Me dijo que te convidase a vigi-
lar las avanzadas.
— Entonces vamos.
Montó á caballo al momento y partieron.
Ya fuera de vivacs, pasaron lejos el cañadón en
una de sus curvas hacia el este, traspusieron un
pequeño llano y una « cuchilla » y bajaron al trote
á la planicie arenosa en donde brotan diversos ma-
nantiales que dan alimento á un estero lleno de
cortaderas y totoras.
El sol se levantaba algunas líneas sobre el hori-
zonte bañándolos de frente con una luz sin ardor
que arrancaba reflejos pálidos á las infinitas gotas
de la llovizna de la noche, colgantes de los cardos
y de las «chucas». En el campo veíase dispersa una
«caballada» de la tropa; más lejos dos ó tres ca-
rretones con sus pértigos en tierra ; y junto á ellos
otras tantas mujeres que atizaban fuegos hechos
con troncos de un sauce ; á la izquierda un « ran-
cho» sobre una aspereza del terreno en plano inrli-
nado, como enorme terrón que parecía desplomarse
al valle; al lado opuesto un corral de palos á pique
unidos; detrás de una sucesión de lomas, la linea
azulada del «mar dulce» donde busca su con-
fluencia con el océano.
Los dos ginetes sin salir del trote, llegaron
pronto hasta el sitio de los carretones.
Notando Luis Mana que uno era de víveres,
echó recién de menos su bolsica con monedas que
los « mamelucos » le habían arrebatado en los cor-
tos instantes que estuvo prisionero.
GRITO DE GLORIA 225
Pero Cuaró le dijo que no se diese cuidado por
eso.
Una de aquellas mujeres vestía de « bombacha »
gris y « poncho » de paño burdo, un sombrero de
paja gruesa con barboquejo, bajo el cual se alcan-
zaba a ver un pañuelo á cuadros amarillos y rojos
con que ceñía bien al casco la cabellera. Estaba
descalza, y eran sus pies pequeños, regordetes y
duros, poco sensibles á la escarcha y á las breñas,
á juzgar por la rapidez con que iba y venía trans-
portando leña.
Otra llevaba chiripá á listas perfectamente ali-
ñado, medias de lana cruda y encima botas de piel
de puma con su pelaje dorado. Una blusa larga le
resguardaba el tronco, plegada por un cinturón de
soldado de cuero negro con hebilla de bronce, á
más de un vichará á bandas blanqui- negras cru-
zado por el hombro, y cuyos extremos ceñía un
«tiento» sobre la cadera izquierda.
El cabello formábale fleco muy negro sobre la
frente y sienes, aumentando su largo en gradación
hasta la nuca, donde caía lacio, abundoso y bri-
llante como el de un mocetón cambujo. Sin duda
había sido cortado á cuchillo y sin ningún esmero,
pues uno que otro mechón le caía largo ya sobre
la mejilla redonda y carnuda, ya más abajo de la
oreja chica y muy plegada al cráneo. Un sombrero
de panza de burro colgado i la espalda por el bar-
boquejo puesto i modo de collar, y un pañuelo de
algodón cruzado á la garganta, completaban la ves-
15
226 E. ACEVEDO DÍAZ
timenta de esta bizarra moza, que no cifraba en los
veinticinco años.
Tenía los ojos color del pelo, las caderas am-
plias, las manos cortas, macizos los brazos, la boca
de labios hinchados y encendidos, un lunar oscuro
en la barba, el aire desenvuelto y atrevido.
Vélasele detrás de la oreja un medio cigarro de
hoja de Bahía á manera de cañoncito en su cureña,
y en el pliegue del pañuelo dos llores de junquillo
de una fragancia sutil y capitosa.
Fué ella la primera en |Venir al encuentro de los
ginetes, acercándose al teniente con desenfado.
Cuaró se sonrió, y guiñó el ojo á Luis María.
En seguida dijo :
— Esta es una güeña muchacha de apelativo Ja-
cinta, muy amiga mía.
Ella miró de Lulo, algo torcida á Berón con gesto
de curiosidad ; y luego se cogió con una mano del
« fiador » del caballo de Cuaró, diciendo con una
voz ronquilla :
— Apéate, indio... Hay mate y galleta.
— Al forastero se le brinda — repuso Cuaró. Te
presiento al ayudante María.
Berón no pudo menos de reir. Nunca había lo-
grado que su compañero le designase por su ver-
dadero nombre de pila. Cuaró se había aferrado al
término medio: le llamaba simplemente María.
facinta Se volvió siempre á medias hacia el jo-
ven, lanzóle de nuevo una ojeada viva/, y couic
— Taut icerlo... ¿Por qué nose
baj.i
GRITO DE GLORIA 227
Manee el tostao y allegúese, que para todos al-
canza.
— Sí. Vamos á bajar un ratito á despuntar el
vicio — dijo Cuaró.
— Es que pueden merendar un poco ... el fuego
está lindo, la caldera caliente. Aura verán que les
arreglo una tortilla.
Mientras ellos se sentaban sobre dos cueros de
carnero al lado del fogón, Jacinta se fué y regresó
pronto con un huevo de avestruz que venía hora-
dando en el casquete cónico con el mango del cu-
chillo.
La otra mujer, de ojos verdosos y una nariz llena
de pecas grises como si un montón de avispas la
hubiesen picado, seca, adusta, de muy pocas pala-
bras, cebaba el « mate » pasándolo por turno á los
visitantes.
Jacinta puso el huevo al rescoldo, echándole por
la abertura algunos granos de sal gruesa y brisnas
de una hierbilla verdi-negra que traía junto con el
saquillo de la sal. En tanto preparaba un palito para
revolver la clara y la yema á fin de que con el
calor no se hiciesen un engrudo, decía contenta :
— Desimulen que no les obsequee más que este
güevo de ñandú, porque no han traído carne toda-
vía. Ya verán que sabe bien y es cuasi mejor que
el de pato y el de ganso cocinao asina...
Y como empezara á crugir la cascara al ardor
de la leña, se apuraba en agitar la varita como un
molinillo levantando la punta hacia arriba para dar
lugar á la cocción lenta.
228 E. ACEVEDO DÍAZ
Después contemplando á Luis María con el ra-
billo del ojo destellante, y un aire picaresco, aña-
día frunciendo los rojos labios :
— Con que este mozo se llama María... ¡Ya se
ve que no ha sido criao á monte por la estampa.
¡ Demontre de brasas ! Se quieren untar de güevo.
Pero se ha de asar al antojo, por lo mesmo. Aga-
pita : ¡arrempujá ese tronco á aquel costao mujer,
que no parece sino que te han metido una estaca
en la boca !
— ¡ Hum ! — replicó la aludida, agria y chucara,
; Para qué queréis acoyararme ? con tu labia basta . . .
Y desparramó las ramas con los dedos.
Luis María observaba atento la escena, los tipos
de las dos mujeres, sus vestidos varoniles y espe-
cialmente aquellas botas de cuero de puma conco-
lor que cubrían hasta la mitad las bien torneadas
piernas de Jacinta.
lista por su parte, solía mirar al joven cuando
él se quedaba como absorbido en una preocupación,.
y luego ;í Cuaró con los ojos muy abiertos. Acaso
comparaba ; tal vez la llenaba de estrañeza aquella
cabeza rubia de linos perfiles asentada con energía
en un tronco de hombre fuerte en su albor de ju-
ventud. Sin duda: no era «criao á monte». Poi
lo mismo podía ser de aquellos á quienes voltea
de un salto el caballo, cuando vuela de pronto una
perdiz.
Calíate — murmuró Jacinta, contestando de pronto
ipita, y muy empeñada en SU obra. Voy .''
GRITO DE GLORIA 229
servir á los hombres esta tortilla... Pueden co-
merla sin recelo porque el güevo es fresco, de
una nidada que encontré ayer de tardecita junto al
bañao. Vaya, mozo! Ya tiene salmuera.
Y lo puso entre dos leños, al alcance de Luis
María y de Cuaró.
— Lindo está — dijo el teniente. Acarrea galleta,
Jacinta.
— Ya truje.
Y sacó dos de un bolsillo de la blusa, duras
como piedras y ornadas de un ribete de verdín.
Ellos las encontraron sin embargo muy sabrosas,
al igual de la tortilla confeccionada dentro de la
misma cascara.
Concluida la merienda, Luis María declaró que
se había desayunado como un canónigo y que Ja-
cinta entendía bien las reglas del arte; — lo que
dejó a oscuras á la moza, y en tinieblas se hubiese
agitado un buen rato, si Cuaró no la habla con su
calma inalterable en estos términos :
— Alcanza el « chifle » china para remojar.
Jacinta se apresuró á extraer del seno, debajo
del « vichará », un medio cuerno de buey lleno de
anís, y provisto de un corcho en la embocadura.
Cogiólo el teniente y se lo puso destapado cerca
de la boca á Luis María, quien sin escrúpulos sor-
bió un trago.
En seguida él se lo empinó, trasegando sin ruido.
Limpióse los labios y devolvió á Jacinta el «chifle»
con un visaje.
230 E. ACEVEDO DÍAZ
— No es tan juerte — dijo ella, echándose un
traguillo y pasando el cuerno á Agapita.
— Orejano ha de ser — repuso Cuaró.
— ¡Si es de tu marca, indio!
El teniente se echó á reir.
Levantóse desperezándose con los brazos en alto,
dio un brinco con las piernas tiesas, y luego á
pretexto de seguir desentumeciéndose, púsose de un
saltito junto á Jacinta y le hizo cosquillas en el
seno.
— Saca esos dedos — dijo la moza toda llena de
risa nerviosa. Parecen nudos de «tacuara»...
Cuaró pellizcó un instante concienzudamente, y
revistiéndose de formalidad después, dirigióse á Ja-
cinta en estos términos :
— Mira amiga : vas á tratar siempre muy á su
gusto al ayudante porque es mi compañero, un
mozo de alma que vale aunque yo le lave la cara
asina á boca de jarro.
— ¡ La tiene bien limpia ! — exclamó Jacinta,
contemplando a Berón con un aire humilde, lie de
servirlo en lo que mande...
Luis María que estaba serio, agradeció todo; y
como se dispusiera á la marcha, saludó á Jacinta,
diciéndole que no olvidaría su agasajo.
¡pita amorrada siguió junto al fogón tomando
a mate aguachento o hasta hacer sonar la « bom-
billa».
sobre los lomos, Cuaró saludóla así, cal-
moso :
GRITO DE GLORIA 231
— ¡ Adiosito « tambeyuá » ! . . .
Como si la hubiesen hincado en la nuca, Agapita
se irguió colérica contestando :
— ¡Mira el a quirquincho » i . . . Anda, zafao.
El teniente picó espuelas riéndose, al punto de
echarse una y dos veces sobre el cuello de su
montura.
Era la suya una risa de niño tan espontánea é
ingenua, que Berón no pudo menos que admirar
aquel organismo poderoso tan imponente en la lu-
cha, tan sencillo en ios afectos.
Y acabando de reir dijo Cuaró :
— Las dos muchachas son muy güeñas...
Jacinta se le juyó á Frutos ; y aura no más, no
quiere cabrestearle á Calderón que al ñudo la anda
requebrando. Es muy de á caballo y guapa cuando
pinta.
— j Ya me figuro !
Caminaban por una loma desierta, en dirección
á la plaza.
A un flanco, como á media milla, cerca de un
edificio arruinado, distinguíase un grupo de hom-
bres y caballos. Los primeros estaban reunidos á
un gran fuego que lanzaba vertical una larga hu-
mareda. Varias lanzas con banderolas se veían cla-
vadas en redor como enormes y derechos tallos
de caña con sus penachos de hojas puntiagudas en
desfleco.
Cuaró extendió el brazo hacia el grupo, mur-
murando casi entre dientes :
232 E. ACEVEDO DÍAZ
— La guardia del capitán Melendez y el alférez
Piquemán . . .
— Spikerman sera, teniente — observó Luis Ma-
ría sonriéndose. •
Cuaró encogió un hombro, replicando:
— Lo mesmo es.
Al lado opuesto, pero más lejos, divisábase otro
grupo próximo á un « ombú » que alzaba su re-
donda copa sobre las colinas dominando el campo
á gran distancia.
— ¡ Lindo bichadero ! — exclamó el teniente. A
lo pájaro se columbran de arriba hasta los buques.
Es la guardia del capitán Sierra.
En la zona del frente, á más de una milla, mo-
víanse algunos hombres á caballo. Algo adelante
lucían como fugaces relámpagos, y oíanse después
detonaciones aisladas, que eran disparos de cara-
binas.
— La avanzada del capitán Manuel — dijo Cuaró.
Y enderezó el caballo hacia la costa, guiando á su
compañero.
Luego moderando el trote ante las rugosidades
del terreno, volvió á tomar el rumbo del recinto
fortificado.
Las lomas á la derecha reducían en extremo el
campo de la visual; á la izquierda se extendía la
playa llena de rumores con su olaje de ligeras es-
puu¡
Sobre las aguas de un azul sombrío, vagaban las
gaviotas de pico : rojas en desfilada
mojando el extremo de mi. alas.
GRITO DE GLORIA 233
A lo largo de la costa se sucedían en serie los
grandes peñascos con sus trechos de explanadas are-
nosas, y entre esos riscos y las colinas corría un
sendero culebrino escondiéndose tan pronto detrás
<le las piedras y malezas como enseñando en las
alturas su huella angosta y amarillenta.
Los dos ginetes precipitaron la marcha por ahí
avanzando mucho terreno.
Luego repecharon una cuesta, deteniéndose en lo
alto para inspeccionar con una mirada atenta los
contornos.
Habían dejado detrás las guerrillas, hacia el cos-
tado derecho.
Cerca de una milla delante descubríase el cintu-
rón de granito que rodeaba á la plaza, con su gran
broche de baluartes á tenaza y ángulos flanqueados,
llenos de cañones ; el campanario de la iglesia ma-
triz y su cruceta de hierro ; uno que otro mirador
disperso con sus tejados verdi-negros á modo de
palomares, y el casquete del cerro en el fondo
como el morrión de un coloso.
A poca distancia de los ginetes en un vallecico
muy verde, veíanse diseminadas con sus bocas á
flor de tierra varias a cachimbas » de aguas quietas
en cuyos fondos se alcanzaban á percibir los gui-
jarros y las arenillas como á través de un vidrio
color topacio.
En dos de esas «cachimbas», echadas de bruces,
lavaban ropa dos negras viejas con sus cabezas bien
envueltas en pañuelos de algodón unidos por los
extremos en la mollera.
234 E. ACEVEDO DÍAZ
Sin perjuicio de restregar las ropas sobre una ta-
bla que formaba como diámetro de aquellas bocas
circulares, sorbían y devolvían por sus anchas fo-
sas nasales el grueso humo de unas pipas de yeso
bien repletas de tabaco negro.
Las dos conversaban con mucho calor, cuando
la aparición de los ginetes las dejó en suspenso.
Abandonaron por un momento la tarea, sentá-
ronse sobre los talones, y miraron — retirando de
los labios los «cachimbos».
A poco de observar con grave atención á los re-
cién venidos, una de ella se persignó lentamente y
uniendo luego las dos manos exclamó llena de
asombro :
— ¡ Ave María purísima !...
— Sin pecao concebida — gruñó la otra.
— Si me parece el niño Luis que estoy mirando,
¡ por Dios Santo !
Barón contemplaba en ese instante á Montevi-
deo ; y de tal modo tenía allí puesto los ojos cual
si buscase por encima de los muros en las más af-
tas azoteas alguna sombra amada, que las voces del
llano no llegaron á su oído ; ni llegado hubieran,
si el teniente no le previene que una de aquellas
lavanderas le hacía señas.
La negra empezó .i hablar en voz tan alta po-
niéndose de pie, que Luis María no tuvo que hacer
grande esfuerzo para reconocerla.
Experimentó una emoción de alegría que no puso
empeño en dominar, bajando a gran trote la cuesta.
GRITO DE GLORIA 235
— ¡ El mismo soy, mama Nerea ! — dijo con
acento cariñoso, ¡Qué suerte el encontrarla!... Va
á hacerme usted un servicio cuando yo creía im-
posible el medio de salir del paso. Vea usted ! Aquí
tengo dos cartas que ansio mucho lleguen á su
destino, que son para personas queridas que acaso
se acuerden de mí.. . ¿Ha visto usted á mis padres,
Nerea ?
— Sí, niño ; están buenos. . . ¡ Virgen bendita !
Mírenlo como viene de quemao. El servicio que
quiera aunque me afusilen!... El ama va á tener
un gusto como nunca así que le cuente esto que
me está pasando.
— Así es. Pero ahora Nerea, el tiempo es corto;
tenemos que regresar y pídole me escuche. ¿ Cómo
vá á llevar usted estas cartas ? Yo temo mucho que
se apoderen de ellas.
La negra se calló de súbito con gesto muy se-
rio, y púsose á mirar á todos lados como si bus-
case un medio de solución.
Y poniéndose un dedo en la boca, dijo luego
bajito :
— ¡Démelas, niño; yo sé!... Todos los días
entramos y salimos por un portillo en la muralla
donde hay poca vigilancia. Registran ahora, pero
una nadita... A las negras viejas nos dejan pasar
sin poner mucho el ojo, como que lavamos ropa
de los oficiales. ¡Ya verá, niño! ya verá, su
mercé . . .
Esto diciendo, Nerea se desataba el pañuelo de
236 E. ACEVEDO DÍAZ
algodón que ceñía su cabeza, — un cráneo achatado
en el frontal y saliente en el occipucio, cubierto
en parte por « motas » blancas tan nutridas aún,
que bien podían ocultarse dos cartas debajo del
vellón.
Luis María comprendió ; y haciendo con su co-
rrespondencia varios dobleces hasta reducirla al
mínimum del volumen posible, la introdujo entre
las «motas», de manera que no se descubriera á
simple vista el engaño.
— ¡ Ahí está ! — exclamó la negra pasándose una
y dos ocasiones la callosa mano por el cráneo,
subdividido en isletas y ranuras. Ahora se aprieta
fuerte el pañuelo en muchas vueltas y se ata en el
medio... ¿A que ningún «mameluco» encuentra
la güeva, niño ?
— Así ha de ser, Nerea.
— Ya no hay más que irse, si su mercó no tiene
otra cosa que mandar. .. Enjuago esa camisa que
está ahí sobre el tablón, ato la ropa seca ; guardo
el jabón y el añil con todo lo demás, allí en ese
«rancho» viejo de mi comadre (¡nina; me pongo
el bulto en la cabeza, y adiosifo!... En un ave
maría estoy en el pueblo, niño ; y en una señal de
la cruz en casa del ama, junto que llegue la ora-
ción. ¡ Por la virgen purísima ! ¡Qué cosas me están
indo bendito sea el Señor !
V la negra toda nervios.i, púsose ;í arrollar las
ropas, dejando caer el « cachimbo » ; en tanto
Cuaró, inmóvil en la loma, decía á su compa-
GRITO DE GLORIA. 237
— Es gücno volver hermano. Ya comienzan á
alborotarse los que están en el saladero de adelante,
y nos van á cortar.
— Cuando guste. Adiós, Nerea . . .
— Que la virgen lo ayude a su mercó . . . Pronto,
niño, mire que estos «mamelucos» no son de
fiar !
Ya Berón no la escuchaba, pues había traspuesto
con Cuaró la loma y descendía al sendero de la
playa.
Todavía Cuaró escaló la altura una vez más, y
al bajar dijo :
' — Una partida grande corre para el campamento,
á media rienda. ¡ Vamos á emparejar !
Y arrancaron á toda brida.
En efecto, un grupo numeroso de ginetes se di-
rigía al campo de Oribe; pero no se oía un grito,
y habían cesado las detonaciones.
XX
Los coturnos de Jacinta
Llegaron al campo sin novedad alguna en su
trayecto, después de un galope de media legua.
238 E. ACF.VEDO DÍAZ
Allí se informaron de la causa del movimiento
producido en la línea ; el cual no reconocía otra
que la llegada de varios patriotas escapados de la
ciudadela antes del alba. Aprovechándose de la con-
fusión ocasionada por una de tantas alarmas diarias,
especialmente después del repliegue de la columna
descubridora, muchos prisioneros habían escalado la
muralla y descolgádose al foso, diseminándose pol-
las afueras á favor de las sombras. El más nume-
roso de los grupos encontró caballos en un «po-
trero», algunos de ellos semi- enjaezados, pertene-
cientes sin duda á los guardianes de la «tropilla»:
y era ese grupo el que acababa de atravesar la
línea entre vítores y aclamaciones.
Como si todo concurriese á alentar el esfuerzo
de los revolucionarios, súpose también que otros
amigos de causa habían llegado del exterior. De
diversas localidades habían venido nuevas igualmente
halagadoras, sobre otros desembarcos, encuentros
parciales, levantamientos; una verdadera atmósfera
de alegría y de bullicio dominaba el campo entre
diálogos rumorosos y ecos de diana.
Luis María y Cuaró pasaron por el sitio de los
carretones, en donde se detuvieron un momento
para tomar un «mate 4 que les brindaba Jacinta.
i parecía también contenta, y muy al cabo
de lo que pasaba. Lucíanle los ojos negros con un
brillo de loza lina, tenia la le/, encendida, los la-
mas rojos, el pelo mejor peinado, En reali-
dad estaba herniosa; con e .a hermosura agreste,
\
GRITO DE GLORIA 239
selvática, que olía i flor de ajhucema y á miel de
« camoatí ».
Ella les comunicó lo que sabía, y aun lo que se
esperaba, añadiendo :
— ¡No hay apuro, por irse! Apéense... Tengo
«churrasco» y un costillar al asador que me trujo
el cabo Mateo de parte del cordobés !
Y se reía, mostrando una doble fila de dientes
pequeños, afilados y lustrosos como los de un niño,
acompañando su expansión con un ademán de alto
desdén.
— Yo no quiero que se vayan. . . Bájense, pues.
No parece sino que les gusta el ruego.
Cuaró que miraba á. su compañero de reojo, re-
primiendo una sonrisa maliciosa, se apresuró á con-
testar :
— Aura no, Jacinta ; pero luego ha de ser. . .
En seguida, como recapacitando, reaccionó, y dijo
á Luis María :
— Mira, hermano : es preciso comer á donde se
encuentra, porque uno no sabe lo que ha de aton-
tecerle cuando anda de «tapera» en galpón. . . Apéate
que yo vuelvo de aquí á un ratito.
— El asao está listo, — repuso Jacinta; ¡ lindo no
más ! Es una carne flor como la de regalo.
Guiñaba un ojo con una sonrisa sardónica.
— ¡ Viene del cordobés, indio ! ¡ apurao por me-
recer dende hace días. Jai !. . . No faltaba otra cosa.
Y yo sé una que he de contarles porque corre
priesa.
240 E. ACEVEDO DÍAZ
Dirigiéndose á Berón agregó :
— Bájese á merendar, si tiene gusto; ¡no hay
perros en la querencia !
Pensando que si bien era verdad que no había
mastines bravos y sueltos, habría acaso leonas allí,
Luis María, que tenía apetito, no vaciló en echar
pie á tierra. Por otra parte sentía cierta fuerza de
atracción en aquel vivac de los carretones, que le
hacía agradable la permanencia.
Tiró del cabestro y oprimió la mano á Cuaró
que le prometía de nuevo volver.
Cuando el teniente se fué, ella le tomó el ca-
ballo á pesar de sus protestas, lo condujo á un si-
tio apropiado, quitóle el freno y ató el « maneador »
a una estaca allí clavada. Toda esta faena fué obra
de pocos minutos.
Luis María, que ya estaba junto al fogón, no dejó
de seguirla en sus menores movimientos, no sa-
biendo qué admirar más, si su práctica en tales ta-
reas, ó la bizarría de su figura de mocetona llena
de bríos.
Aquellas botas de piel de puma con pelaje, tan
bien ceñidas al pie y á la pierna redonda. . . Nunca
había él pensado en semejantes coturnos !
Sin engañarse, aunque de estructura y arte semi-
salvaje, las hallaba algo de interesante. Le habían
llamado la atención las botas de Cuaró aunque sa-
bía que Cuaró era más que matador de tigres, y
caíanle correctas al fiero lancero; con mayor mo-
tivo en Jacinta parecíale que entre sus pies estre-
GRITO DE GLORIA 241
chos y regordetes y. las afelpadas zarpas de la leona,
no podía haber gran diferencia.
A juzgar, pues, por los extremos de plantigrado,
las pasiones ó los instintos que bullían en aquel
tronco de amazona debían guardar íntima relación.
Sus dientes blancos y filosos encajados en encías
de un color de grana, se mostraban con amenaza,
aun sonriendo. El cabello muy negro algo crespo y
retaceado que ella sacudía cuando se quitaba el
sombrero, semejaba una melena espesa aunque cui-
dada y luciente.
Concluida su diligencia, volvió ella presurosa, atizó
el fuego, movió el asador, del que goteaba á hilos
la dorada pringue ; fuese al carretón, tomó galle-
tas y azúcar terciada, preparó otra vez el «mate»,
lo «cebó», y presentándoselo á su huésped, dijo:
— Desimule si no está á su gusto, mozo.
— Muy bueno he de encontrarlo, Jacinta ; más
cuando pienso que esta suerte mía no la tienen
muchos.
— ¿ Qué suerte, dice ?
— La de que usted me lo brinde.
Refregóse ella las manos, bajó la vista al suelo
y se quedó en silencio.
Se había sentado en un tronco cerca de él, con
la caldera al alcance de la mano, cruzado un pie
con el otro.
Alguna vez aspiraba fuerte los junquillos, ya mus-
tios, que conservaba en un ojal de la blusa; y lo
miraba de lado de un modo fijo y sombrío, huraño,
persistente.
iü
242 E. ACEVEDO DÍAZ
— Lo que siento Jacinta, es no poder retribuir
sus agasajos como yo quisiera, puesto que usted no
puede dar de balde lo que á usted le cuesta.
Hizo ella un gesto de enojo, pero reprimiéndose
respondió con acento grave:
— ¡ Qué me importa !
Y después, poniendo en los del joven sus ojos
siguió bajito :
— Es mi gusto. Si no juese asina, no estaría us-
ted ahí.
— ¡ Gracias !
Luis María cogió la caldera para poner agua en
el «mate» y pasárselo; pero Jacinta se lo quitó y
siguió haciéndolo ella.
— A otros más pintaos, cuasi puedo decir, les he
permitido ; pero á usted no . . . Yo estoy para ser-
virlo.
I Y usted es de Montevideo ? — preguntó en se-
guida con vivacidad.
— Si Jacinta, de allí soy.
— Ya se ve... ¡cuántos habrá que se acuerden
de usted ! ¡ Qué lástima andar siempre lejos y entré-
venlo con tanto matreraje !
Mire, algunos son buenos ; pero hay otros que
ni para atusarlos . . .
V.tv á decirle. Frutos y Calderón se rascan jun-
. El cordobés siempre jué con él como guasca
lechera ¿sabe?... ¡Yo lo; conozco mucho, y á mí
no me vengan con retobos ni con pialadas ! Frutos
se aíigura que naide le pisa el 'poncho y que él
GRITO DE QLORIA 243
solo manda, porque después de Artigas no hay otro ;
y á mí mesma me ha dicho que si lo agarraron
jué por engaño, que los ha de arrocinar á todos
porque él se duebla y no se quiebra, y que cuando
menos se piensen los va á hacer andar como aves-
truz contra el cerco. ¿ Oye usted ?
— ¡ Sí, y bien que escucho ! — contestó Berón un
tanto sorprendido.
— Pues el arrastrao del cordobés quiere masque
eso ; anda en trato con los de adentro y ha pro-
metido matar á los mejores de aquí de una noche
para otra.
— ¿Es posible Jacinta ?
— ¡ Oh, sí ! Tan verdad como esa luz que
alumbra.
Y acentuando una á una sus palabras continuó :
— Yo sé bien lo que pasa. . . sino, no diría nada.
El cabo Mateo de la gente de Calderón, me ha
contao todo, para que me juese al campo de su
jefe, de quien me trujo esa carne. Yo no quise...
Entonces dentro á hablar para asustarme ; le retru-
qué, me reí de él y del otro, y el hombre comenzó
á descubrirlo todo muy serio, por ver si yo entraba
á aflijirme y á dirme con el carretón. ¡ De adonde !
Lo inqué un poco, por sacarle lo que guardaba,
y no tardó en decir que su jefe tenía ofertas muy
grandes de Lecor ; que aquí el más ladino era Oribe
y no don Juan Antonio, según lo había asigurado
Frutos, y que cayéndole á Oribe, Frutos había de
acabar por ponerle á don Juan Antonio «pie de
241 E. ACEVEDO DÍAZ
amigo », y arreglarlo todo sin más quebradero de
cabeza. Últimamente habló de que nada faltaba para
el baile, porque hasta música había de venirles de
la plaza. ¿Qué le parece? ¡Vaya viendo!
Cuando Frutos jugaba en la tienda hacía burla
de todos, decía que ninguno valía más que una
onza de las que echaba en la carona, y que nunca
había de consentí'" que lo huleasen, aunque juese el
Emperador mesmo porque él era dueño de todo!
hasta del último guacho que entriega los ojos á los
chimangos. Los hombres habían de servirle en cuanto
ordenase; las mujeres tenían que aficionársele, por-
que sino ¡dele laxo! la plata era para él, que saberla
repartirla sin que naide se quejase; y toda «doña»
que pariese un hijo tenía que ser su comadre.
Jacinta calló un momento para cambiar de lado
el asador.
Luis María había apoyado el rostro en sus dos
manos y parecía absorto, con la vista lija en el
luego.
Volvió ella á su asiento, y prosiguió con mayor
locuacidad y acritud :
— Calderón no se le despegaba, como garrón al
güeso. Frutos le decía siempre: ¡con este chicote
he corrido á los porteños! ¡Había de ver! ¡Se ga-
naban las 011, las tardes y se repartían las
aparceras entre los dos como tabaco picao, lo mesmo
que las vacas gordas y las «tropillas» ajenas; den-
traban ;i los «ranchos» para averiguar cuantas mo-
zas había, y si er.m de carnecita, para qué!... Se
GRITO DE GLORIA 245
había de bailar hasta que rayase el sol cuando era
un bautismo y comerse vaquillonas con cuero. Lo
mesmo cuando era un velorio. El angelito se pu-
dría de andar de un pago á otro, en las «casas»
que tenían cuartos grandes donde pudiesen amon-
tonarse los oficiales de dragones y armarse el «pe-
ricón». Después se iban al campamento llevándose
á las ancas más de una prójima, que ya no volvía.
Al ñudo alguna madre afiijida pedía por Dios que
le dejasen la más chica ; se reían á reventar, di-
ciendo que la mis cara era la carne flor. Se hacían
los quiebros y comadreros, y donde quiera iban al
destajo, peor que indios... Mire, yo me cansé de
ir atrás con mi carretón viendo tantas maldades; y
los dejé una noche, á los pocos días de caer Fru-
tos preso.
Esa tarde pasó usted cerquita de mí sin mirarme,
muy tieso y amorrado — y entonces pregunté quien
era esa estampa de nazareno con sable que iba
montao en un overo rabón . . . ¡ Naide lo conocía,
como que no era fruta del pago!
Aura ya sabe. Si el cordobés se suleva, le va á
poner el ojo como ayudante de Oribe; hay que
dormir con el caballo de la rienda, que los zorros
roban guascas y los tigres se comen hombres. ¡ Cómo
á ladina no me ganan, yo les voy á ayudar á pia-
larlos lindo !
Al decir esto, los ojos de Jacinta centelleaban
como dos ascuas, vivaces y bravios.
Berón levantó la cabeza despacio y la miró
.atento.
246 E. ACEVEDO DÍAZ
Todo lo que ella había dicho no tendría nada
de poético, pero sí mucho de verdadero. Le hacía
pensar.
— ¿Está usted en el secreto de lo que pasa, Ja-
cinta? — preguntó.
— Sí, yo sé todo. El cabo Mateo tiene que ve-
nir cuando llegue una mujer que mandan de aden-
tro ccn cartas. Esa mujer pasa la noche con Aga-
pita, si no viene el cabo, y á ocasiones se va á
donde Calderón con los papeles, para traer otros . . .
Yo les voy á avisar asina que estén aquí y antes
que Mateo converse con la « doña «... Pero aura
veo que el indio se ha de haber puesto á sestear
porque no aparece. ¡ Es un indino!
— No importa, Jacinta; yo le diré lo que ocurre,
aunque él ya está sobre aviso.
Y ahora la dejo, pues conviene que hable con
mi jefe sobre estas cosas tan disgustantes.
— Es asina. Pero ¡cuántas de éstas hacen! Usted
no conoce la laya de alguna gente. Son capaces de
darle golpe á todos si ganan en la partida y de
pasarse á la plaza en un repeluz, porque creen que
los de adentro son de tiro largo y han de quedarse
con la plata del juego.
— [Verdad! Eso han de imaginarse.
Como Jacinta acercase el asador, clavándolo de-
lante de él é invitándolo á servirse, el joven sintió
que vaha su apetito en presencia de una
carne dorada que chorreaba delicioso jugo.
Almorzó, pues, basta saciarse; pero antes pasó
GRITO DE GLORIA 247
una costilla á la hermosa vivandera, cortada del
centro, dejando otras en el asador al rescoldo por
si aparecían Cuaró y Agapita.
Jacinta dijo que Agapita había de traer listo el
diente, pero que aún demoraría, pues ese día estaba
de lavado. En cuanto al teniente, ella agregó: el
indio es muy gaucho y aonde quiera pega el tajo
y m erienda.
Concluido el almuerzo, Jacinta enfrenó el caballo
de su huésped y se lo trajo del cabestro á paso
lento.
— Ahí tiene su bayo — dijo. Ya está por «des-
piarse», si no lo « desbasa » un poco.
Luis María se sonrió.
— Agradezco la advertencia y la tendré presente,
Jacinta.
Esta se sonrió á su vez.
Y como él añadiese que tenía además que agra-
decerle todas sus bondades, ella dijo con acento
suave, desentendiéndose :
— ¡ Que Dios lo acompañe !
Mirólo con ojos cariñosos, y quedóse de pie,
mientras el joven marchaba.
Todavía al trasponer la vecina loma, observó
el ginete que Jacinta le seguía con la vista, inclinada
la cabeza y los brazos cruzados sobre el pecho.
Preocupado iba con las revelaciones recibidas, al
punto de no interesarle mucho el tiroteo de la lí-
nea ; pero la verdad es que á poco se siguió á la
preocupación formal otra risueña, sobre las botas
248 E. ACEVKDO DÍAZ
de cuero de puma concolor de Jacinta. ¡ Buenos
coturnos para una diana cazadora !
XXI
Al rescoldo
Un viernes por la noche la helada cubrió los
campos, que iluminaba la luna á través de un es-
pacio de limpidez admirable.
El suelo blanqueaba en toda su extensión visible,
desapareciendo bajo el manto de hielo el verde
vivo de las hierbas y la negrura del lodo en los
pantanos. De los arbustos semi-hojosos colgaban los
gajos bajo el peso de una costra de cristales, y los
que ya estaban desnudos parecían envueltos en re-
dajas de frágiles hilos. El aire lastimaba al rozar
las carnes como un latigazo finísimo, y de ahí los
encogimientos y crispaciones de los caballos que,
sujetos á la «estaca», permanecían con las cabezas
quietas y las colas entre remos, sin triscar los pas-
tos. En el «cañadón» la rata de agua solía cruzar
el cauce en compañía de los patos silbones.
Algunas brasas brillaban en los vivacs, restos de
cendidofl COn gruesos troncos traídos del
monte de Carrasco de tiro .i la cincha. Pero v.i
veía sino uno que otro bulto de distancia en
GRITO DE GLORIA 249
distancia junto á las cenizas ardientes, sin duda de
centinelas perdidas que vigilaban las cercanas lo-
mas. Pasada era media noche. Una hora haría á
penas que Luis María se había recogido á su tienda
de ramas de sauce y tolda endurecida por el hielo.
Estaba recostado, fumando. Cerca de la entrada
había ardido un buen fogón, del que se conserva-
ban algunos enormes tizones. Ráfagas tibias se in-
troducían á intervalos en aquel refugio, sólo para
hacer sentir con mayor intensidad la crudeza del
frío que se colaba por los intersticios vivo y
sutil.
No parecía sin embargo muy mortificado, pues
se mantenía inmóvil, envuelto en su «poncho».
Acaso existía mucho ardor en su mente, tanto como
vigor en sus músculos. Pero, el hecho es que, en
cierto momento llamóle la atención un ruido leve
de pasos a espaldas de su vivienda.
Leve era, en efecto, ese ruido ; el que pudiesen
producir las zarpas enguantadas de un tigrino al
sentarse sobre la capa helada.
Se incorporó para escuchar mejor y cerciorarse,
antes de abandonar su escondrijo inútilmente.
Por un instante cesó el rumor de las pisadas.
Pero luego volvió á sentirse, ora lejos, ya cerca,
hasta que resonó á la entrada al mismo tiempo
que se proyectaba delante una sombra.
— ¡Soy yo, ayudante Alaría! — murmuró una
voz de mujer. Tengo que hablarle ahí adentro, que
no oigan . . .
250 E. ACEVEDO DÍAZ
El joven, que había reconocido á la que hablaba,
le hizo lugar, diciendo con alguna sorpresa :
— ¡ Entre usted, Jacinta ! La habitación es bas-
tante estrecha, pero yo me haré lo más pequeño
posible. ..
— No le hace. Aonde quiera me acomodo sin
petardear.
Y se entró en cuatro manos, tendiéndose al lado
de Luis María.
— I Qué ocurre, Jacinta ? ¿ Ya tenemos á la
emisaria?
— Sí, por eso he venido . . . Manié el malacara
por no alborotar.
— Entonces es preciso avisar de lo que pasa al
comandante . . .
— ¡No! El ya jué, y está calentándose en el
fogón junto á los carretones. También hay tropa
con el capitán Mael y el indio.
— ¿Y la mujer emisaria?
— El comandante le sacó los papeles que traía
debajo de la bata, y la puse» presa en un carretón.
¡ Está enojao !
— Me imagino. ¡Ahora mismo voy hasta allá,
Jacinta !
— No, no vaya... El dijo que no había que
mover nada del campo hasta que no raye el día;
que todo estaba siguro, y que quería tener el gusto
de desarmar él mesmo al cordobés cuando se pu-
á churrasquear en su fogón, lia roandao que
naide deje los «ranchos», sino á hora de siem-
GRITO DE GLORIA 251
pre . . . La gente que está en el «playo» vino de
la guardia del ombú, y la hizo apearse hasta la
mañanita.
Luis María notó que Jacinta venía inquieta; que
algunos de sus estremecimientos frecuentes no eran
causados quizás por el frío, pues en ciertos mo-
mentos parecía sufrir sobresaltos, incorporándose de
súbito al menor ruido que se produjese en las
proximidades del vivac.
En una de esas veces, se arrastró sobre sus
rodillas y asomó la cabeza poniendo el oído con
atención.
Luego, al recogerse, se acercó bien al joven con
la cara ardiendo á pesar del cierzo, y le preguntó:
— ¿Tiene usted las armas á mano?
— Sí, están junto á mí, prontas. ¿Por qué esa
pregunta, Jacinta ?
— ¡Oh nada!... Es bueno siempre. Mire: yo
truje esta daga por si acaso. Hay «malevos» en
el campo y puede antojárseles venir hasta aquí.
— No tenga cuidado por eso, que yo los recibi-
ría como merecen — dijo Berón con lentitud, como
si se diera cuenta de aquellos misterios. Pero si
Calderón se subleva no veo que le asista tan grande
interés en sacrificar á un hombre que poco ó nada
significa ; á no ser que tenga por lujo derramar
sangre . . .
Jacinta lo miró de un modo intenso, murmu-
rando bajito :
— ¡ No crea ; yo sé ! . . v El cabo Mateo me pre-
252 E. ACEVEDO DÍAZ
guntó anoche si yo conocía á un mozo alto, muy
airoso, que era ayudante de Oribe, de apelativo. . .
y si yo sabía dónde hacía noche, si tenía fogón
aparte y en qué lugar del campamento ... Le con-
testé que no conocía á naide de esa pinta. Pero' yo
caí en el ardite, y entré á averiguar haciéndome la
poca al vertida para cuándo era el golpe; y me dijo
que de esta noche á mañana con el alba, que no
estaba en lo firme, porque tenían que salir tropas
de la plaza . . . Entonces pregunté porqué iban á
matar aquel mozo, si él no era jefe. Respondió que
había orden de adentro de no dejarlo con vida...
— ¡Ah! ¿No añadió de quién podía venir esa
orden ?
— No dijo más nada; usted ha de saber.
Luis María se sonrió con tranquilidad.
— No adivino, Jacinta. |En verdad que es raro!
De todos modos, mucho tengo que agradecerle este
servicio que me precave de una sorpresa.
Lila volvió á experimentar un sobresalto en ese
instante, y sin desplegar los labios, arrastróse de
nuevo hacia afuera mirando a todas direcciones.
Las formas correctas y llenas de su cuerpo ágil
y flexible, dibujaban bien sus contornos entre las
amplias haldas de la manta que le servía de vesti-
menta. Llevaba puestas las botas de piel de puma
que le cubrían hasta la mitad las piernas y una
«bombacha» de brin cuya blancura revelaba el
aseo y cuidado de la persona ; una blusa de paño
azul ajustada al talle y un pañuelo de seda ceñido
á la garganta.
GRITO DE 'JLORIA 253
Así que se volvió al primitivo sitio, pudo recién
apercibirse Luis María que aquella especie de leona
olía á junquillo y á aroma silvestre, y que esa ema-
nación capitosa empezaba á embarazarle los sen-
tidos.
— ¡Qué atrevimiento! pensará usted — dijo ella.
Sin su licencia estoy yo aquí.
— No la necesitaba, Jacinta, y menos para ha-
cerme el bien que tanto me obliga. . .
— ¡ Qué obliga ! Yo soy asina cuando tengo gusto,
guitarra dura para todos menos para quien sabe ta-
ñerla.
Deseos tuvo Luis María de decir que él la iba
á pulsar entonces; pero aún se mantuvo firme, un
tanto preocupado con lo que le estaba pasando de
un modo tan extraño é imprevisto.
Aquel interés en matarle, ¿ de quién podía pro-
venir ? Su imaginación se abismaba.
Luego hizo esta pregunta como confuso :
— Y esas cartas ¿ qué dirán Jacinta ?
— ¡ Ya se ve lo que han de decir!... El co-
mandante no conversó nada de eso. Toma « mate »
no más, mirando al fogón. A ocasiones se levanta
y camina á prisa como para quitarse el frío. . .
— Verdad que aquí dentro hacía uno intolerable;
pero desde pocos minutos acá la atmósfera se ha
templado, y parece esto un hornito.
— ¡ Ya creo ! — murmuró Jacinta. Tengo la cara
como fuego, y aun los pies también se me calien-
tan, á la lija porque dan en los tizones.
254 E. ACEVEDO DÍAZ
Y después, siguió diciendo con voz cariñosa:
— Que gusto de querer irse con esta helada
srande, cuando no lo llaman todavía. . . Si usted
quiere yo me voy, señor ayudante María. . . ¡ Qué
nombre lindo ! ¿Usted tiene madre? Porque si tiene,
aura ha de estar llorando al acordarse de su rubio.
Luis María se estremeció ; y como ella estaba muy
cerca acurrucada bajo el mismo poncho, pues el
que trajo lo había puesto tendido encima, llegó á
sentir aquel temblor.
— ¡No la echo! — contestó Berón. ¿Por qué ha-
bía de irse, ni yo permitirlo, habiendo usted sido
tan buena conmigo ?
— ¡ Mira. . . No hice tanto !
Y suavizando cuanto podía su acento ronquillo,
añadió como un arrullo :
— ¡ No me trate tan formal !. . .
— ¿Y cómo quieres que lo haga, Jacinta ?
— ¡ Asina ! repuso ella contenta, cual si hubiese
merecido una caricia. Yo nada valgo, usted sí. . . Por
eso lo quiero distraer un poco, para que no cavile
tanto.
— Si yo no cavilo, Jacinta. Pero aunque así no
sea tengo mucho placer en que estés junto á mi,
en oir tu voz amiga. . .
Ella le cogió la mano, oprimiéndosela, y dijo:
— ¡ Qué gu
Él Se acercó más, acaso sin pensarlo, por un mo-
vimiento instintivo ; siguieron hablando bajito, es-
trechándose, y después ya no se oyeron voces.
GRITO DE GLORIA 255
De vez en cuando chisporroteaban los tizones re-
ventando en el aire alguna brisna ardiente. La he-
lada descendía siempre acumulándose en cristales
sobre el techo improvisado, y el frío era intenso,
la noche azul y transparente.
Gran silencio reinaba en el campo. Algún zorro
en busca de lonjas de cuero lanzaba en el bajo su
grito estridente ; si ya no era el de un cabiay
errante por el ribazo del « cnñadón », el que per-
turbaba por momentos la calma profunda.
Pronto vino la alborada — una claridad lechosa,
tenue y difusa en el horizonte que se iba exten-
diendo como blanca gasa, y enseñando luego su
festón de rosa sobre un fondo colorante como una
lámpara solitaria en la inmensa bóveda sin sombras.
Del ramaje ya casi deshojado de los « ombúes »
surgía el canto de los dorados, y el « teru » reco-
rría el campo á vuelo rasante entre notas bulli-
ciosas.
Fue á esa hora que Jacinta salió de la tienda de
Berón, para tomar su caballo en el bajo.
Poco después Luis María salió, aparejó el suyo,
y emprendió marcha hacia el vivac de los carre-
tones.
No había aparecido aún el sol.
La tropa se hallaba dispersa en el llano junto á
los fuegos. El comandante Oribe dormitaba recos-
tado á la rueda de uno de los vehículos, frente á
un fogón, bien arrebujado en su poncho de invierno.
Ismael y Cuaró departían sentados sobre pieles de
256 E. ACEYEDO DÍAZ
carneros, al amor de otra lumbre viva en que se
asaban las « cecinas » que debían servir al desayuno.
Mostráronse contentos de la llegada del compa-
ñero, á quien hicieron lugar entre los dos brindán-
dole con un a mate » amargo.
— ¡Bien lo preciso! — exclamó Luis María, pues
al salir de lo caliente he sentido tal impresión que
sólo estas llamas y este «mate» pueden desvane-
cerla.
— Me alegro que encontrés esto lindo, hermano
— dijo Cuaró ; — pero te has venido muy pronto.. .
Y sonriéndose, le guiñó un ojo.
— No — repuso el joven respondiendo con otra
aquella sonrisa; — debía estar aquí más temprano.'
— Xo había priesa — observó Ismael. El coman-
dante dice que mejor se cazan tigres al romper el
sol.
— De juro — agregó el teniente con aire de pe-
rito. El «yaguareté» sale de la espesura cuando el
sol alumbra de tendido; y ronza el bajo olfateando
carne fresca.
— ¡Ya! — objetó Berón. Entonces hoy la cosa
se achira.
— Y puede ser que nos topemos con los del
corral de piedra, porque han de querer venirse al
bulto.
— | Mejor) Dicen que Calderón la da ésta por
segura.
— Sí — murmuró Ismael con ceno irónico: cuando
el ñandú comience á volar.
GRITO DE GLORIA 257
Y atizó el cigarro con la uña, despidiendo con
la fuerza de un fuelle la humareda por las narices.
— ¡ El comandante se levanta y mira! — exclamó
Cuaró.
Luis María se puso de pie, y dirigióse presuroso
adonde estaba Oribe.
Habló con él breves momentos, y en seguida
pasó á los puestos para trasmitir la orden de montar.
Cuando regresó ni vivac de Ismael, ya se había
recogido todo, y los compañeros se encontraban á
caballo, ordenando sus escalones sin precipitación
ni ruido.
Pocos hombres los componían constituyendo una
simple escolta de números escogidos.
Esta tropa marchó bien pronto detrás de Oribe,
que iba muy adelante acompañado de Berón.
Apenas trastornaron, vióse que un grupo pequeño
con un oficial á la cabeza se corría paralelamente
á la costa, á bastante distancia. En el valle ardían
fogones, rodeados de soldados con sus caballos listos.
Calderón se encontraba allí.
Oribe hizo detener la escolta en la ladera, y mar-
chó solo hasta el vivac del jefe de la línea.
. Ismael, que estaba mirando con fijeza el grupo
que se alejaba por su derecha, dijo a Cuaró :
— Aquel es Batista que ha venteao y se va. Vea,
teniente, si le sale al encuentro, antes que dé el
anca á las guardias . . . ¡ Saque seis hombres y marche !
En un instante se hizo la operación.
El destacamento se desprendió con Cuaró al frente,
17
258 E. ACEVEDO DÍAZ
al trote, simulando una contramarcha al flanco
opuesto, y pronto desapareció detrás de una que-
brada.
Luis María atento á todo, había seguido con la
mirada los pasos de su jefe.
Un ligero diálogo se había sucedido á su llegada
al vivac, con el presunto traidor ; luego, algunos
ademanes violentos.
Cierto movimiento se produjo en los grupos al
parecer de hostilidad, pues algunos se dirigieron á
sus caballos.
Empero, ese movimiento cesó muy pronto y to-
dos se quedaron perplejos al observar la actitud
resuelta de la escolta, inmóvil y carabina en mano
en la ladera.
Voces diversas se oyeron, sin duda de protesta ;
y no pocos llevaron la diestra á sus armas.
Calderón siempre esforzando su voz, retrocedió
algunos pasos con la mano en el pomo del sable.
Oyóse que decía :
— ¡No le reconozco autoridad para prenderme,
ni me entrego !
Entonces Oribe, sin preocuparse de los que es-
taban á SU espalda, sacó las dos pistolas que tenía
cruzadas delante, y sin decir palabra las amartilló,
apuntándole con ellas i la cabeza.
En seguida de esto, Calderón se desprendió su
sable y se lo entregó sin más resistencia.
Dé cerca y de lejos, con las cabezas en alto, si-
lenciosos y sorprendido., los pequeños grupos dise-
minados contemplaban la escena.
GRITO DE GLORIA 259
Nadie se atrevía á dar ya una voz.
Lanzóla al fin Oribe.
Luis María se acercó.
— Que pase el capitán Velarde á retaguardia de
esa gente y la haga marchar al campamento, bajo
rigurosa vigilancia. Y usted, monte ! — agregó di-
rigiéndose á Calderón con acento duro.
El antiguo jefe de dragones estaba trémulo y
muy pálido. Ni una palabra brotó de sus labios
casi amarillos. Miraba torvo debajo del ala del
sombrero.
Montó y siguió al trote, dos pasos al flanco de
Oribe.
Ya en el campo, media hora después, Cuaró es-
tuvo de regreso. El oficial traidor había logrado
escapar á favor de su caballo, pero no así dos de
sus hombres que el teniente traía atados de las
piernas al vientre de sus monturas.
Así que divisó á Cuaró, hízole llegar Oribe,
y díjole :
— Queda usted encargado de llevar este preso
al cuartel general, y desde ahora está bajo su vi-
gilancia. Descanso en usted, teniente.
Cuaró oyó sin pestañear la orden; y volviendo á
montar, dijo ¡muy grave á Calderón :
— Endilga el roano á aquel ombú que se em-
pina en la loma, al pasito no más . . .
El preso siguió en la dirección indicada, pasivo
y silencioso.
Llegados al punto, Cuaró llamó á un soldado, y
260 K. ACEVEDO DÍAZ
ordenóle que trajese un caballo como para prisio-
nero.
El soldado volvió al rato con uno de pelo ce-
bruno, que no por ser el del ciervo y la liebre
acusaba aptitudes en el animal ; matalote sano en
el lomo, pero que mostraba bien todo su esque-
leto ganoso de rasgar el cuero, « lunático » por vi-
cio viejo y lerdo por añadidura.
Cuaró fijó un buen momento su mirada de inte-
ligente en aquel Babieca, y luego murmuró con
los labios apretados:
— ¡Lindo! Échale el recao.
El soldado desensilló el caballo de Calderón y
enjaezó el cebruno con sus prendas; y viendo que
le bailaba la cincha se apresuró á ajustaría con los
dientes.
Listo todo, Cuaró encendió despacio su cigarro
en un tizón ; con una seña hizo montar á su asis-
tente y al preso, saltó él sin poner pie en el es-
tribo en los lomos de su redomón como un hábil
gimnasta, y arrancó al trote diciendo suave:
— En ese caballo mansito no vas a rodar, co-
mandante. Si echa vuelo por milagro, no te asus-
tes, yo te barajo en la lanza y quedas siguro.
GEITO DE GLORIA 261
XXII
Las albricias de Nerea
Desde aquel día que se efectuó la salida de las
tropas, Natalia había experimentado diversas im-
presiones. En ese día nada percibió que le intere-
sase vivamente, desde el mirador.
Sintió detonaciones lejanas que podían confun-
dirse con las que resonaban en la línea ; vio regre-
sar la calumna descubridora, sin un solo prisionero,
como se divulgó poco después; oyó hablar de un
choque sin importancia en las avanzadas, y seguirse
á estos sucesos Ja monotonía de las plazas fuertes
con sus bandos conminatorios, sus clarinadas con-
tinuas y sus retretas tristes á la hora de queda.
En los días siguientes sintió estruendos sordos, movi-
mientos de tropas, destacamentos que salían á ocu-
par puestos fortificados á regular distancia de los
muros para asegurar víveres y forrajes. La situa-
ción de fuerza oprimía como un collarín las gargan-
tas. Solo estaba en actividad el músculo, bajo el
duro pomo de la obediencia pasiva. En el fondo
de los hogares, sin embargo, la pasión estaba viva,
ardiente, enconada; era ya como un culto la causa
de los débiles y se acariciaba á éstos en el recuerdo
262 E. ACEVEDO DÍAZ
como á imágenes adorables. ¿Por qué no? Todo
lo sacrificaban por su tierra. Eran dignos de vivir
en el corazón de los ancianos, de las mujeres y de
los niños los varones que buscaban con el brío in-
contrastable lo que otros conseguían por la su-
perioridad de los medios y la ciencia militar.
Si á esta pasión del valor se unía la del amor,
¡ ah ! qué sentir agitado y qué pensar febril domi-
naban corazón y cerebro ! Xa da se decía que no
fuese palabra del momento; y no se hacía nada
que no fuere tendente á estrechar el afecto pro-
fundo con los seres queridos. La muralla estaba
por medio; pero el cariño salvaba el obstáculo
como un ave dolorida que apura sus alas por llegar
al bosque de refugio. Remotas eran las esperanzas
de triunfo y la ilusión de paz, en la medida al
menos de los medios de combate y de la temeri-
dad del esfuerzo; con todo, ¡qué hermosos eran
los hombres que así se batían, y qué seductor el
ideal de su heroísmo !
Xatalia se expandía cow la que ella ya conside-
raba madre. ¡ lira tan buena ! La acompañaba en
su cariño materno con otro cada vez creciente,
hondo, intenso y se ayudaban á sufrir sin queja,
devorando sus Lágrimas, ocultándoselas la una á la
otra para no dar ninguna prenda de su dolor.
El retraimiento en que vivían, tenía sus consue-
los. Muchos seres humildes á quienes ellas daban
protección les comunicaban nuevas.
El mismo Pedro de Souza, siempre consecuente»
sacarlas de Lncer adumbres.
GRITO DE GLORIA 263
Pero era Guadalupe la que tenía el don de em-
bargar horas enteras á su joven ama con el recuerdo
de episodios en la estancia, en cuyas memorias se
entremezclaba el nombre del ausente.
Cierta tarde se apareció una negra vieja, antigua
esclava de don Carlos, y á quien este había redi-
mido el día en que su hijo Luis cumpliera sus tres
lustros.
Nunca dejaba de ir a la casa á saludar á sus
amos, como ella los llamaba siempre ; si ya no era
para llevar las ropas blancas cuyo lavado hacía.
Cuando sentían el ruido de sus chanclos en el
zaguán, los sirvientes decían riendo: ¡ahí está la
tía Nerea !
Y veíanla entrar en efecto á paso tardo, con el
atado en la cabeza y el cachimbo sin fuego en la
boca, dando los « buenos días de gracia » desde la
verja, y nombrando á viva voz á todos los de la
casa aunque no estuvieran presentes.
Esta vez la tía Nerea entró sin atado ni ca-
chimbo, arrastrando sus plantas con esfuerzo penoso,
y los ojos ahumados por la edad, llenos de llanto.
Parecía haber hecho una jornada dura, y sufrir
una emoción en exceso violenta para sus años.
La madre de Luis María y Natalia estaban en el
patio.
Distinguiéndolas ella, llegóse bien cerca, y dijo
con acento entrecortado y ronco :
— ¡ Ay, el ama del alma ! . . . Sáqueme, su
mercé eso que tengo en la cabeza, que ya me
264 E. ACEVEDO DÍAZ
pesa más que el atado;- tan ganosa estaba de lle-
gar pronto por la virgen santísima ! . . .
— ¿Qué será, madre? — preguntó Natalia sor-
prendida, — temblando cual si la hubiese oprimido
una duda el corazón.
— j Qué ha de ser ! — dijo la señora reprimién-
dose. Que ésta nunca se explica claro y la tiene á
una en angustias á veces... ¿Qué ocurre Nerea ?
La voz de la madre era tan imperiosa y aflijida,
que la negra, sin atinar á hablar, se arrancó de un
tirón el pañuelo que cubría su cabeza, cayendo al
suelo dos cartas muy dobladas.
Fué aquello como una revelación.
Nata, presa de un sacudimiento nervioso, dobló
su cuerpo gentil, y precipitóse sobre las cartas, re-
cogiéndolas y oprimiéndolas contra el seno agitado
con sus dos manos ceñidas.
Quedóse mirando á la señora de hito en hito,
con sus grandes hojos húmedos y lijos, la boca
entreabierta y una especie de latido en la garganta
que parecía haber paralizado su habla.
Nerea empezaba á explicarse levantando los dos
brazos ; pero la señora no la oía.
Teiubl.mdole las mejillas, alargó hacia Natalia
una mano blanca y rugosa diciendo:
- ¡ Y bien, pues!... ¿Son de él, hija?...
¡ Dame la mía, que una ha de haber !
Vita apartó ciliada las cartas del seno, levó
i los sobres; dio una; quiso retener la otra;
pero de súbito, saliendo de su aturdimiento, sintió
GRITO DE GLORIA 265
que el semblante se le encendía y balbuceó rubo-
rizada :
— ¡De él son, madre ! Esta para tí, esta para
mí. . . ¡ Tómalas las dos !
Y extendió su manee ita estremecida.
— ¡Oh, qué dicha! — exclamó la madre. Guarda
la tuya, querida. La mía me basta...
Y apretando la carta contra el pecho, se entró
en su aposento casi sollozante.
La joven siguió mirando y contemplando aquella
letra amada por algunos momentos, sin atreverse á
romper la cubierta ; y como fuese reponiéndose de
su primera emoción, de modo que ya viese claro,
puso aquella ante sus ojos una vez más.
Parecíale que conversaba con él muy cerquita,
como otras vaces, cuando sonaban sus palabras en
el oído encantado como trinos, y su aliento le en-
tibiaba la mejilla y le enardecía la sangre . . .
Sonrió, acarició á Xerea, puso la carta dentro
del seno, la volvió á sacar, y sin saber lo que
hacía, guardóla de nuevo y tornó á extraerla, ali-
sando las arrugas, observándola por todas paites
por si había rotura que denunciase su secreto.
Por último dijo:
— No te vayas Nerea. ¡Cuánto tenemos que
hablar ! . . .
Y huyó á su habitación, radiante de alegría.
Noche de júbilo fué esa, en la casa de Berón.
Nerea tuvo que quedarse allí porque debía dar
todos los datos más minuciosos.
266 E. ACEVEDO DÍAZ
Ella lo hizo punto por punto, siendo escuchada
con la mayor atención.
Si bien no la ayudaba su manera de expresarse>
desempeñóse con éxito, narrando todo lo sucedido
desde que la encontró en las « cachimbas » Luis
María, hasta que se fué.
A causa de interrogarla don Carlos con aire in-
quisitorial, se turbó más de una vez, pero bien
pronto repuesta, contestaba á todo añadiendo de-
talles inesperados.
Había venido á la ciudad sin tropiezo. Nadie la
había detenido ni registrado. El niño estaba bueno ;
era un gran ginete, y había llegado hasta á una
milla de las murallas.
Como ella dijese que tenía la cara morena de
tanto viento y sol, y la nariz despellejada, el se-
ñar Berón, sin dejar de mostrarse en cierto modo
adusto, trabó una especie de controversia sobre si
ese desperfecto momentáneo provenía de la acción
solar ó del aire enrarecido. La negra sostenía que
la tostadura venía del pasado verano.
Eli este punto, la madre preguntó grave y me-
lancólica :
— ¿Y le ha crecido la barba, Xerea ?
— ¡ Si viera SU mercé ! Es corta, pero le relum-
bra de dorada.
— Debe sentarle muy bien á mi Luis, — dijo la
ora con ternura.
Él es muy rubio y tiene la cara bonita.
Y miró á su marido.
GRITO DE GLORIA 267
Éste pestañeó sin pronunciar palabra.
Natalia estaba como absorta.
¡ Había motivo ! La carta encerraba tantas cosas
seductoras ! No cabía en sí de contento.
Oía sin embargo cuánto se hablaba, de modo
que al dicho de la madre, repuso ella con deleite:
— ¿ Qué importa que el sol lo haya tostado y
que la barba le haya crecido ?. . . ¡ Siempre será
hermoso !
La madre pasóle el brazo por el cuello y la es-
trechó con cariño.
Natalia la miró dulce, transportada, murmurando
como si estuviera á solas :
— ¡ Qué dicha volverle á ver bueno y vencedor !
Madre ¿ cuando se acabará esta guerra ?
Desde esa noche, la joven se sintió más confor-
tada, tierna y risueña después de tan largos silen-
cios.
Leyó muchas veces la carta, hallando siempre en
ella algo de nuevo.
Aquella pasión que había sabido inspirarle, la ena-
jenaba por completo. Sentía un placer íntimo que
la abstraía llenando su espíritu de extraños goces.
Recreábase en recordar ; recordar siempre. . . ¡ Qué
deliquio ! Palpitábale el seno á impulsos de emo-
ciones desconocidas, llevando allí trémula su mano,
fijos los globos azulados de sus pupilas en un dio-
rama ideal como si en rigor se reflejara delante de
una imagen querida, digna de sus ternuras y com-
pañera de sus soledades.
268 E. ACEVEDO DÍAZ
Todo agitaba su sensibilidad, cualquier paisaje
mezcla de verde y luz, cualquier cuadro tierno de
familia, el esplendor de la mañana, la serenidad de
la noche, el canto de los pájaros, el rimo del aura
y de las hojas, las escenas sencillas de la natura-
leza. Veía siempre en todas y en cada una de ellas
cierta relación con el estado de su espíritu, algo
de belleza múltiple y cambiante que servía de marco
á esa imagen escondida en su cerebro.
Pensar en que volvería á verle, en que lo ten-
dría cerca de sí pronto para no alejarse ya ; pensar
en que entonces ella sería capaz de atreverse á una
caricia, á un ruego, tal vez á un reproche, eran
cosas que la estremecían trasmitiendo á su ilusión
el tinte de la dicha verdadera.
Así, buscaba la soledad como un refugio, como
el campo de asilo de sus ensueños donde la mente
divagase suelta, entusiasta, ardiente. Esa soledad
muda para otros estaba para ella llena de notas gra-
tas y de encantos virginales ; y era entonces cuando
echaba de menos aquellas frondas silenciosas del
Santa Lucía, donde recogiera sus primeras impre-
siones en compañía de su hermana ya muerta.
Escribió á Luis María, esperando otra de él llena
de encantos.
Después, vinieron días tristes. Una inquietud mor-
tificante dominó su ánimo, y viósela marchita, pa-
del jardín al mirador y de éste al jardín y á la
huerta, inclinada la cabeza, el paso tardo y vaci-
lante, arrancando al pasar hojas á los árboles con
mano nerviosa.
GRITO DE GLORIA 260
Con la mirada vaga recorría siempre el largo
sendero orillado de boj, que iba sembrando de ho-
jas verdes sin advertirlo.
Un obstáculo la detenía de súbito.
Era el estanque del fondo con anchas franjas de
juncos y totoras ; extenso, inmóvil como un inmenso
vidrio ojival, criadero de ranas y culebras, que so-
lían mostrarse unidas por los apéndices al cogollo
saliente de un recio «caraguatá» que en la banda
opuesta del estanque se erguía solitario, y en redor
del cual formaban con sus anillos al rayar la aurora
ó al caer la tarde como un haz de móviles diademas.
Miraba con miedo aquella verde nidada que se
agitaba en rueda al calor del sol, dirigiendo a to-
dos rumbos sus chatas cabezas ornadas de brillan-
tes ojillos negros en lentas ondulaciones, entrela-
zándose y desenlazándose, reuniendo á veces sus
bocas en caprichoso grupo como una pequeña hidra
ó apartándolas en forma de tentáculos de un pulpo.
Pero, eran inofensivas ; reptiles acuáticos, veloces
nadadores que nacían y morían entre la paja brava
y el junco, reproduciéndose sin cesar al caliente
vaho de las orillas.
Cuando alguien se ponía cerca, el haz de aque-
llas húmedas esmeraldas se deshacía con singular
rapidez sepultándose en las aguas entre círculos y
estrellas de espumas.
Entonces, si ella estaba próxima, miraba con te-
rror las burbujas y se apartaba ligera del sitio.
Sin embargo nunca dejaba de volver como atraída
270 E. ACEVEDO DÍAZ
por aquel detalle de la naturaleza próvida que por
doquiera hace surgir la vida, en lo alto del espa-
cio como en el cieno del pantano, dando anillos al
que priva de alas, élitros sonoros al que no lanza
trinos, y blandos lechos de musgo á los que en vez
de plumas llevan escamas. No era pues, el suyo,
miedo pueril ; algún recuerdo la mortificaba ante
aquel receptáculo de reptiles y de enquélidos seme-
jante á un remanso, que al mismo tiempo la re-
tenía.
Acaso era el recuerdo de su hermana Dora, que
vivía fresco en su cerebro, punzante, doloroso.
¡Pobre Dora! Ella había amado al mismo hom-
bre con toda la fuerza del candor, lo había amado
entusiasta é ingenua, en medio de los estragos que
en su pecho hacía la «gota coral»; — aquella do-
lencia hereditaria de eternas ansias y zumbidos,
dueña por entero de su presa como un gusano ve-
nenoso.
De aquel amor desgraciado y de esta perenne
mordedura, su muerte triste . . .
Una noche de luna tibia y aromada se escapó á
la ribera, bajo las frondas, y allí acometida del vér-
tigo, caví) á un remanso de flotantes ce catnalotes »
á modo de ave dormida. Del fondo la sacó un com-
pañero de Luis, y la llevó en brazos. Se acordaba :
era un soldado formidable, bronceado, taciturno,
con alma de ni
Tero venía muerta, COIJ un color de cera casi
transparente, los ojos inmóviles como los de una
GRITO DE GLORIA 271
muñeca de las que ella se entretenía en vestir y
arrullar en sus raptos pueriles, y los cabellos lacios
enredados con lianas verdes, elásticas, tarnátiles como
aquellas culebras que anidaban en las totoras y en-
volvían el « caraguatá » con sus anillos.
Su padre y ella fueron presas de un gran dolor ;
todos sollozaban ; hasta aquel hombre sombrío pa-
reció conmoverse cuando puso en el suelo con cui-
dado á la pobre muerta . . .
¡ No podía olvidar ! Menos en esos días en que
sufría hondos desalientos.
La presencia misma del teniente Souza reavivaba
las memorias.
El había querido á Dora, tal vez sin esperanza
de poseerla; después parecía que el afecto se había
cambiado por ella, que Souza la miraba con ter-
nura, con esa intención que no se oculta porque
necesita traslucirse en la pupila aunque la palabra
no se atreva á revelarla.
¿ Sería esto así ?
Las simpatías que Dora despertara ; habrían re-
caído sobre ella, como un afán que perdura?
Así debía de ser por aquella insistencia muda
en hacerse estimar, por aquel empeño y aquella
discreción paciente que busca exhibirse á modo de
faz de alma levantada.
Entonces ¿ no sucedería ahora á ese afecto lo
que antes no estaría condenado á vivir siempre es-
condido á manera de un pecado que jamás se con-
fiesa, porque nadie ha de absolverlo?
72 E. ACEVEDO DÍAZ
¡ Xo ! Esa constancia era inútil. ¡ Cuan distintos
eran sus ensueños !
Y al meditar sobre esto, volvía la imagen del
ausente, del débil, del abnegado, á retratarse en su
espíritu lleno de congoja, al igual de una luz se-
rena y brillante en las medias tintas de un cre-
púsculo.
Entonces poníase á andar de una á otra parte ca-
bizbaja, al punto de que encontrándola á su paso
don Carlos solía volverse y decirle con mucha se-
renidad :
— ¡ Xo te aflijas, hija ; si todo se ha de allanar í
¿No me ves á mí vivo ? ¡ Y qué te figuras ! mu-
chas balas me silbaron en la oreja y muchos cu-
chillos buscaron con sus filos mi garganta. No por
eso me tendieron á lo largo por siempre. ¿ Por qué
no ha de suceder lo mismo con este mancebo vo-
luntarioso?
Como en otra ocasión análoga, él repitiese el
epíteto, Natalia díjole :
— ¡ Ay, no ! Él es noble y bueno . . . como su
padre.
Y se había inclinado llorando, para recoger unas
violetas que cayeron de su seno. Contemplando un
instante aquel cuerpo esbelto y aquel rostro lleno
de frescura y de gracia á pesar de su sello de
aflicción, el viejo corrió hacia ella y la besó en la
frente, replicando solícito y apurado:
— ¡Sí, hija mía, sí por Dios! ¿Quién puede
dudarlo?... Si á veces no sé lo que me digo de
GRITO DE GLORIA 273
rabia contra estos rancios que se empecinan en re-
tener lo que no les pertenece por derecho. Por-
que . . .
Y ahogándose, había huido don Carlos á su es-
critorio.
xxin
Esteban
Una noche, Natalia notó que Souza parecía más
contento que de costumbre.
listaba comunicativo en exceso, aventuraba cier-
tas frases de intención, y hasta llegó á decir que
la guerra debía terminarse de un día para otro,
según su creencia.
Estas palabras preocuparon á sus oyentes, que
eran las damas.
Don Carlos jugaba al tresillo en la próxima ha-
bitación con don Pascual Camaño, á puerta entor-
nada ; de manera que se percibían con claridad sus
risas y voces, ya que no el sentido y alcance de
sus diálogos.
A la afirmación de Souza, repuso la señora :
— Si fuese por la paz que esto acabase, al con-
tento de todos, más no podría pedirse.
— No aseguraría tanto — dijo aquél con mesura;
18
274 E. ACEVEDO DÍAZ
— pero en un simple hecho de armas sin mayor
efusión de sangre, acaso el resultado fuese el
mismo.
— ¡ Eso sí que no me parece ! — observó Nata-
lia con un acento de firmeza y confianza que puso
algo nervioso al oficial. Le he oído referir á mi
padre que sus paisanos, cuando van á guerras
como estas, triunfan ó vuelven pocos.
— Ese es nuestro dolor — agregó la señora,
suave y resignada.
Souza recogióse un instante con dignidad, acari-
ciándose el extremo de los bigotes y luego respon-
dió cortés :
— ¡Oh, nadie duda del valor de los nativos!
pruebas tienen dadas de su virilidad en guerras
desiguales, aunque hayan sido para ellos sin suerte.
De aquí que no siempre el heroísmo sea lo bas-
tante para alcanzar lo que se sueña ; aparte del
número es necesario el poder del dinero, sin el
cual el mejor esfuerzo se malogra.
— ¡Roña! — gritaba sulfurado en ese momento
don Carlos en la otra habitación. ¡Sí, señor!
Roña . . . Las onzas no se escatiman de esa ma-
nera ; se ganan y se guardan para utilizarlas luego
con provecho. Así que llega el caso de ponerlas á
la suerte, se juegan, y si se pierden cómo ha de
ser! ; Qué me viene usted c<m esas reservas, por
San liando voy jugando más que usted en
la partida ?
— ¡Lo sé, amigo viejo, lo sé! -contestaba la
de Catnaño. Pero en todo azar...
GRITO DE GLORIA 275
A esta altura del debate, las voces bajaron é hi-
ciéronse confusas.
No por esto se interrumpió el diálogo de la
sala.
Por el contrario, la señora, que había recogido
aquellos ecos un tanto en suspenso, se apresuró á
replicar á Souza :
— Nosotras no entendemos bien de esas cosas.
Hablamos por sentimiento ¡usted comprende! por
cariño que nos ata y domina.
Souza asintió; y pasó delicadamente á otro tema
más familiar, tratando por todos los medios inge-
niosos de recuperar lo que creía haber perdido en
el espíritu de Natalia con sus medias frases miste-
riosas.
Habló de los entretenimientos de don Carlos
con el tresillo, la malilla ó el ajedrez, observán-
dole la señora que eran hábitos de antaño con sus
íntimos, y que ponía siempre algo en las partidas
para interesarlas ; por lo que no debían extrañarle
sus espansiones y entusiasmos, de que daba prueba
en ese momento mismo.
Con efecto, la voz de don Carlos se alzaba de
nuevo, oyéndose que decía franca y cordial :
— ¡ Ah, señor de Camaño ! . . . Yo bien sabía
que habríais de caer en la remanga como una pla-
tija, porque en estos juegos las onzas entran de
canto y se quedan luego en pilas... ¡Nada: lo di-
cho ! La partida ha sido de fuerza, no se ha per-
dido la noche, el caso era de aprovechar sin es-
276 E. ACEVEDO DÍAZ
crúpulos de monja. ¡ Al diablo con las delicadezas
cuando prima la necesidad ! Cincuenta onzas, uni-
das á otras, sirven á los menesterosos.
A esto replicaba algo de poco inteligible don
Pascual, y las voces fueron poco á poco convir-
tiéndose en murmullos.
Media hora después, cuando Souza se retiró, iba
pensativo.
Indudablemente la actitud de Xata, cada día más-
reservada, lejos de atenuar el impulso de la pasión
que sentía incrementarse en él, la exasperaba y enar-
decía al punto de que empezaron á cruzar malas
ideas en su cerebro.
Cierto era que este fenómeno se venía operando
de algún tiempo atrás en sus sentimientos. La re-
pulsa constante habíale enconado y llevaba camino
de endurecerle.
Acaso la conspiración de Calderón que debía es-
tallar por horas en el campo de Oribe, le allanase
las dificultades.
Por su parte, había influido lo suficiente con los
intermediarios del jefe sitiador para que su afortu-
nado rival entrase en el número de los que fueran
eliminados por sus propios amigos.
¡ Xo quitaba, ni ponía rey ! Si por cualquier cir-
cunstancia el plan se malograra, estaba él dispuesto
á buscar por todos los medios la solución; procu-
rando eso sí, que la hija de Robledo no llegase á
apercibirse de su acción directa en ¿Año de Luis
Alaría.
GRITO DE GLORIA 277
Eso pensaba y estaba decidido á hacer.
¿No era Luis María su enemigo en la guerra y
su rival en el amor, y en una como en otra lucha
los ardides y estratagemas no eran lícitos? ¿No se
habían compensado mutuamente sus acciones caba-
llerescas? ¿Estaba obligado á guardarle deferencias
que reñían con el cumplimiento estricto de los de-
beres militares? De ninguna manera.
En buenos instantes le asaltaban á Souza ímpetus
siniestros.
Pero, forzoso le era reprimirlos, hasta tanto se
desenvolvieran los sucesos que seguían en incuba-
ción.
En definitiva, aquella guerra no podía prolongarse
mucho ; llegarían refuerzos ; se tomaría la ofensiva;
y si Berón salvaba del desastre, lo que él pondría
empeño en que no acaeciese, tendría que irse al
extranjero por tiempo indeterminado.
Por el momento, las probabilidades se inclinaban
á su favor.
Los que conspiraban en el campo enemigo eran
de empresa y mano segura ; ni temían, ni perdona-
ban. Por otra parte, serían auxiliados por fuerzas
de la plaza.
Un golpe de efecto reservaría él para Natalia, en
estos días; el de la libertad de su padre, por quien
venía interesándose con el general Lecor con ver-
dadero empeño y confianza en el éxito.
Esta conducta crearía un nuevo vínculo de gra-
titud, evitando por lo menos que el odio llegase á
278 E. ACEVEDO DÍAZ
reemplazar al afecto amistoso en el corazón de la
joven.
Después, la obra era del tiempo, de la constan-
cia, de la persuasión. Nada resistiría á los proce-
deres hábiles y correctos.
Las intenciones de Souza llegaron á acentuarse
contra Luis María, y su acritud subió de punto,
cuando al día siguiente, ya tarde, se supo en la
plaza que la trama tan bien urdida había sido des-
hecha ; que el jefe del movimiento había sido apre-
sado por Oribe ; y que por encima de este fracaso
se habían producido serias deserciones en ciertos
cuerpos de la guarnición.
En casa de don Carlos, la noticia fué muy co-
mentada alegremente.
Sin la menor efusión de sangre, aquel plan te-
nebroso había abortado; la buenaventura estaba de
lado de los leales ; no cabían traidores en sus filas;
éstos se estrechaban con firmeza, en tanto decaía
en el recinto la confianza.
Al oir la nueva, Natalia experimentó una fuerte
impresión y dijo ;i su protectora :
— Tal vez eso tenga que ver con aquello que
Souza decía, ¡madre!... Aquello deque todo con
cluiría pronto.
— ¡Bien puede ser! -respondió la señora. Sa-
bes que él es un poco enigmático en sus confiden-
cias á medias. . . Pero ahora debemos estar tran-
quilos, si todo lo qu i es cierto.
— [Cómo dudarlo! Sí no fuese así ya nos ha-
brían alligido con sus músicas y festejos.
GRITO DE GLORIA 279
Don Carlos recorría el patio contento á pasos
precipitados; y en una de sus vueltas, acercándose
al oído de su mujer, murmuró sin omitir sílaba :
— Anoche le saqué cincuenta onzas al cicatero de
Camaño, y hoy veinticinco a' Calixto, el del depó-
sito de maderas.
— ¡Ya te oímos! — repuso riendo la señora. Ha-
blabas bastante en voz alta ; pero Souza se fué cre-
yendo que eran ganancias al tresillo.
— j Está fresco ! Amarillas para los pobres, mu-
jer; para unos pobres de solemnidad que viven al
raso en el campo sin otra ayuda que Dios y sus
fuerzas.
Siquiera algunos han de poder vestirse y surtirse
de ciertas cosillas indispensables que meterán es-
truendo j por Cristo ! porque en ellos el plomo ha
de andar revuelto con el acero y el bronce.
Los ojos del viejo relucían, y apretaba los labios
hasta esconderlos en la cavidad sin dientes.
Su compañera no tuvo tiempo de objetarle nada,
pues él se alejó á su escritorio con el gorro en la
nuca, procurando erguirse cuan alto era, á paso
militar.
Después de estos acontecimientos sucedióse por
algunos días una inacción extraña en las tropas del
recinto.
Tal estado de cosas se prestaba á todo género
de congeturas ; las que se hacían sin reservas á pe-
sar de las amenazas publicadas por bando y de la
persecución reiniciada contra los desafectos con
brusca violencia.
280 E. ACEVEDO DÍAZ
Pero muy pronto se divulgó el rumor de la lle-
gada de refuerzos, y el aspecto del recinto sufrió
un cambio completo.
Don Carlos presenció desde su mirador la en-
trada de las naves de guerra, con mar tranquila y
suave brisa.
La furia del viento y de las olas en la costa
bravia del levante, no salió esta vez al encuentro
de aquella nueva expedición enemiga para ayudar
á los débiles en su obra.
— ¡ Oh, elementos caprichosos ! — prorrumpía
don Carlos siguiendo atento con el anteojo la
marcha triunfal de las corbetas y transportes cuando
doblaban la Punta del Este á velas desplegadas y
banderas al tope; — ¿por qué no bramáis sudeste
irreductible, para arrojar ese presente dañino con-
tra las restingas y cantiles como despojos de nau-
fragio? ¿por qué no silbas «pampero» formidable,
como millón de Hechas disparadas por mil tribus
del desierto, y empujas, desarbolas y tumbas esas
neirras naos mar adentro, allá dundo levantas cor-
dilleras de olas capaces de estrellar entre sus cres-
tas toda una escuadra de Xerxes? Dormís, vientos;
dormís, ondas fragorosas ... y en tanto las hormi-
gas trabajan á la espera del oso que lia de engu-
llirla
Así sois los fuertes ¡ por Santiago ! como las
; os respetáis, IX) venís á las manos sino por
Un evento; cuando se os precisa y se os i
dormitáis en los antros sin importaros un comino
GRITO DE GLORIA 281
de nuestra suerte ... ¡ Andaos al infierno, fuerzas
brutales é incapaces !
Y dejando el catalejo de golpe, don Carlos ha-
bía descendido colérico para encerrarse en su escri-
torio.
Mucho bullicio hubo en la ciudad ese día ; y
antes de la noche llegó á saberse que se habían
desembarcado gran cantidad de elementos bélicos
para el ejército y la armada, así como uno de los
contingentes pedidos compuesto de cuatro batallo-
nes de línea, cazadores y granaderos de la guardia
imperial y otras fuerzas regulares.
Añadíase que á estos regimientos debería se-
guirse la llegada por la antigua línea divisoria de
dos mil ginetes perfectamente listos para una carga
a fondo.
Guadalupe que no perdía ocasión de recoger en
la calle toda novedad cuyo conocimiento interesase
á su ama, se encontraba desde la puesta de sol en
una esquina de la calle de San Carlos viendo des-
filar las tropas á sus cuarteles al son de trompetas
y charangas.
Muy alborotada estaba ante tantos morriones,
penachos, correajes y banderas ; tantos semblantes
desconocidos, aunque á ella le parecían iguales,
aberenjenados y chatos, cuando no retintos y trom-
pudos ; tantas bandas lisas rumorosas y desaforados
chin-chines ; y tanto traquear de carromatos car-
gados con bagajes como para una cruda campaña,
lira aquel un desfile brillante lleno de reflejos y
282 E. ACETEDO DÍAZ
vivos colores, ruidos prolongados y haces de ar-
mas lucientes entre aclamaciones de bienvenida y
dianas que encadenaban sus ecos á lo largo de las
explanadas y bastiones.
La artillería solía unir su voz al general estruendo
á modo de extenso y ronco mugido.
Poco á poco todos estos ruidos se fueron apa-
gando; y cuando la noche venía a grandes pasos,
notó recién Guadalupe que el escuadrón de nativos
que había acompañado á otros cuerpos en la recep-
ción alineado por una acera al flanco de la plaza,
se apresuraba á formar para emprender marcha á
su cuartel. Mantúvose quieta la negrilla hasta que
desfilase, tal vez con el solo objeto de hacer al-
guna morisqueta á don Cleto, que en él drago-
neaba á la fuerza.
El escuadrón rompió marcha al trote y toque de
clarín.
Pasado habrían cinco mitades, cuando haciendo
punta en la siguiente un ginele apuesto y garboso,
pero renegrido como un cuervo de las asperezas
íloridenses — según le pareció á Guadalupe, — fijó
en ella el blanco de sus ojos, saludándola cortés y
militarmente con el sable que llevaba terciado con
bizarría.
La negrilla se quedó estática, encogida por la
sorpn
El escuadrón acabó de desfilar ; alejóse ; perdióse
en las sombras entre un desconcierto de cascos y
de vaina
GRITO DE GLORIA 283
Pero ella siguió mirando quieta y arrobada.
Luego, cual si saliese de un estupor al sentir el
toque de queda, apresuróse á llevar sus manos á la
cabeza para advertir si sus racimillos de saúco es-
taban peinados ; después al seno, recubierto por un
pañuelo limpio de algodón, por si se le había des-
prendido el alfiler rematado en cuenta roja que lo
prendía; por último al delantal de lana floreada,
que sacudió aturdida; y como un viento partió de
súbito contorneándose y echando para atrás la vi-
sual por si los ojos blancos le lanzaban ^Igún des-
tello desde el fondo de la noche.
A quien ella acababa de ver, y la había saludado,
era Esteban. Una nueva y grande sorpresa.
La negrilla no cabía en sí de gozo.
Muy cerca ya de la casa de Berón, y libre un
tanto de su aturdimiento, Guadalupe entró á pensar.
¿Por qué está aquí Esteban? No ha ido á salu-
dar á sus amos viejos, que lo vieron nacer y criarse
junto al niño Luis María, su hermano de leche y
después su señor. ¿ Cómo creer que él fuese un
ingrato que hubiese abandonado al que le había
dado libertad para entregarse al servicio de sus ene-
migos ? ¡ Oh ! no era posible. Debía haber caído
prisionero en alguna refriega, condenándosele des-
pués al servicio en la tropa auxiliar de extramuros
como al pobre don Cleto. Lo que habría en el
fondo de todo era eso, y le tendrían siempre
acuartelado por temor de que desertase. Sea como
fuese, estaba bueno y sano, y ya se presentaría oca-
sión de hablarle.
284 E. ACEVEDO DÍAZ
Guadalupe entró en la casa casi sin aliento.
Las señoras se encontraban en el escritorio Ila-
ción Jóle compañía á don Carlos, con quien con-
versaban de pie cogidas de la cintura en cariñosa
familiaridad.
Reprimiéndose en lo posible, Guadalupe contó
lo que había visto en la calle de San Carlos, el
desfile de los cazadores y granaderos y la aparición
de Esteban en filas del escuadrón de nativos, sin
omitir los menores detalles del encuentro, del sa-
ludo y de su asombro.
En suspenso se quedaron todos por breves ins-
tantes. Don Carlos arrugó el ceño.
Su esposa pareció conmovida, balbuceando estas
palabras :
— ¡ Ha dejado solo á mi Luis !
Natalia la acarició y díjole confiada y risueña:
— ¡ Oh, él volverá á su lado ! Yo lo conozco
bien ; si está aquí no es por su voluntad, madre,
y sobre esto estoy tan segura como si lo hubiese
visto.
Guadalupe solicitada en todo sentido, no hizo
más que repetir lo que trasmitiera al principio.
Preguntáronle si no se habría equivocado, á lo
que ella respondió sin titubear:
— ¡ Ah, no ! créanme sus mercedes: tengo su es-
tampa aquí en mitad de los ojos.
— Seguro es, dijo Natalia sonriendo. ¿ Y te sa-
ludó con el sable, Lupa ?
— Como negro de buena casa, niña, y más aires
que un tambor mayor.
GRITO DR GLORIA 285
Don Carlos seguía callado, haciendo castañetear
sus dedos sin descanso.
De pronto llamaron á la puerta de calle.
Sintiéronse luego pasos en el patio; y cuando
ya salía Guadalupe una voz conocida decía humil-
demente :
— ¿Da permiso su mercó?
Era la voz de Esteban.
— ¡Entra! — gritó don Carlos como saliendo de
un sueño.
Apareció el liberto en el umbral, avanzó un paso
y se cuadró, diciendo como cuando era chico y no
hubiera mediado larga ausencia :
— ¡La bendición los amos!
— Dios te la dé, hijo — murmuró la señora con
los ojos llenos de lágrimas.
Don Carlos abrió cuan grandes eran los suyos,
echóse atrás el gorro y estuvo mirándole un ins-
tante fijamente.
Luego se puso á pasear precipitado encogiendo
el hombre izquierdo hasta llevarlo d la altura de
la oreja ; y ahuecando la voz echó por encima la
visual, preguntando severo:
— ¿De dónde sales tú ? . . . ¿ Cómo has dejado á
tu amo ?
— Caí prisionero, señor.
— Prisionero, ¡ eh 1 ¿Desde cuándo?...
— Desde el día de la salida. Yo diré á su mercé . . .
— Di! Sí. Es preciso que te expliques.
— A mi amo le mataron el caballo en la gue-
286 E. ACEVEDO DÍAZ
rrilla y él quedó abajo, de modo que no pudiendo
zafarse, lo tomaron los « mamelucos «...
— I Que lo tomaron ?
— ¡ Oh ! — exclamaron la madre y Natalia á un
tiempo. ¿Eso es verdad?
— Crean sus mercedes que sí — repuso Esteban.
— ¿Y qué sucedió después? — prorrumpió don
Carlos.
— Después aconteció que los compañeros car-
garon por salvarlo, y lo consiguieron. Mi amo
quedó libre sin lesión ninguna. Pero yo fui des-
graciado, como ven sus mercedes; cargué también,
mi caballo rodó y cuando volví á montar me en-
contré envuelto en el tropel, y me arrastraron hasta
donde estaba la tropa de infantería...
— ¿ Cómo no te mataron negro? — interrogó don
Carlos más tranquilo y atento.
— En la rodada perdí el sombrero, y si su mercé
supiese que yo tenía puesto un vestuario de pau-
lista, de unos que tomamos en el paso del Rey,
porque andaba ya muy despelechado...
— ¡ Ah, comprendo ! Te confundieron en los pri-
meros momentos con otros pájaros del plumaje.
¿Y luego ?. . .
— Me trajeron á la cindadela, y estuve preso
muchos días sufriendo castigo;.
Al cabo un jefe me pidió para su cuerpo, donde
serví un poco de tiempo. Después de esto me han
pasado al escuadrón de auxiliares.
Hoy me dieron licencia por primera ve/, y he
venido. . .
GRITO DE GLORIA 287
— Sí — le interrumpió el señor Berón. Es bas-
tante extraordinario lo que nos cuentas y de que
estábamos bien ignorantes á fe mía; lo que con-
firma aquel adngio de que, por donde uno menos
se imagina salta la liebre. ¡Canarios! Pues no es
humo de paja todo eso que tú has dicho muy se-
reno en cuatro palabras. ¿ Han oído ustedes á este
negrillo ?
La señora y Natalia abrazadas escuchaban en si-
lencio.
— Sí, — dijo ai fin la primera. Veo que al es-
cribirnos poco después, nuestro hijo nos ocultó el
percance... ¡Pero, ya eso pasó! Ahora pienso
cuánta falta le hará Esteban.
— ¡Oh ! ¡ Ya haremos que vuelva! ... ¿Te atre-
verías á volver de cualquier modo?
Y don Carlos clavó en el liberto su mirada pe-
netrante.
— Sí, señor — contestó Esteban. De un día para
otro. Sabe su mercé que soy de á caballo y ba-
queano. Xo espero más que una noche oscura
cuando andemos á busca de forraje, para escaparme
con otros compañeros.
— ¿ Entonces contigo se irán algunos ?
— Sí, señor ; y más que esos si se pudiera . . .
Don Carlos reflexionó un breve rato.
— ¡Está bien! — dijo. Cuando tú creas que ha
llegado la oportunidad de la fuga avísamelo, por-
que te quiero encomendar una cosa de interés. Por
esto verás la confianza que te tengo. Seguro estoy
288 E. ACEVEDO DÍAZ
que cumplirás lo que he de encargarte, si no te
matan.
El liberto se inclinó callado.
— Y como la licencia que te han concedido ha
de ser corta, conviene que te vuelvas al cuartel para
hacerte acreedor á otras ; pero antes ve lo que
precisas, para que te se dé aquí todo. Pide sin re-
servas negro, pues tus amos no han cambiado en
nada desde que te fuistes.
XXIV
El cofre de Natalia
Después de ese día, Esteban venía con la mayor
frecuencia, aprovechando sólo en esas visitas la hora
de puerta franca.
Etí cada una de ellas, su tema obligado de con-
versación era su joven señor con cuyo recuerdo
deleitaba á sus antiguos amos.
Tenía también sus buenos momentos que consa-
grar á Guadalupe, á causa de lo cual la negrilla se
estaba en la cocina más tiempo que el ordinario.
Los otros sirvientes llegaron á decir que los dos
S« lo pasaban « enlucernándose » á La sobremesa,
aparte de hablarse muchas veces al oído como per-
| . :
GKITO DE GLORIA 289
Agregaban que una tarde Guadalupe había brin-
dado á Esteban con una ramilla de aromas, y que
Esteban le había regalado un zarcillo de plata que
desde criatura llevaba en la oreja izquierda.
Los señores reían de estas cosas, y las observa-
ban acaso con complacencia. Difícil hubiese sido
encontrar una pareja negra mejor proporcionada y
más bizarra, pues que era ella una mujer de pleni-
tud fisiológica, maciza y fuerte, y él un mocetón
robusto que tenía el don de imitar el aire y hasta
el vestir de su amo.
Y esto, al punto de que cuando lo veía salir la
señora gallardo, flexible, á paso medido con una
mano atrás sobre la cintura y la otra en el bigote,
no podía reprimir una sonrisa, diciendo á Natalia :
— ¡ Si mi Luis lo viese, sería un jolgorio !
Cierta mañana muy ventosa y fría en que la
hija de Robledo se hallaba sola en su dormitorio
escribiendo para su padre, entróse Guadalupe con
un braserillo, que colocó próximo á los pies de
su ama.
En tanto se esmeraba en la colocación de aquél,
invirtiendo en la diligencia más tiempo que el ne-
cesario, Natalia levantó la vista distraída, la miró,
y notando en ella marcados barruntos de hablar
díjole :
— Algo tienes tú que decirme.
— Adivinó, niña. . . ¡ Pero yo no sé cómo atre-
verme !
Guadalupe parecía tener dentro de sí mucha agi-
tación.
290 E. ACEYEDO DÍAZ
— Atrévete — repuso la joven dulcemente.
— Pues vea su mercé : Esteban anda lo más afli-
gido á causa de que no puede levantarse con sus
compañeros tan pronto como quería. . .
— ¿Le han sorprendido en algo ?
— ¡ No, niña ; no es eso ! Sino que él dice que
con un poco de dinero para darle á un sargento
« mameluco » de su compañía, todo quedaba listo,
y en una noche salían zumbando campo afuera sin
quedarse un solo hombre de su escuadrón.
— ¡ Oh, qué suerte sería ! ¿ Y eso podrá hacerse ?
— Él jura que sí, y se lo creo. Casi todos los
soldados son orientales prisioneros ó que sirven
á la fuerza, y les han puesto oficiales y sargentos
paulistas para tenerlos sujetos. Esteban dice que esto
no importa nada, :í salvo el sargento, que es preciso
comprar. . .
— [Ahí ¿Y si ése lo descubre? Xo, Lupa, no
quiero que me hables más de eso! — exclamó Na-
talia con firmeza. El que se da por dinero á unos,
se da á otros ; y al fm el pobre Esteban sería el
sacrificado. . .
ladalupe se calló como una muerta.
Como Natalia siguiese su escritura, ella se fue d
paso leve, cabizbaja.
Concluida su carta, la joven apoyó el rostro en
la mano y se quedó pensativa.
Preocupábale lo que había oído momentos antes.
Quizás ella había opinado sin mucha reflexión
respecto al a creto de que le hiciera confi-
GRITO DE GLORIA 291
dencia su esclava. ¿ Qué entendía ella de esas cosas
de hombres de armas ? Bien era posible que Este-
ban tuviese plena seguridad de salir airoso en su
tentativa, puesto que conocía á fondo á sus compa-
ñeros y á sus superiores. A más, él hacía por su
causa lo que estaba en su mano ; era honrado y
valiente, y era preciso que se fuese cuanto antes con
su señor que le echaría de menos, llevándole un
buen contingente de hombres sufridos.
¿Por qué no consultar esto con el señor Berón?
Sería lo más discreto. ¡Pero tan adusto el anciano!...
Iba tal vez á salir diciéndole que esas eran « cosas
de negro ».
Tampoco quería explayarse con su protectora
por temor de llevar á su ánimo nuevas inquietu-
des é incertidumbres.
Todo el día se lo pasó Natalia absorbida por es-
tos pensamientos, viva siempre la memoria de su
amigo como un estímulo perenne que la predispo-
nía y empujaba á aceptar todos los medios de esa
índole en su obsequio y en el de la causa de sus
afecciones.
Por la noche, retirada ya á su aposento, llamó
á Guadalupe y reanudó con ella la conversación de
la mañana, revelando un interés ardiente por lo que
entonces acogió con escrúpulos al parecer inven-
cibles.
Guadalupe que había pasado largas horas de des-
aliento, tuvo una grande alegría ante las manifes-
taciones favorables de su ama; y cuando ésta le en-
292 E. ACEYEDO DÍAZ
señó un cofrecito de madera que guardaba onzas
de oro, la negra, que se había arrodillado cerca de
ella para hablarla con sigilo, cogióle las manos y
se las besó llena de indecible gozo.
Aquella pequeña arca le había sido dejada por
don Luciano con facultad de disponer de su con-
tenido, que era el de quince onzas, en la forma
que creyese más útil. Nunca tuvo necesidad de re-
currir á ella allí donde se le consideraba como
una hija; de modo que se hallaba intacta lo mismo
que una reliquia.
¡ Qué bien empleada estaría en beneficio de los
que sufrían por su tierra !
Natalia abrió el arca, cogió en puñado las mo-
nedas sin contarlas, púsolas de nuevo en su sitio,
y preguntó algo afligida :
— I Alcanzará esto, Lupa ?
— ¡ Yo creo, niña !
— ¡Si es un puñadito!... ¿Y por esto se com-
pra un hombre?
— Por mucho menos. ¡Oh, como su mercé no
conoce estas cosas! Por cinco «patacas» se vende
un cabo, y por diez un sargento cuando tiene ga-
nas de desertar dice Esteban; ahora, figúrese su
mercé que ojos abrirá este que da trabajo, cuando
él le ponga al alcance dos no más de esas ama-
rillas.
— No importa, Lupa. ¿Cuándo viene Esteban?
— Mañana, nina.
— Bueno. Así que venga se las darás todas, aun-
GRITO DE GLORIA 293
que yo creo que no bastan para lo que él quiere.
Si fuera así, dímelo en el momento mismo, que yo
veré cómo se ha de remediar eso. Pon el cofre ahí
en la mesa de donde lo tomarás mañana y se lo en-
tregarás, con mucha recomendación de que guarde
el secreto.
Prometió Guadalupe cumplir todo religiosamente;
puso el arca en el sitio indicado ; y después de
permanecer un rato todavía en conversación ani-
mada con su ama, se retiró á esperar con ansia el
sol del nuevo día.
Esteban fué puntual á la cita.
Conducíase tan bien en el servicio, era tan hábil
en su profesión de soldado, y cedía tan dócilmente á
la regla de severa disciplina, que sus superiores ha-
bían concluido por reconocerle méritos á su con-
fianza.
Como no abusaba nunca de la licencia, caso
poco común, concedíansela ahora sin objeción,
pues que ella sola podía ser aprovechada entre mu-
ros sin oportunidades tentadoras.
Alguien sin embargo, les había advertido que tu-
viesen en cuenta la circunstancia de haber sido el
liberto asistente de un joven « revoltoso » que era
ayudante de Oribe, y que figuraba con cierto brillo,
por pertenecer á una de las principales familias del
país.
Al principio esta prevención puso en cuidado á
los jefes ; pero, el celo llegó á adormecerse á me-
dida que la buena conducta del liberto se fué afian-
zando.
294 E. ACEVEDO DÍAZ
Sin temor alguno pues, desde que las sospechas
se habían desvanecido, Esteban venía haciendo su
trabajo de hormiga negra.
Nada había comunicado á don Anacleto, su com-
pañero de desgracia, sabiendo que al viejo capataz
se le soltaba con facilidad la lengua ; en cambio,
habíase atraído aquellos elementos del escuadrón
que en su concepto eran los indispensables á la
empresa, lo que probaba que ¿l sabía distinguir- y
utilizar los hombres — calidad superior de que ca-
recían muchos que ocupaban más altos puestos.
Al habla con Guadalupe, y enterado de las dis-
posiciones de su joven ama, el liberto no pudo
menos de sorprenderse y de expresar su contento
con todo género de demostraciones cariñosas á la
esclava. Aquello superaba sus mayores deseos.
No era necesaria una suma tan crecida. Con la
mitad bastaba.
— La niña da todo — dijo Guadalupe ; pero,
¡ que ha de callarse sobre esto !
— Nadie lo ha de saber — contestó Esteban, — ó
no soy hombre libre. Mi ama puede quedar tran-
quila. Tomo yo la mitad, y guardas el cofre sin
decirle nada á la niña.
Yo he de volver cuando sea tiempo y todo esté
pronto.
El liberto se fué con las seguridades de Guadalupe
de que iba a rogar á la virgen de los milagros por-
que fuese él feliz en SU intento, cuanto iban á serlo
LUIOS y ella misma, asj que lo viesen libre con
sus compañeros de la tiranía del recinto.
GRITO DE GLORIA 295
Por otra parte, sentía cierto orgullo de que fuese
Esteban el iniciador y el actor principal de aquella
temerosa aventura.
Con todo, transcurrieron bastantes días sin que
el liberto apareciese.
Tampoco había vuelto Nerea, la mensajera siem-
pre anhelada, con nueva correspondencia secreta.
Natalia acudía todas las mañanas á su observato-
rio haciendo funcionar el catalejo á diversos rum-
bos, deseosa de descubrir algún indicio de grato
augurio.
Pocas novedades ocurrieron en los contornos,
aparte de muy lejanos tiroteos, de salidas y entra-
das de regimientos que hacían el servicio de plaza
y de pasajes frecuentes de partidas por la zona li-
bre á tiro de cañón.
El invierno era riguroso, aunque ya corría á su
término ; y á su influjo el campo presentaba un
aspecto de profunda tristeza con su extenso tapiz
recubierto de cardizales del color de la escarcha
que retoñaban fecundos al pie de los que había se-
cado el último estío.
Los agaves exóticos comenzaban á largar sus pi-
tacos gruesos y enhiestos de un morado y verde
sombrío aún sin anteras ni liseras, orillando las
tierras arables con sus anchas y múltiples hojas
armadas de agudos pinchos. Destacábanse en es-
queleto los « ombúes » descubriendo a la vista
todo su tronco robusto, y formando contraste el
amarillo claro de su ruda corteza con el verde sin
fin de las hierbas.
296 E. ACEVEDO DÍAZ
De la parte del este, por encima de los tejados
bajos que se extendían ondulando según las inflexio-
nes del terreno hasta la costa riscosa, espaciábase
el inmenso río á perderse en el océano hinchado
y tumultuoso bajo las alas del viento sur.
Un buque de dos mástiles y bauprés, velas cua-
dradas y una gran cangreja, que no llevaba en el
palo mayor aparejo de bergantín-goleta, surcaba
veloz las aguas rumbo al Buceo, de cuyo pequeño
puerto distaba apenas una milla.
Muy atrás, en el horizonte del sur, navegando
también á todo trapo, divisábanse otras dos naves
que parecían venir en persecución de la primera
en orden de escuadra.
El bergantín redondo no traía bandera. Ten-
dido sobre una de las bordas, con gruesa ampolla
en el velamen, alzábase sobre el oleaje ágil y ma-
rinero como una enorme gaviota que rozase las cres-
tas con el extremo de sus alas.
Natalia dirigió el anteojo d las más apartadas; y
á poco de observar, percibió al tope los colores
del Brasil.
Vivamente inquieta, volvió el tubo al bergan-
tín. Éste izaba bandera tricolor en ese momento, y
viraba de bordo poniendo proa al océano. Las
lonas en parte recogidas, se sacudieron flojas al-
gunos minutos, luego se inflaron formando elipses,
y el buque acostándose muellemente sobre una de
sus bandas, arrancó mar afuera.
Los otros venían ya próximos, Una nubécula
GRITO DE GLORIA 297
blanca como un copo de algodón con un chispazo
que se esparció del centro á las bordas, brotó de
la banda del bergantín, y tras una pausa llegó el
eco de una detonación distante.
A ésta, se siguieron otras.
Los disparos salían de los tres buques, especie
de bocanadas de humaza que el viento clareaba al
instante y cuyos retumbos se perdían roncos en la
atmósfera.
El bergantín verileaba audaz eludiendo los es-
collos de la punta Brava y aumentando la delan-
tera á sus perseguidores, que marchaban en línea
paralela; y con el sol que ya descendía, dejóse al
fin de ver su casco, luego los estáys, los foques, el
velamen, hundiéndose en el horizonte brumoso.
Natalia se retiró del mirador impresionada.
El patrón de una zumaca pescadora que había
estado en la ensenada de Santa Rosa, contó des-
pués á don Carlos que un bergantín del corso aco-
sado por otros dos brasileños, consiguió burlarlos
por la tarde; y que en la noche pudo desembarcar
un contingente de armas y hombres en punto seguro
de la costa.
— ¡ Ese sí que es lobo de mar ! — había dicho
don Carlos. Muchos de esos quiero yo en auxilio
de los que no tienen más esperanzas que sus pro-
pias fuerzas, bien reducidas y pequeñas, y un ideal
tan grande como un despropósito por Santiago !
Lo que afirmo: alas de águila en cuerpo de pollo,
y no digo más !
298 E. ACEVEDO DÍAZ
XXV
Rumor de victoria
En esas largas noches de invierno, don Carlos
retenía á sus amigos de confianza algunas horas al
amor de la lumbre, comentando con la mayor mi-
nuciosidad todos los sucesos y abriendo juicios so-
bre cosas de futuro.
Ya no era un misterio que el barón de la La-
guna se había resistido á emplear sus tropas de
línea en una campaña contra las irregulares de la
revolución, y aconsejado á su soberano que solo
destinase á ese objeto el elemento similar río-gran-
dense, apto y suficiente para detener sus progresos
y domeñar sus ímpetus, concluyendo de un golpe
á cercén con la obra de la temeridad. Fundaba su
opinión en la experiencia adquirida. Sus datos cier-
tos denunciaban un país casi despoblado, cuyos es-
casos moradores, grandes ginetes, aparte de una
bravura indomable, robustecían su acción y su au-
dacia en la alianza natural con las ventajas del
terreno pidiendo á las serranías, á los montes, á
los ríos, á los llanos los elementos necesarios para
neutralizar ó reducir i la impotencia las más hábi-
les combinaciones de la táctica y la estrategia.
GRITO DE GLORIA 299
Era la guerra de recursos ; ante cuyas astucias y
artimañas se estrellaba la teoría de escuela y se
rompía la regla de disciplina aniquilando la moral
militar. En ese concepto las tropas sujetas á orde-
nanza sólo deberían permanecer en puntos fortifica-
dos, especialmente en las tres plazas principales que
disponían del transporte fluvial y marítimo : Monte-
video, Colonia y Maldonado. Teniendo en memo-
ria que en la campaña contra Artigas no había
sido propiamente el ejército regular portugués el
que arrollara los obstáculos y alcanzara la gloria
del vencimiento, sino antes bien las fuerzas de
Río Grande, cuyas condiciones y aptitudes tenían
alguna analogía con las de los orientales, la pericia
aconsejaba que el hecho se repitiese no habiendo
sufrido modificación seria el estado del país desde
Artigas d Lavalleja. La ofensiva debería correspon-
der etifao, aos cbefes e soldados bra^ikiros que pe ¡o
Río Grande do Su! invadirain a Cisplatina na guerra
de iSiy, e expelliram por fim Artigas e seas se-
qua^ts.
Resultaba pues, por la llegada de la columna
del coronel Ribeiro y por la muy próxima de
otra bajo las órdenes del coronel Gonzalves, que
el emperador había escuchado el consejo, á más
de atender al reclamo de Lecor sobre el envío de
refuerzos de infantería de línea y de naves de
guerra para defensa de los puertos.
La columna de Bentos Manuel Ribeiro había
hecho un extreno ruidoso en su travesía por el te-
rritorio.
300 E. ACEVEDO DÍAZ
Desprendida de la división del general Abreu
que vivaqueaba en Mercedes, llegó al choque con
Rivera en el Águila, haciéndolo ceder ante su su-
perioridad numérica ; y tras de este encuentro feliz
corrióse á marchas forzadas hacia Montevideo, al
abrigo de cuyas murallas se había puesto, reno-
vando parte de su armamento y fornituras.
Recibido como vencedor, se encarecían sus dotes
de experto guerrillero y de soldado valeroso ; y
aun cuando don Carlos y sus contertulianos halla-
ban justicia en el elogio, reconocían sin embargo,
que aquella efímera victoria « del triple contra sen-
cillo » sólo era un combate sin laureles.
Afirmábase que el coronel Ribeiro celoso de
gloria, había prometido á Lecor batir a Lavalleja
antes que Rivera, muy apartado de él, pudiese in-
corporársele en el Durazno ; para lo cual pedía las
armas y municiones necesarias.
Se añadía que el barón de la Laguna había
aceptado este plan de batir en detalle, pero que,
siempre cauteloso, daba al valiente río-grandense el
consejo de servirse de las tres armas para empren-
der la ofensiva, á cuyo efecto pondría á su dispo-
sición dos batallones y una sección de artillería,
remontando á mil seiscientos sus ginetes.
Al principio el fogoso guerrillero había rehu-
sado el contingente de fusiles y cañones, diciendo
que bastaba con SUOS Cavalkiros ', no obstante, se
había decidido á acoger sin reservas todas las ad-
vertencias del experimentado capitán.
GRITO DE GLORIA 301
En su columna, por otra parte, revistaban cuer-
pos de línea.
No faltaba quien asegurase que el plan era más
vasto, por cuanto se había resuelto complementarlo
en esta forma : la división de Bentos Manuel bus-
caría su incorporación con la de Bentos Gonzalves
para librar el combate, mientras que el general
Lecor con su cuerpo de ejército, dejando la plaza
convenientemente guarnecida, emprendería marcha
á retaguardia para tomar posesión de la villa de
Florida ó de San Pedro, si ésta era evacuada. Las
caballerías de Gonzalves eran de la calidad y el
número de las de Ribeiro, probadas, sufridas y
prácticas en el terreno : el barón de la Laguna lle-
varía dos mil infantes, baterías de campaña y ca-
ballería de línea con jefes maniobristas.
Una vez asentado en el centro del país, el mo-
vimiento revolucionario debía extinguirse en sus
extremidades, batido y disuelto el núcleo prin-
cipal.
Otros negaban la posibilidad de esta táctica te-
niendo en cuenta las vacilaciones del gobernador
así como su exceso de prudencia ; si bien el cho-
que en el Águila elevado á categoría de triunfo
fructífero, había retemplado el espíritu de las tro-
pas y predispuesto la opinión militar á una ofen-
siva sin demora.
— Son los apuros del que ve al enemigo en
desbande — decía el señor Berón — ó al toro en el
suelo. ¡ Ahí de la gran lanzada !
302 E. ACEVEDO DÍAZ
Días después de la llegada imprevista de Ribeiro
a extramuros, circuló un rumor grave que fué ad-
quiriendo cuerpo, á pesar de las severidades em-
pleadas para reprimirlo.
Corría la primera semana de primavera, el pe-
ríodo de los retoños, de los jugos activos y de las
flores con sus brisas suaves y su sol tibio; y con
su vuelta parecían también retoñar con viva fuerza
germinadora las esperanzas decaídas con la nueva
del contraste.
El rumor era alentador.
Pronto vinieron detalles; la alegría de los do-
minadores se convirtió en despecho y cólera ; la
tristeza de los nativos en goce indecible. Charan-
gas y clarinadas cambiaron de tono, y á trueque
de fanfarrias hubo íntimos regocijos.
I Qué había ocurrido ?
Los informes aparecían contestes.
El vencido del Águila, rehecho á pocas leguas
del sitio en que dejara alguno de sus oficiales y
soldados muertos, había practicado una marcha de
flanco hacia la zona del centro, permaneciendo en
ella varios días; y de allí, arrancádose audazmente
hasta el rincón do Haedo, donde pacían millares
de caballos del enemigo.
Proyectaba un golpe de caudillo rampante y
atrevido, una sorpresa lidias y un botín de
tropillas flor.
Era la táctica de caudillo — original y propia.
Detrás de una derrota, efecto de la imprevisión ó
GRITO DE GLORIA 303
del desconocimiento de las reglas de escuela, reha-
cerse de cualquier modo ; y apenas ordenadas las
filas como quien recompone la formación de pie-
zas en un damero por la sola tiranía de los dedos,
acometer nuevamente, sin dilación, dando un golpe
que no se espera, para retemplar por ese medio el
espíritu de los subordinados y no dejar cercenado
el prestigio con la nota de ineptitud ó cobardía.
De ese modo había procedido Rivera en la época
de Artigas ; así obraba ahora, librándolo todo al
atrevimiento con la colaboración de la casualidad.
La aliada natural de la táctica de caudillo era
la suerte; casi de igual manera que en el juego, ó
en la caza del tigre.
Como la astucia por sutil que sea, no podía
reemplazar con ventaja á la noción científica, iba
Frutos jugando una partida desigual, pues él bien
sabía que el enemigo dominaba poderoso allí donde
era su empeño entrarse á saltos de felino.
El rincón de Haedo, que toma su nombre de la
« cuchilla » que allí termina, es el punto estratégico
que domina la barra del Negro, y en el cual la
entrada era peligrosa teniendo á un lado el Uru-
guay y al otro aquel río con su caudal engrosado
por las lluvias.
Varios cauces tortuosos que á éste afluyen confi-
gurados por la propia naturaleza del terreno, for-
man una península caprichosa rodeada de inmensos
bosques y espesas frondas, feraz, de un verdor eterno ,
escogida para engorde de ganados.
304 E. ACEVEDO DÍAZ
Accesible por su garganta, de una anchura de
más de una legua, la retirada se hacía imposible
cubierta esa especie de gola; y las fuerzas rechaza-
das á su salida tenían que chocar con las barreras
opuestas por uno y otro río, y rendirse ó perecer.
Rivera, encomendando al veterano Andrés de La-
torre una diversión sobre el general Abreu que es-
taba en Mercedes, atravesó el Negro con sigilo,
sorprendió las guardias y dispuso lo necesario para
el arreo de las «caballadas».
De pronto le anunciaron que una columna ene-
miga entraba en la península.
Era un encuentro fuera del cálculo y la previ-
sión; la gola se cerraba, y era preciso abrirla aun-
que lo disputasen los contrarios á razón de tres
contra uno.
El coronel Braz Jardim era el que los mandaba
en jefe sumando la columna más de ochocientos
combatientes, en su mayor parte dragones aguerridos.
El general Rivera ordenó sus cortos escuadrones,
salióle al frente y lo cargó con denuedo.
El choque fué terrible.
A pesar de su resistencia, el coronel Jardim vol-
vió grupas, y acuchillado por la espalda se arrojó
sobre el grueso de sus tropas; que le abrieron ca-
mino para romper el fuego.
Quinientos dragones descargaron sus carabinas
contra doscientos cincuenta atacantes, de los cua-
les cayeron algunos; un escuadrón brasileño acau-
dillado por un capitán intrépido, quiso penetrar
GRITO DE GLORIA
305
por el flanco como una cuña de hierro, pero el
esfuerzo escolló; el sable de Servando Gómez rom-
pió la mole y sus lanceros sembraron el suelo de
cadáveres, el jefe de los dragones imperiales fué
arrancado entre moharras de la silla y triturado
bajo los cascos y el tropel ; y envueltos aquéllos
en la vorágine de esta carga furiosa emprendieron
la fuga, dividiéndose en dos grupos: uno con Jar-
dim á la cabeza, que no se detuvo sino allende la
frontera; y otro que cruzó á escape el Negro, cam-
pos, arroyos, serrezuelas sin dormir y sin comer, —
según la propia versión brasileña, — hasta llegar á
la Colonia y refugiarse detrás de sus baterías.
Quedaron sobre el terreno de la acción más de
mil armas, gran número de muertos y heridos,
contándose entre los primeros veinte jefes y oficia-
les ; prisioneros una cantidad mayor que la de los
vencedores, y cerca de ocho mil caballos.
El general Rivera que se había batido con bra-
vura como otras veces, no abandonó los despojos
á pesar de la inminencia del peligro que tenía bien
cercano en la división de Abreu ; salió de aquella
especie de remanga en que lo metiera su extrema
osadía sin perder fruto alguno de la victoria, y re-
pasó el Negro con el mismo aliento de fiereza que
antes del contraste del Águila.
Su rasgo de intrepidez era pues, el que se ce-
lebraba entre los amigos de los «insurgentes», á
raíz de los últimos regocijos de los imperiales.
En vano se había querido ocultar la noticia.
20
306 E. ACEVEDO DÍAZ
Con motivo de ese suceso una irritación sorda
había cundido en sus filas, circulando vo;es sobre
acciones decisivas v sangrientos desagravios.
Eran las que se comentaban ahora en el miste-
rio, en el seno de la confianza, discutiéndose las
iniciativas á emprenderse, las probabilidades, las
complicaciones posibles, persuadidos todos espe-
cialmente el señor Berón, de que el nudo de Gor-
dium no habría sido más enrevesado que este lío.
Si alguna duda pudo suscitarse acerca de la ve-
racidad del hecho de armas que se intentaba encu-
brir por todos medios, sin excluir los represivos
mas duros con cualquier pretexto, esa duda se des-
vaneció al saberse en los días posteriores que se
había determinado abrir campaña con poderosos
elementos.
Don Carlos se cercioró de esto por boca de
Souza, quien le dijo que había sido ascendido á
capitán y destinado á uno de los regimientos de
la columna de BentOS Manuel.
Como la marcha debería resolverse de un mo-
mento ;í otro, iba á despedirse.
El señor Berón mostróse un tanto conmovido, y
estuvo con él más atento que nunca.
Esa tarde, Natalia había descendido del mirador
con el mismo aire pensativo de los últimos días.
Revelaba no haber visto nada á lo lejos, ni la
sombra de un quiete.
Cuando supo que Souza se marchaba tuvo un
sobresalto, sin darse cuenta del motivo. Su cora-
GRITO DE GLORIA 307
zón latió con violencia; algo de aturdimiento pasó
por su cerebro.
¿ Era la presunción de peligros más graves, mas
finales la causa de su zozobra ? ¿Existía alguna
vinculación entre este hecho aislado de la ida de
Souza y la memoria constante del ausente?
No lo sabía ella.
Tampoco don Carlos se explicaba porqué él se
sentía conmovido.
El capitán traía algo de interés para ella que
revelarle. Su señor padre, detenido hacía tiempo á
bordo de un buque de guerra, bajaría á tierra el
día siguiente, con la ciudad por cárcel.
Por el hecho quedaba colmado el anhelo filial,
pues que ella lo tendría á su lado sin mayores
zozobras.
Había sido ésta una gracia especial del barón de
la Laguna, en atención á que nada resultaba del
proceso seguido contra el señor Robledo hasta
ese momento que le hiciese pasible de pena, y
defiriendo al ruego de su humilde subalterno, á
quien le había correspondido el deber de condu-
cirlo á la plaza á raíz del sangriento episodio ocu-
rrido en su estancia de «Tres ombúes».
La joven le escuchó con el ánimo en suspenso
y húmedos los ojos, en cuyas pupilas reflejábase
con la alegría una expresión de hondo reconoci-
miento.
Souza se sintió muy halagado, al apercibirse de
aquella actitud ; mostróse cortés como de costum-
308 E. ACEVEDO DÍAZ
bre, fino y oportuno, confirmando el dicho de don
Carlos de que él sabía aprovechar bien las leccio-
nes de su maestro el general Lecor ; escuchó pa-
labras dulces, pidió órdenes, y al ofrecerse miró á
Natalia con fijeza, casi con aire de súplica.
La hija de Robledo cogió llena de dignidad la
mano que él le tendía, y se la estrechó en si-
lencio.
Don Carlos dijo alguna cosilla — como lo repe-
tía él después, — con un poco de carraspera y atra-
gantándosele más de un vocablo.
En realidad, pareció pasar por una crisis vio-
lenta.
Cuando Souza se fué, él puso nervioso sus dos
manos en los brazos de la joven, diciendo :
— Todo está bueno, hija: hay que agradecer.
Pero yo sé por dónde viene éste... Marchan ma-
ñana seguramente y es preciso avisar á los que
andan por ahí, á riesgo de ser sorprendidos cuando
ellos menos se lo imaginen. ¡ Busca, hija, busca !...
— ¡ Ay, señor ! ¿ y qué he de buscar, pobre de
mí? — exclamó Xatalia llena de pesadumbre.
— Sí, tienes razón; pero ahí verás, doncella mía,
es necesario inquirir, escudriñar ... ¡ No hay que
hacerle ! El forzoso hallar el medio, porque éstos
meditan alguna embestida entre sombras, algún
plan diabólico por el que lo arrollen y aplasten
todo de aquí á la Florida. V éste que acaba de
salir muy meloso, untándonos el dedo, como si
no supiéramos lo que busca el belitre con más
GRITO DE GLORIA 309
agallas que un dorado ! A mí no me la pega. ¿No
viste hija con qué ojos te miraba ? ¡Se le salía
la dulcinea por el lacrimal, y el gran socarrón la
tenía delante ! . . . Nada, esto me tiene crispado ha
tiempo ¡ por Cristo !
Así expresándose, descompuesto, casi iracundo,
don Carlos abandonó á Natalia lanzándose á su es-
critorio.
Al cruzar el patio vio una sombra negra, firme
é inmóvil con el morrión en la mano, junto á la
verja.
El viejo escudriñó, echóse el gorro atrás y dijo
con aire risueño :
— ¡ Ah, eres tú, Esteban ! Te creía ya fusilado
negrillo. ¡ Entra, hombre, entra !
El liberto, pues él era en efecto, obedeció en el
acto, y penetró en pos de su amo al escritorio.
XXVI
El cinto de don Carlos
Bastante confusa quedó Natalia con lo que Souza
acababa de comunicarles ; y en esta confusión de
su ánimo entraban por mucho la satisfacción y la
amargura. Lo relativo á su padre, que hacía meses
sufría las consecuencias de un hecho que no le era
310 E. ACEVEDO DÍAZ
imputable, constituía á no dudarlo un motivo de
dicha, obligándola en cierto modo hacia un hom-
bre que ella sabía la quería con una pasión cre-
ciente y silenciosa ; y la ida de este hombre á
campaña para tomar parte activa en la lucha, llená-
bala de congojas, solo al pensar que su rivalidad lo
arrastrase á ser cruel é inexorable en caso desgra-
ciado con quien ella tanto amaba.
Recién se daba cuenta de sus emociones, así
como de la que había experimentado don Carlos
en el acto de la despedida. Por lo visto, coincidie-
ron en el mismo presentimiento y fueron presas de
la misma angustia. Las generosidades, las acciones
caballerescas se explicaban sin esfuerzo cuando to-
davía no separaba á los dos jóvenes una tendencia
personal, inflexible, de suyo egoísta hacia la pose-
sión del mismo objeto ; pero ahora todo se había
deslindado y definido, sabía el uno á qué atenerse
respecto del otro en materia de preferencias ; eran
enemigos, sin embargo, que iban á encontrarse en-
el terreno, á embestirse y á aniquilarse en nom-
bre de hondos agravios. El mal sería menos si se
tratara de un lance singular en que el éxito se re-
lega al brío y á la pujanza; que en este caso ella
envanecíase en La creencia de que «él» no sería
herido, sin herir también. Pero el peligro estaba
en la superioridad del número y de las armas
de los que dominaban, al punto de que fuera ve-
di] y hasta posible un desastre de pane de los
menos aun cuando Riese muy grande SU valor, que
GÜITO DE GLORIA. 311
el heroísmo — como Souza lo había dicho — más
que júbilo casi siempre aparejaba duelos. ¡Oh! que
ellos combatirían como buenos en tanto no les de-
jase la última esperanza, bien lo sabía, tan recien-
tes y frescas estaban las leyendas de su tierra ba-
ñada en sangre, desde el día histórico en que los
hijos de sus llanos y sus bosques sacudieron Lis
melenas y se alzó su grito de guerra entre los sil-
bidos del «pampero».
Mas por eso se sentía triste. Aquella convicción
constituía el primer anillo de una cadena de incer-
tidumbres y de sobresaltos cuyo fin no era fácil
prever. .
Fué á trasmitir las nuevas a la madre del ausente,
prometiéndose á sí misma ahogar dentro del seno
todas sus angustias. Entre las dos el pesar era me-
nos y holgaba la ilusión!
Hallábase la señora en el aposento contiguo al
escritorio de don Carlos, ocupada en una nueva
carta para su hijo.
Si bien se ignoraba la residencia actual de Luis
María, por cuanto se tenía noticia de que las fuer-
zas sitiadoras habían cambiado varias veces de
campo y alejádose hacia rumbo desconocido á la
aproximación de la columna de Bentos Manuel Ri-
beiro, con la cual no les hubiera sido posible com-
petir, la madre cariñosa escribía, á pesar de todo,
confiada en que no faltaría oportunidad para un
buen envío de la carta y en que la persecución
constante de su amor, sería siempre más eficaz v
certera que la otra persecución á muerte.
312 E. ACEVEDO DÍAZ
Natalia la sorprendió en esa tarea dulce y soli-
taria, puestos los dobles ojos, y en la mano la
pluma, en actitud de reflexión profunda. Había en
sus párpados huellas de lágrimas.
Abrazáronse sin esfuerzo, con esa espontaneidad
adorable que nace del afecto sincero y de la co-
munión del dolor, calladas, suspirantes.
Después la anciana, con el codo apoyado en la
mesa, dejó colgar la mano en que tenía la pluma
y puso los ojos en el pavimento en actitud medi-
tabunda.
Por encima de su hombro y rozándole la sien
con su fresca mejilla, Natalia deletreaba con acento
bajito y trémulo el encabezamiento de la carta que
ella concluía de escribir . . .
Así pasaron largos momentos.
Pero esta situación de ánimo cambió pronto
con la entrada de Esteban, que á paso furtivo atra-
vesó el patio y se detuvo ante la puerta del es
critorio.
Oyóse en el acto la voz de don Carlos, que le
mandaba entrar, notándqse en su eco una impre-
sión de sorpresa y complacencia que no pareció
esforzarse en ocultar mucho.
Efectivamente, el señor Berón experimentó ver-
dadera alegría al ver al liberto, presintiendo que
l.v, covis convenidas estuviesen ya en su punto.
Esteban entró SOnriéndose, con una de aquellas
Sonrisas que le eran peculiares y dejaban ;í la vista
todas sus encías cuando lo agitaba alguna idea útil
y provechosa para sus amos.
GRITO DE GLORIA 313
Guadalupe lo había atisbado desde el fondo, y
héchole una cortesía que él contestó desde la verja
cuadrándose, con una venia de ordenanza garbosa
y correcta.
En presencia de don Carlos, este preguntó con
cierta ansiedad sin darle tiempo á explayarse :
— ; Cuándo te marchas, Esteban ?
— Creo que será cosa de horas, señor. Le oí
decir á mi jefe que mañana á la noche nos incor-
poraríamos á Bentos Manuel, que está en extramu-
ros con la tropa que trajo de Río Grande. Se han
repuesto los aperos y se han cambiado algunas ca-
rabinas y sables por otros nuevos en mi escuadrón...
A más se nos ha dado licencia por una hora, con
orden de volver en lo justito, para quedar acuarte-
lados hasta el momento de salir.
— jHum!... ¿Y qué piensas hacer?
Don Carlos se rascaba cabizbajo la frente, que
había arrugado hasta el casco, como absorbido por
una idea fija.
Al oir la pregunta, el liberto volvió á sonreirse
con aire de confianza.
— ¿Lo que he de hacer ? su mercé ya sabe —
respondió. Todo está listo.
— ¿ Cómo que está listo todo ? ¡ Explícate, hom-
bre ! sin ambages ni redundancias, claro y derecho.
— Digo que su mercé sabe que me voy con los
compañeros en cuanto pasemos el Cerrito, cortando
campos, á tomar el rumbo del Sauce y de allí de
un buen galope hasta el paso de la Arena.
314 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¡ Ah ! ¿Y por qué á ese paso, Estebanillo, y
no al del Soldado ?
— Por ahí va á cruzar la columna, señor, según
mi capitán, para ver de darle golpe al comandante
Oribe que aseguran se ha puesto en observación
en ese punto para no descuidar la barra.
Don Carlos se restregó las manos.
— ¡Bien! Pero en el caso no problemático sino
muy posible de que Oribe esté por esas alturas,
debe tenerse en cuenta que lo primero será pre-
venirle del movimiento á fin de que no le cojan
en un renuncio del diablo, lo que importaría un
verdadero desastre.
— El comandante sabe siempre á qué hora el
enemigo monta á caballo, y adonde va.
— ¡Ya es mucho! ¡Sí, por San Diego! Con
todo no puede haber seguridad en lo que afirmas,
porque no sé yo dónde demonios has aprendido tú
tanta milicia para venirme así no más á soplar ab-
solutas como quien sopla bodoques por una cerba-
tana. . . ¡ Vamos al caso !
Y dando una palmada lleno de gravedad, siguió
diciendo :
— Es necesario que combines con maña el me-
dio de comunicar á Oribe lo que le va encima como
una avalancha.
— Sí, señor; y si su mérceme permite yo diré
que, por si acaso, hemos convenido con otro com-
pañero de confianza que él siga con la gente hasta
el paso de la Arena, y que yo me corte hasta su-
GRITO DE GLORIA 315
bir bien á vanguardia de la columna aunque fuese
reventando el mancarrón y caiga antes del alba en
el campo de los amigos.
— ¡ Así me place ! Entonces : dando por de con-
tado que tú te subleves al comienzo de la jornada,
que tus camaradas tiren como la cabra al monte,
que tú te separes de ellos para llevar el aviso á
Oribe aplastando el caballo si preciso fuese, — con
cuya promesa pruebas que antes de sufrir tus po-
saderas se quiebra el lomo del cuadrúpedo; — dando
digo, por suficientemente probado y alegado todo
esto, voy á encomendarte una misión de alguna
importancia, que podría comprometerme si te ma-
tan y, como es consiguiente, te registran y des-
pojan.
— No me mataron ya, ahora no es fácil.
— Muy engreído estás. . . Me gusta á fe mía,
hijo ; me gusta !
Y dándole la espalda para sacar algo de un ca-
jón de su escritorio, añadió alegremente :
— Estoy asombrado de oir á este negrillo cala-
vera. . . Bien se ve que le ha tomado los puntos al
amo, sin perderle mueca !
Sacó en seguida del cajón que acababa de abrir
un cinto de badana con agujetas, lleno al parecer
de monedas que habían sido perfectamente envuel-
tas y distribuidas en el ancho hueco.
Tomóle el peso y enseñándoselo á Esteban, dijo:
— Aquí van trescientas onzas, que darás á quien
bien tú sabes. Hay que agregarle las cartas; está
la mía dentro.
316 E. ACETEDO DÍAZ
En ese momento abrióse la puerta que daba al
aposento en que se encontraban la señora y Nata-
lia, apareciéndose éstas en el umbral.
Sin duda lo habían oído todo, porque la madre
de Luis María enseñó dos cartas exclamando ri-
sueña :
— Estas son las cartas, Carlos. Vengo también
á recomendárselas mucho á Esteban segura de su
lealtad.
El liberto que no podía ver sin conmoverse á
la madre de su señor, dijo balbuciente :
— Verá su mercé, que llegan.. . Me voy á atar
el cinto sobre la carne.
— Eso mismo te iba á indicar, — repuso don Car-
los, — y si es que no te desnudas sino entre cris-
tianos, el secreto pegado á tu piel se conservará
ileso. Bien creo que para violarlo, primero han de
acabar contigo.
— Díle muchas veces que sólo pensamos en él —
murmuró la madre blanda y cariñosamente; — pero
muchas, Esteban ¿ has oído ?
Y como Natalia lo mirase al mismo tiempo de
una manera fija é intensa, apoyada la cabeza en el
hombro de la señora, cual si á sus ojos hubiesen
asomado en tumulto todas las tiernas confidencias
que guardaba en su seno, el negro tembloroso, se
limitó á inclinarse como de costumbre en los ca-
sos graves, sin pronunciar palabra.
— Ahora, — dijo don Carlos, — déjennos ustedes
solos un momento.
GRITO DE GLORIA 317
Apenas se retiraron las señoras, hizo Berón que
Esteban se abriese las ropas y él mismo le ciñó el
cinto casi á la altura del pecho examinando una
por una las hebillas y agujetas por si estaban flojas.
Puso en él las cartas, y en tanto practicaba se-
sudamente la diligencia, murmuraba un poco so-
focado :
— Así irá bien. Pero no hay que desnudarse en
toda la jornada... No es este un cinto de Brión ó
de Perseo, no... ¿Y qué sabes tú, negro, de esas
cosas ? ¡ bah ! . . . si á veces uno desatina. Con todo
has de saber que este cinto puede desviar cualquier
proyectil traidor y librarte el pellejo bonitamente,
porque va bien preñado de amarillas más duras que
el plomo... Te lo apretó bien para que no olvi-
des que debes velar por él como sí fuese cosa tuya
y que lo que está más cerca de las carnes vale
más que la casaca.
¿ Estás listo ?
— Sí, señor.
— Bueno, entonces no perder tiempo... Mucho
ojo y mucha destreza Estebaniilo de mis entrañas;
y que Dios te ayude !
El viejo se volvió á pasos precipitados, entrán-
dose al despacho del negocio, y el liberto salió al
patio.
Junto á la verja estaban la señora, Natalia y Gua-
dalupe, como esperándolo. Se detuvo ante el grupo,
en actitud de quien pide órdenes, muy abrochado
y tieso.
318 E. ACEVEDO DÍAZ
— ¡ No te olvides ! — díjole su antigua ama con el
pañuelo en los ojos.
— Díle que nos escriba siempre — añadió Nata-
lia — porque el saber de él con frecuencia es toda
nuestra dicha !
Hasta Guadalupe se permitió recomendarle, no
pudiéndole expresar otra cosa, que « no confiase
nada á don Anacleto hasta que no estuviesen libres
y salvos al lado de su señor. »
El liberto prometió cumplir todo fielmente, pi-
dió la bendición á su ama y fuese á prisa, sintiendo
que empezaba á enternecerse demasiado.
XXVII
La sublevación
En las horas de esa noche y en el siguiente día
notóse mayor movimiento que otras veces en el
recinto.
Súpose que el general Leeor en persona había
visitado los puestos y cuarteles, trasmitido órdenes
terminantes, apresurado preparativos de marcha y
tenido una larga conferencia con el coronel Ribeirp.
Decíase que, á pesar del celo y actividad desple-
gados para integrar la columna de aquel jefe con
infantería y artillería, el equipo no podría hacerse
GRITO DE GLORIA 319
sino de allí á dos días; lo que había visiblemente
contrariado al fogoso guerrillero río-grandense, can-
sado de una quietud que iba en pugna con su ca-
rácter emprendedor y atrevido.
El desastre del Rincón de Haedo, llamado vul-
garmente «de las gallinas», lo tenía irascible. Ha-
bía oído decir que el nombre de la estratégica pe-
nínsula del Uruguay y el Negro, había sido justifi-
cado en un todo por la imprevisión y desidia de
Braz Jardim y de Barreto, pues que sus numerosos
y aguerridos dragones, en masa triple á la de los
dragones de Rivera, habían caído en sus propias
redes cazados como gallináceos en un tercio ; en
un tercio muertos; y en otro tercio dispersos á
chasquidos de «rebenque», perdiendo en la fuga
mil quinientas armas.
La irritación de Rentos Manuel era extrema.
Aunque reconociendo la bondad de los planes de
Lecor, obstinábase en abrir operaciones con sus ele-
mentos propios sin esperar los constitutivos de
cuerpo completo de ejército que aquél le ofrecía.
La nueva recientemente llegada, que se hizo di-
fundir sin, reservas, de que por horas atravesaría la
línea divisoria otra columna de más de mil gine-
tes á las órdenes del coronel Bentos Gonzalves para
obrar de acuerdo con el general Abreu que viva-
queaba sobre el Negro, exaltó la impaciencia de
Ribeiro, y lo decidió á tomar la iniciativa.
Los que observaban atentamente las cosas, en pri-
mera línea los contertulianos de don Carlos que
320 E. ACKVEDO DÍAZ
por una ú otra causa tenían ciertas afinidades con
los jefes del recinto, bien se penetraron de que la
combinación era otra que aquella.
Gonzalves de análoga talla á la de Ribeiro,
hombre de manotada y de arranque, propio para
el médium de lucha donde había caudillos capaces
de manotear mas recio, debía venir á grandes
marchas buscando su junción con el gemelo, á fin
de realizar el único plan racional y táctico, una
vez que quedaba en suspenso el ideado por Lecor,
el de batir en detalle, cargando sobre Lavalleja:
antes que Rivera se quitase á Abren de encima y
pudiese robustecerlo.
Entonces, el plan de Lecor complementaría la
campaña, dándola por concluida con su sola pre-
sencia en la Florida ó en el Durazno.
Y que esta y no otra debía ser la combinación,
lo confirmó en la noche el hecho de emprender
marcha la columna de Bentos Manuel sin esperar
la incorporación de los batallones.
Contaba con mil cuatrocientos carabineros.
Reforzósele únicamente con una parte del escua-
drón de auxiliares.
Eli las filas iba Hsteban con sus amigos.
I tropa salió de muros después de retreta.
Componíase de cincuenta hombres y dos oficiales,
Bentos Manuel no la quiso para el servicio de
avanzadas y flanqueadores, y la echó á retaguardia
de la columna, diciendo que .serviría para la « car-
neada ».
GRITO DE GLORIA 321
Prontos los regimientos y los caballos de re-
serva, dióse orden de marchar al trote sin toques
de clarín, y la columna se puso en movimiento
entrada la noche.
Soplaba un viento fuerte de la parte del sur, y
la atmósfera estaba cubierta de nubarrones que pa-
recían correr al mismo paso hacia el nordeste, si-
guiendo á las tropas con su sombra y dejando
caer sobre ellas á trechos algunas gotas pesadas
que producían en los rostros y cuellos efectos de
papirotes.
Cubriéronse los soldados con sus ponchos.
Igual cosa hicieron á retaguardia entre los auxi-
liares, el capitán, el teniente y cinco ó seis solda-
dos. Los demás continuaron á cuerpo gentil, indi-
ferentes, sufridos, más bien atendiendo á sus armas
que á sus ropas.
Desfilaban por una falda oscura sembrada de
guijarros, que por varias ocasiones moderó el paso
de los regimientos, aproximándose éstos demasiado
unos á otros.
Guardábase gran silencio.
Siguióse siempre por la falda; volviéronse á es-
tablecer las distancias convenientes, sin percibirse
al frente más que una masa de tinieblas. A un
flanco la- oscuridad era mayor. Sin duda había
eminencias de tierra en curvas caprichosas ó gran-
des árboles indígenas dispersos en la ladera.
Esteban marchaba al extremo derecho del se-
gundo escalón.
21
322 E. ACEVEDO DÍAZ
Llevaba el poncho cruzado al pecho á modo de
banda, ceñido al costado por sus puntas, como
para embotar hierros en su espeso forro de lana.
Inmediatamente detrás d la cabeza de la segunda
compañía, iba el sargento Benítez, cruza de indio
y negro, ginete de talla corta, macizo y repleto,
cuyo bulto se distinguía como una corcova sobre
los lomos de su cabalgadura.
Al lado de este sargento marchaba don Anacleto
un tanto agobiado y abatido, con las mandíbulas
flojas y la cabeza entre los hombros.
Aquello que le pasaba salía de lo imprevisto ; y
miraba á veces de diestra á siniestra, como en
busca de una « lucecita que lo endilgase en el os-
curo rumbo á la querencia».
Rato hacía que la columna había dejado detrás
uno y otro cerro, avanzando por un camino pedre-
goso que flanqueaban asperezas llenas de piedras y
arduas colinas, cuyas lomas descubrían á los lados
sus perfiles, á pesar del denso cortinaje de som-
bras.
De repente, el sargento Benítez acercándose A
Esteban por su derecha, de modo que pudiese ha-
blarle sin ser oído, díjole bien encima de la oreja:
— ¡ Aquí es lindo para el desgrane ! ¡ Trasto-
rnando, al freno no más, ni el olor ! . . . Hay mu-
cho pedregullo en U falda, y á estos no les con-
viene seguirnos,
— ¡lístate en la vaina! — respondióle él liberto
en el mismo tono. Yo te he de decir cuando los
GRITO DE GLORIA. 323
traquee la fatiga y los abombe el sueño, por adonde
hemos de enderezar.
Callóse el sargento, y ocupó su puesto.
La marcha continuó sin novedad alguna por
más de una hora, al trote firme; pasóse el arroyo
de las Piedras en sus vertientes, y entróse en una
sucesión de collados.
Hízose un alto de pocos minutos, para dar
aliento á los caballos.
En ese descanso, los jefes recorrieron la columna
vigilando é impartiendo instrucciones.
Entre esos jefes descollaba uno por su tono acre
y agresivo, cuya voz Esteban reconoció en el acto:
la de Bonifacio Calderón, el antiguo jefe de la lí-
nea sitiadora, de nuevo al servicio del Imperio.
Parecía rebosar de iras. A su paso el silencio
se hacía más profundo, como si se temiese que el
menor hálito las atrajese y se provocara un con-
flicto en las filas.
Pasados algunos momentos, siguióse andando.
Traspusiéronse largas distancias hasta las tres de
la mañana, en cuya hora se cruzó un vado cenagoso
con los caballos bastante transidos.
La tropa iba ya pesada y somnolienta. No se
guardaban espacios regulares entre los diferentes cuer-
pos, á causa del exceso de fatiga; y había que es-
perar á wqcqs incorporaciones de fuerzas rezagadas.
Algunos escuadrones se retardaron, mudando cabal-
gaduras ; los mismos caballerizos no se entendían
ya con el arreo.
324 E. ACEVEDO DÍAZ
Había escampado, pero la oscuridad era más pro-
funda, haciendo penoso el transito de las « tropi-
llas » en un suelo quebrado y lleno de canalizos.
La retaguardia se detuvo entre unos cardizales
nutridos que los caballos denunciaron con sus mo-
vimientos nerviosos.
Arreábanse dos « tropillas » por un llano en com-
pleto desorden derecho al vado, que al efecto se
dejaba libre.
L;i guardia de prevención quedaba muy atrás, y
entre ella y los auxiliares se interponía una mole
inmensa de animales cuyo pasaje ocasionaba un
sordo y prolongado estruendo en los terrenos ba-
jos. Los gritos de los caballerizos aumentaban este
ruido hasta hacerlo ensordecedor.
Para mayor confusión, un grupo considerable de
caballos se empantanó en el vado, ya muy remo-
vido por el paso de los regimientos; los que ve-
nían detrás, hostigados por las voces y las fustas,
atropellaron en tumulto, y no hallando hueco die-
ron contra los « molles » y sauces de la ribera cha-
podando ramas con los encuentros, estrujándose,
dándose de coces y mordiscos y retrocediendo al
fin en avalancha para ganar á escape el campo
abierto.
En medio de los relinchos é interjecciones bru-
tales que hendían el espacio, de la turbación y los
sobresaltos unidos al sueño y al cansancio, Esteban
ilvió hacia el sargento Benítez, diciendo :
— ¡ Ahora !
GRITO DE GLORIA 325
Y sin perder más tiempo, levantó el mango de
su «rebenque», descargándolo con toda la fuerza
del brazo en la cabeza del capitán, que vino abajo
del caballo como herido de muerte.
Casi en el acto, el sargento lanzó una voz, sin
duda esperada por sus soldados ; porque la compa-
ñía dio media vuelta, precipitándose por su flanco
derecho como envuelta en el torbellino de la «dis-
parada», y se alejó sin dejar tras sí más que el
eco de un tumulto pavoroso.
El teniente había caído con dos sablazos ; algu-
nos hombres fueron derribados en un choque terri-
ble, la «caballada» despavorida pasó por encima
de los cuerpos ; y todo quedó misterioso, en la
profunda tiniebla.
Corrieron por más de una hora los sublevados,
antecogiendo buena porción de «caballada», que
arrearon sin descanso ; y sorprendióles el alba á un
paso de los bosques del Santa Lucía.
Recién don Anacleto, que había salido aturdido
en el arranque, se acercó á Esteban mientras cam-
biaban monturas, y le dijo muy asombrado :
— ¡ Hacéme el favor, amigo, de explicarme esto
que pasa por Dios bendito ! pues no parece sino
que mandinga entreverao con la tormenta nos ha
trajinao de los pelos ... De mí me acuerdo que me
erraron tres sablazos ; que sentí un tropel como el
de vacunos medio ariscos ataos al palo que se
asustan y pegan la sentada rompiendo las coyun-
das ; y después malicié que salía á dos laos sin sa-
326 E. ACEVEDO DÍAZ
ber cómo ni cuándo lo mesmo que bola sin ma-
nija, entre una punta de milicos mas ligeros que
fantasmas... Y no te miento, hermano, si te asi-
guro que me pasaron silbando hasta una docena de
« boleadoras » por el mate, que ni yo mesmo al-
canzo cómo llegué á mezquinarlas, salvando á mi
parecer, por un evento de la gran casualidá. ¡ Ca-
neja y por mi madre, qué loba más peluda !
Reía el liberto oyendo hablar así al viejo capa-
taz, y mayor era su risa al mirarle el rostro desen-
cajado con los ojos bailarines muy hundidos en los
camaranchones, la nariz larga en forma de gancho,
sirviéndole de agarradera al barbijo, una cola de
cigarro Bahía sobre la oreja y las duras barbas eri-
zadas chorreando todavía las gotas de la lluvia.
Cuando se le acabó el alborozo, contóle breve-
mente lo ocurrido.
Con el sargento Benítez y el de igual clase
Saldanha, portugués este último que había militado
en los voluntarios reales, excelente instructor de
reclutas en dos armas, y á quien con algunas onzas
de oro se había atraído, comprometieron hasta cua-
renta hombres del escuadrón todos nativos, de los
que estaban allí presentes más de treinta, habién-
dose sin duda extraviado el resto en la dispersión
del primer momento, al arrancar confundidos con
las «tropillas» asustadas.
Ahora que la cosa había salido bien, el apuro
era el de buscar la fuerza de Oribe. El monte es-
taba allí; y no muy lejos el paso de la Arena.
GRITO DE GLORIA 327
Añadió Esteban, que ya no podían dividirse en dos
grupos como él lo había querido al comienzo de
la empresa, puesto que era imposible ir á encon-
trar á su jefe en el paso del Soldado, adonde ya es-
taría la gran guardia de Bentos Manuel ; que lo
mejor sería alcanzar al galope firme el de la Arena,
casi seguro de que por aquellas alturas operaba la
división.
— Por todo eso soy baqueano, — observó don
Anacleto — y puedo guiar derechito á la gente sin
enquivocación nenguna de « cuchilla » ó arroyo, ni
sacar la potrosa del estribo por tomarle el gusto
al pasto.
— Yo también conozco el pago — dijo Esteban;
aquí vienen cuatro ó cinco rumbeadores capaces de
seguirle el rastro al tigre en lo más escondido del
monte.
Don Anacleto se puso entonces á examinar á sus
compañeros con las primeras lumbres de un día
pálido y nebuloso.
Quería persuadirse bien de que eran los camara-
das del recinto, y de que el sargento Saldanha, á
quien él había tenido siempre grande ojeriza por lo
riguroso en lo tocante á « desciplina », tenía ahora
una cara más simpática y un aire más humilde
que en el cuartel ! Y en mirándolo contento y re-
tozón entre la tropa sublevada, acabando de apa-
rejar los caballos, cruzóse de brazos con talante de
caudillo de pago y le gritó con acento de protec-
ción :
328 E. ACEVEDO DÍAZ
— Quién lo vido, y quién lo ve, sargento viejo,
amanerando resertores á poquito de arrocinarlos
con la vara en el hueco de la Cruz ! Asina es el
mundo... Un día se sirve á un patrón con cencia,
y otro día se sirve á otro con concencia, que en
engañar primero está el toque pa probar la ha-
bilidá; y entre un fogón que no arde y otro que
calienta con agua hervida y «churrasco», el estó-
mago se regüelve al calorcito aunque la volunta
no quiera, porque antes es el vivir que el soñar . . .
Bien haiga el sargento ! Si ayer me cerraba la oreja
á la súplica por ser caporal, no he de mostrarme
resentido y agravia*), porque nunca jueron más que
campanas de palo las razones de un pobre ; pero,
aura he de alvertirle que en campo raso la voz se
oye y eso que es pura yerba : aunque esa voz sea
la de un cordero á quien come los ojos un « chi-
mango», ó la de un güey que se ha incao con el
rejón que abría el surco, ó la de un mastín ove-
jero con la pata quebrada que juese; porque aquí
aonde no hay poblaciones grandes sino ranchos y
a taperas » hay orejas que oyen y corazones que se
ablandan, al revés de los pueblos con edificios de
lujo aonde se machuca el grito de un enfeliz lo
mesmo que golondrina encandilada. Aquí, la tierra
es suave hasta pa el que clava el pico, de balde
muestra abrojos y cardales; sin acompañament.
sin curas que mojen con Cristel al dijumo pa s.i-
carie la aguaza á la viuda afligida por haberlo libran
de pecao, pero con lágrima', limpias de toda hipo-
GRITO DE GLORIA 329
cresía, que á mi parecer valen lo que el agua ben-
dita . . . Por encimita de todo se perdona á los
malos mesmos, y el monte les da guarida al igual
del « yaguareté » ; encuentran agua sin olor ni gusto
que no es de pozo de cuartel; carne con más de
un dedo de grasa que no es matambre de mélico
tan delgadón como « baba de diablo » ; fruta rica
que no tiene dueño ; güen agasajo en el vecindario
que desculpa los vicios con sabeduría y los tapa
con un cuero cuando la cosa aflije, porque es me-
jor alcagüete que el gobierno mesmo. Esto digo,
amigaso Saldaña, porque vea que aunque haiga
«matacos» en el campo tienen menos conchas que
los de muro adentro, y que aquí todos los hom-
bres son parejos, de un altor, hasta que Dios sea
servido de convertirlos en esqueletos y mesturarlos
por junto en los pastos con las osamentas del va-
cuno.
A este como discurso del capataz, habían pres-
tado grande interés sargentos y soldados quienes
reían ruidosamente y aplaudían, distinguiéndose en
la algazara el mismo Saldanha, que era alegre y
socarrón como veterano que había pasado varias
veces por el aro de mandinga, — ■ según su propia
ocurrencia.
Acabando de apretar la cincha, contestó en buen
español muy risueño :
— Lindo era para predicar don Cleto con esa
labia y esa voz de bordona y esa pinta de cuervo
de campanario... Pero se lamenta ai ñudo, y sino
330 E. ACEVEDO DÍAZ
dígame: ¿le han puesto acaso « pie de amigo» para
forzarlo y traerlo hasta aquí á juntarse con sus
amigos después de tantos meses de servicio duro y
parejo como ha prestado en la plaza ? Sin pensarlo
siquiera, se ve libre en estos campos, donde los
pájaros no se ciegan porque no hay paredes, y se
ve libre porque á rigor de disciplina aprendió á
obedecer y á ir como murciélago de día; que á
no ser esto estaría á esta hora penando en el hueco
de la Cruz bajo la baqueta del cabo « ranchero »
si no anduviera listo... Déme las gracias, amigo
viejo, que he ayudado un poco á la cosa, más
que no fuese que para largar al ceñuelero adonde
abunda el pasto ! . ..
— Naide me forza á mí, ni me pone «pie de
amigo » á dos tirones — replicó don Anacleto tem-
blándole la borlilla del barboquejo por encima del
labio; — ni tampoco soy güey que se lamba de puro
goloso, ni me cuelgan abrojos en el rabo como á
más de uno que cree que está limpio en todas par-
tes : y no se desmande el sargento ajuera del pago
ni compare con murciélagos á la gente, porque aquí
hay avechuchos que miran más lejos que el ratón,
y en un revoleo, si te he visto no me acuerdo!...
— El sargento no ha dicho por tanto, — observó
Esteban, — y no hay motivo para echar mano á la
cintura.
— ¡ No!. . . Si yo lo entiendo al fanfurriña y sino
fíjate cómo se raid li verija. Lo que yo quise de-
cir M que 108 hombres donde quiera se encuentran
GRITO DE GLOKIA 331
á juerza de rodar como las piedras de los cerros; y
que la que está encimada hoy, mañana la arrem-
puja el viento, ó una bruja, y cae al playo al igual
de otras por correr la mesma suerte, aunque sea
más grande y más pintada.
Seguían riéndose todos con el mejor humor al
oir al capataz; y éste al montar, y apercibirse de
la algazara, rióse á su vez con tal gesto inofensivo
y comadrero hasta mostrar los dientes barcinos que
le quedaban, que la explosión no tuvo límites.
Bajo espíritu así retozón, reinicióse la marcha al
galope con una pequeña partida exploradora al frente,
la que se adelantó hasta una milla.
Y andando, dijo Esteban á don Anacleto :
— Desde que don Luciano y usted faltan de « Tres
ombúes», la estancia ha de haber sufrido mucho.
A la cuenta las vacas y las yeguas no conocen ya
rodeo ; y si acaso, no se ha de meter en el corral
más que la majadita del « tronco » por pastorear
encima de las poblaciones. Si usted se aprovechase
de quedarse aquí estos días, haría servicio á don
Luciano, y yo había de disculparlo con el jefe. . .
Antes de medio día vamos á pasar cerquita, á una
media legua.
— En esa rumia iba — respondió don Anacleto
con gravedad. No se juega con los entereses ; y yo
tengo en un potrero del monte un ganadito ore- ./
jano que á la fija se han comido los «matreros»,
si no han matrereao ellos mejor por librarse de es-
tos cimarrones.
332 E. ACEVEDO DÍAZ
— Si le han comido el suyo, no habrán preci-
sado de las vacas del patrón.
— Ansina es. Pero, en la virgen confío que mi
ternera je no haiga mermao mucho porque al dirme
lo metí en un playo de pasto de engorde de cua-
resma, tan acortinadito y misturao con malezas, que
nengún gaucho malevo ha de haber olido la ma-
driguera. El de mi patrón se ha de haber resarcido
con las crías aunque al principio lo haigan espigao
en flor. Tengo gana de ver como sigue esta ha-
cienda, por si hay que enderesar algo en el esta-
blecimiento que dejé al cargo de Calderón y de
Neceo; No sería malo que me diera una güeltita
por el campo antes que venga el tiempo de las
quemazones ó de la langosta, y todo lo encontrase
arruinao y en «taperas». Si te parece, me corto
al trotecito asina que nos acerquemos, aunque no
juese más que pa bichear á esos mandrias.
— Se me hace bueno, — dijo Esteban sonriendo, —
y no hay que estar entre si caigo ó no caigo. (
al campo don Cleto !
— Por aviriguar, güelvo á decir : nada más que
por aviriguar. Después me cncorporo aunque sea
en la sierra de los Tambores al grueso, con este
solo compañero, que no preciso la garabina.
Y se golpeó el corvo con fuerza.
— ¡ Ya Creo que no precisa ! • — observó el liberto
con seriedad.
A trueque de un encuentro malo como podría
acontecer en un refucilo, en que no quedase uno
GRITO DE GLORIA 333
vivo, mejor es que primero usted vigile un poco
el campo de don Luciano porque se lo ha de agra-
decer él, la niña, y también mi amo, por lo que
los quiere. . .
— Por lo juicioso te hacía comandante amigo, si
yo juese el jefe ; y no es por lavarte la cara, que
no necesita de jabón, sino por probarte que soy tu
aparcero de alma, todo emérito pa el trance más
duro después que te he pulsao la muñeca. Si man-
das que cargue en la punta en cuanto los «mame-
lucos» asomen la trompa en la lomada por ahí me
descuelgo como « carancho » sobre los güevos á
todo lo que da el « Hete » ; si ordenas que vaya á
cuidar el ganao de mi patrón por ser de conve-
niencia, aunque me aflija voy, porque la desciplina
ha de respetarse más que al cura, dende que se pa-
rece á las mujeres que se han pasao de mozas sin
marido y siempre están rezongando.
Limitóse el negro á reirse, sin objetar más
palabra.
El galope duro no daba tampoco lugar á diálo-
gos muy largos y con ese galope llegaron al vado,
que cruzaron sin novedad, siguiendo sin detenerse
por la orilla del monte.
Al empezar á declinar el día don Anacleto creyó
llegado el momento de separarse, pues pisaban ya
campo de Robledo, y así lo hizo, cambiando de
rumbo para dirigirse á las « casas » y haciendo un
cordial saludo con el brazo á sus compañeros.
Éstos lo contestaron con una aclamación uná-
nime y las armas en alto.
334 E. ACEVEDO DÍAZ
El sargento Saldanha le irritó :
— ¡ No se vaya á hacer perdiz en el pago don
Cleto, y mire por su fama !
— La cuida esta que va en la vaina — contestó
el viejo con arrogancia. ¡ Ya ha de cortar más de
una cola cuando toquen á rabonear!
Luego entre risas y expansiones, la partida des-
apareció en un bajo, y don Anacleto en un abra
del monte.
XXYIII
El esfuerzo nacional
Muchas fueron las agitaciones en el campamento
de los sitiadores desde la prisión de Calderón,
hasta después de ocurridos los hechos de armas
que habían apresurado la marcha de Bentos Manuel
hacia el interior del país.
Luis María siguió con interés creciente los acon-
tecimientos, examinándolos sin decaer un instante
en SU entusiasmo, ni preocuparse mucho de los gi-
ros extraños que i ocasiones les daba la política.
Se estaba á la naturaleza y al alcance del es-
fuerzo.
En su sentir, era niuv difícil modificarlo sustan-
cialmente, aunque la necesidad lo contrariase por
GRITO DE GLORIA 335
la adopción de formas opuestas á la voluntad
firme y constante de los nativos. Bien conocía él
esta voluntad. Pero, asistíale también la convicción
en presencia del arduo tema, de que no era rigu-
rosamente cierto que «querer fuese poder», según
el adagio qne se estilaba en casos análogos como
sentencia sacada de la misma experiencia. Lo que
él y otros querían, no se podía realizar sin riesgo
de que toda la obra se perdiese.
Hablaba muchas veces con su jefe en la tienda,
en marcha, en los días de zozobra como en los de
regocijo; siempre hallaba en él la misma actitud,
iínial reserva discreta acerca de asunto tan esca-
broso.
Eran sin embargo de importancia y dignos de
una meditación profunda, los hechos que habían ve-
nido encadenándose hasta confirmar en sus extre-
mos la conducta leal de los libertadores.
Estaba Luis María invadido del espíritu local,
que era mezcla de virtudes y rabias; pero en su
cerebro el buen" sentido primaba sobre el arranque
de la pasión, y le hacía condolerse de la suerte
que cabía á uno de sus grandes y queridos ensueños.
Pensó sin soberbia.
Pasó revista al pasado, tan lleno de abnegacio-
nes y recuerdos palpitantes.
La suerte de las armas se había mostrado pro-
picia al intento de los buenos; pero éstos esta-
ban en el comienzo de una obra colosal; y no
contando con más recursos que los propios, que
336 E. ACEVEDO DÍAZ
eran muy escasos, sin apoyo directo ni indirecto
de los gobiernos vecinos, empezaban á palpar los
graves inconvenientes de la empresa y á compren-
der lo serio de la aventura, para cuyo complemento
érales preciso el concurso del genio militar é in-
gentes sumas de dinero.
Sus reflexiones recayeron sobre los hechos fun-
damentales que se habían consumado con trabazón
lógica, preparando acaso al país para una vida fic-
ticia, ó por lo menos agitada y turbulenta.
La representación convocada, ardiendo aquél en
dura guerra, había nombrado en uso de sus facul-
tades un gobierno efectivo y diputados al congreso
argentino, — lo mismo que Artigas hiciera en otro
tiempo y bajo el imperio de otras circunstancias.
Pero antes de producirse este hecho y el de las
declaratorias notables de la asamblea, súpose que el
gobierno de Buenos Aires había dispuesto se for-
mase un ejército de observación en la línea del
Uruguay al mando del general Martín Rodríguez.
Cuando este jefe pasó á recibirse de su puesto,
una versión alarmante circuló en esos momentos,
y subsistió mucho después.
Se dijo que el general Rodríguez llevaba órde-
nes para prender al brigadier Lavalleja, y remitirlo
á Buenos Aires. Esta especie fué adquiriendo cada
día mayor crédito, sin que el tiempo y los sucesos
la desvanecieran.
Subsistía entre los orientales, y éstos se la ex-
plicaban claramente. La diplomacia argentina que
GRITO DE GLORIA 337
había traído a Lecor, trataba de mantenerlo en el
terreno conquistado.
Érales forzoso para merecer el auxilio y provo-
car la conflagración, dar prueba segura de su leal-
tad ; y asimismo, extender su acción y su poder en
el territorio por una victoria ruidosa.
En caso feliz, el apoyo sobrevendría por el ex-
ceso mismo del mal que perturbaba profundamente
el equilibrio de la vasta zona ; si el éxito era des-
graciado, los vencidos no debían esperar más que
la prisión y el proceso.
A esta triste alternativa estaba condenado el
ideal de la aventura por la política insensible y la
fría diplomacia. Entre esos dos hielos se encon-
traba la aspiración ardiente de los débiles, que
todo lo fiaban á los milagros del valor.
Dióse la prenda.
El brigadier Lavalleja sometió la dirección de
la empresa militar al Ejecutivo de la República,
ofreciendo así prueba eminente de espíritu de
orden.
Este compromiso no fué aceptado. La resistencia
del Gobierno general á temar cualquiera interven-
ción explícita, quedó excusada legalmente por pre-
ceptos que era preciso llenar de un modo so-
lemne.
Contra esta resolución se habían estrellado to-
dos los esfuerzos y los ruegos del pueblo opri-
mido, las vehementes insinuaciones del espíritu na-
cional, los argumentos de los tribunos y del patrio-
tismo exaltado.
22
338 E. ACEVEDO DÍAZ
Era entonces necesario que el denuedo de los
nativos luchando solos con el enemigo común,
rompiese aquella barrera consagrando su afán
constante con un triunfo memorable ; y preciso era
que ellos confirmasen los votos protestados por su
libertador, por medio de un acto armónico con
sus instituciones.
Lo primero se ansiaba día tras día soñándose
con la aurora de una jornada cruenta, pero fe-
cunda, que despejase un poco los horizontes del
porvenir ; lo segundo se había hecho por una
Asamblea con mandato imperativo, que, en el
fondo, no podía suplantar los efectos de un plebis-
cito necesario.
En un país de cien mil almas, cuyos ciudadanos
sin escuela de gobierno libre eran soldados, y á
quienes en esas horas críticas les era corto el
tiempo para preocuparse de otra cosa que de ba-
tirse á muerte contra un adversario diez veces su-
perior, no debía esperarse tampoco que la voluntad
del conjunto, la expresión meditada y tranquila de
la voluntad soberana, se manifestase por otros me-
dios más correctos.
El día 25 de Agosto la Asamblea había decla-
rado al país, de hecho y de derecho, libre é inde-
pendiente del rey de Portugal, del emperador del
Brasil y de cualquier otro del Universo; y en pos
de esta declaratoria viril, hecha en medio de zo-
zobras y peligros, había dictado también la ley
que lo incorporaba á las Provincias unidas del
GRITO DE GLORIA 339
Plata como porción integrante de su antigua sobe-
ranía.
Era esta sin duda, una concepción más clara y
luminosa de la patria, cuyo sol debía nacer en el
confín sur brasileño y hundirse detrás de los An-
des, después de alumbrar inmensas regiones desti-
nadas a* todas las razas laboriosas del mundo y a"
todas las libertades sin arraigo en las naciones ca-
ducas; era el haz de fuerzas que hacían la solida-
ridad perseguida, la cohesión de los medios y la
armonía en los fines, dando aparente solución al
problema del equilibrio platense.
Aparente, porque ¿ no invocaba el Imperio igua-
les títulos que su rival á la posesión y exclusivo
dominio de la tierra disputada, y no eran sus pre-
tensiones antecedentes de funesto augurio para el
futuro ?
La fórmula de incorporación, que era en sí
misma expresión de poder y de fuerza, resultaba
para el dominador impuesta por la brutalidad de
los hechos, y como un reto á su soberanía, por
cuanto los nativos, años atrás, habían resuelto la
anexión al Imperio por intermedio de sus Cabil-
dos, únicos cuerpos de carácter representativo y
popular.
En esta grave querella, para nada tenía en cuenta
el Brasil que los orientales no querían en el fondo
lo que sus Cabildos hicieron ; ni Buenos aires se
daba por entendido tampoco de que la célebre de-
claratoria no era un acto espontáneo de los pue-
blos oprimidos.
340 E. ACEVEDO DÍAZ
Dirimían sus antagonismos sin consideración á
la prenda. Y la prenda anhelaba ser entidad neutra
y por lo mismo libre y respetada. Pero, no siendo
eso practico por sus solos recursos, ninguno más
adecuado como quien saca fuerza de flaqueza, que
el de aquella declaratoria. La incorporación al
cambiar el dominio traía consigo el conflicto, y
hacía teatro de la lucha el mismo suelo disputado;
mas al fin de esa lucha podría bien suceder que
del exceso de sangre vertida surgiese la zona neu-
tral por utilidad recíproca, y de esta situación, una
independencia que era imposible adquirir por otros
medios.
Por eso, condensando su pensamiento en las
propensiones locales firmemente acentuadas, el jo-
ven patriota recordaba entonces la frase lacónica
pero expresiva que había recogido en más de un
labio á raíz de aquella última declaratoria :
— ¡Libertémonos del yugo extraño; y después
Dios proveerá !
Resumía esta frase, con los anhelos de una ge-
neración formada al calor de la lucha y que todo
de la lucha lo esperaba, lo incierto de su destino.
Tal ve/, se descubría en ella el fondo de sober-
bia genial que constituía la base de las rebeldías
indomables; pero esa naturaleza bravia favorecida
en su desarrollo por las condiciones geográficas de!
territorio, aislado de los otros en casi su totalidad
por mares y grandes ríos, era precisamente la causa
del COnflictOj la razón inicial de la aventura legen-
daria,
GRITO DE GLORIA. 341
Y bajo esta faz el problema de futuro ¿podía
considerarse asimilable el elemento nativo ?
La pregunta era honda, y eludió satisfacerla como
si se hubiese abocado á un abismo insondable . . .
En la bandera á cuya sombra los orientales pe-
leaban se leía con letras negras la inscripción de
j libertad ó muerte ! que era su grito de guerra y
también de gloria.
En ese lema se resumían sus ideales ; en ese <mto
sus virtudes guerreras. ¿Se obstinaban ellos en pro-
bar que eran capaces de ser libres dentro de un
gran todo ó de una gran patria de comunes sacri-
ficios ; ó buscaban significar con ese lema, que tenía
su origen en Artigas, que toda dependencia les se-
ría odiosa aun dentro de la comunidad primitiva?
Se inclinaba á creer esto último ; y un día dijo
á su jefe lleno de ardimiento :
— Si vienen los argentinos y libran la gran ba-
talla, nuestra esperanza llevará camino de realidad,
mi comandante.
— ¿Por qué? — había preguntado Oribe.
— Porque hoy ninguno de los rivales podrá ob-
tener victoria definitiva, fuertes como uno y otro
lo son ; y entonces nos harán el fiel entre los dos
platillos.
— El caso es que los argentinos vengan. Mien-
tras eso no suceda, no habrá fiel, desde que no
haya balanza que equilibrar.
No ponía en duda Berón este aserto ; pero con-
solábale la idea de que el auxilio vendría, hecha
342 E. ACEVEDO DÍAZ
como lo había sido la declaratoria de incorpora-
ción, y factible como era un hecho de armas que
de un momento á otro asegurase á los « insurgen-
tes» el dominio de la campaña.
Muchas otras circunstancias concurrían á prepa-
rar el espíritu del gobierno argentino á una acti-
tud resuelta.
La marcha misma seguida por la revolución es-
timulaba al socorro, en nombre de principios que
ella se esmeraba en consagrar sobre el terreno de
la lucha. Sus prácticas no desdecían de la alteza
del propósito. Hacía la lucha humana, sin cruelda-
des ni venganzas.
El joven patriota sentía por ello una íntima frui-
ción, que se renovaba con frecuencia por las voces
que se alzaban en la otra orilla en defensa de los
oprimidos.
Una tarde su goce subió de punto.
De la tienda de Oribe había pasado á la suya
una hoja impresa, un número de El Piloto, que
aparecía en Buenos Aires, cuya prédica reflejaba
los nobles deseos del pueblo argentino, y en cuyas
columnas leyó, entre otras expansiones entusiastas
y generosas, estas líneas :
« Un pueblo que ha pasado por cien vicisitudes
podrá acaso, como Roma, no hacer votos por los
buenos días de su libertad ; pero los pueblos que
no han tenido lugar aún de gozar de aquellos bie-
no pierden así sus sentimientos ni sus espe-
ranzas de conquistarlos: ellos hacen lo que los
GRITO DE GLORIA 343
orientales conducidos por el inmortal Lavalleja, cu-
yos heroicos hechos han sido coronados con el su-
blime ejemplo de perdonar el extravío de sus her-
manos. »
Y al leer esto, que era gloriosa verdad, tuvo pre-
sente que la revolución había aceptado aun á los
descreídos en su seno: recordó que Calderón, en-
viado por Oribe al cuartel general con la nota de
traidor y condenado á muerte por el consejo de
guerra, había merecido gracia el día del cumple-
años de Lavalleja, por interposición de Rivera, sin
otro compromiso que el del juramento de no ha-
cer armas contra sus antiguos compañeros ; jura-
mento violado á los pocos días, uniéndose al per-
jurio nuevamente la traición.
Hizo también memoria de muchos otros que de-
bieron la vida á la lealtad caballeresca, y de más
de mil prisioneros actualmente en depósito que eran
objeto de tratos humanitarios ; y aun cuando ha-
llaba algún punto oscuro en la actitud de Rivera
en el episodio de Calderón, dadas las facetas som-
brías de este personaje, no podía él menos de de-
cirse interiormente, como un resumen de levanta-
das ideas: «con esta moral se irá lejos».
344 E. ACEYEDO DÍAZ
XXIX
La columna en marcha
La vida de campamento no era tampoco sosegada
como al principio, y desde algún tiempo atrás se
venía poniendo á prueba el músculo en marchas y
contramarchas á toda hora según las exigencias de
orden militar, devorándose distancias con buen sol
ó bajo la lluvia, en hermosas mañanas como en
noches sin estrellas.
El caso era no ser vencido en previsión, ni aven
tajado en actividad. Había que esforzar las aptitu-
des y que suplir el exceso del número con el valor
y la audacia.
A pesar de esta vida aguadísima, cu ciertos días
y en determinadas horas, su jefe, celoso de la pro-
fesión, ordenaba y dirigía personalmente la práctica
de evoluciones por mitades, compañías y escuadro-
nes ; todo el campo poníase en movimiento; ejer-
citábanse el sable, la lanza y la carabina; indicá-
base con esmero cómo debían equilibrarse la velo-
cidad y la forma de impulsión en las cargas, por
elección de caballos ; simulábanse protecciones de
despliegues y retiradas, como si se contase con in-
fanterías ; perfeccionábanse en cuanto era posible
GRITO DE GLORIA 345
los medios para el choque ; lo que se explica si se
tiene en cuenta que, aunque arma accesoria, la ac-
ción táctica de la caballería estaba entonces en la
plenitud de su vigor.
El jefe era hábil, organizador y valiente ; tres
aptitudes que creaban el estímulo con el respeto,
el celo patriótico y la emulación militar, en la me-
dida del tiempo y de los recursos. Para la elección
de los caballos de guerra no era necesaria la teo-
ría ; todos eran grandes ginetes, y con ojo experto
elegían al compañero de lucha sin equivocarse
nunca. Sabían también por experiencia lo que im-
portaban los arreos en la fuerza de impulsión, los
equilibraban con la rapidez, y muchos no llevaban
más que el rendaje y las armas en el momento del
choque.
De esta manera, constituían una caballería ligera
ó una de línea sin ser pesada, cuando así lo exi-
gían las circunstancias; «una fuerza viva desple-
gada » capaz de afrontar el peligro mayor, como
Jo era para resistir los rigores de la privación y la
inclemencia.
Caballería propia de un terreno con campos on-
dulados, con bosques moteados de potriles, con se-
rranías abruptas, con valles « guadalosos » ; y pro-
pia de un clima con fríos recios, con soles ardien-
tes, con noches plateadas y con vientos mugidores.
El ginete, bravo y robusto; el caballo pequeño,
pero fuerte y sufrido; capaz el uno de extrema
osadía y el otro de llevarlo á la boca del peligro
resultaban armónicos con el suelo y el clima.
346 E. ACEVEDO DÍAZ
Por entonces nacían, vivían y morían entre es-
tridores de «pamperos» y clarines.
La victoria de Rincón, y otra obtenida por el
veterano de Artigas Andrés de Latorre sobre una
fuerte división brasileña que buscaba la incorpora-
ción con la del general Abreu, dieron nuevo im-
pulso súbitamente á las operaciones, hallando á
Oribe el « chasque » de las gratas nuevas en la
costa del Santa .Lucía.
La excursión rápida de Bentos Manuel hacia Mon-
tevideo, lo había obligado á movimientos más rá-
pidos todavía, y al habla con el cuartel general
maniobraba dentro de la zona en que se incubaba
el peligro imprevisto : « en la cuna del toro » —
según la frase gráfica de Ismael.
Terminaba Septiembre.
Los días eran claros y hermosos, retoñaban con
gran vigor los bosques, el espíritu estaba alegre y
templado á pesar de lo que ya llevaba de prueba
el esfuerzo extraordinario, y en el campamento co-
rría como una nueva vida preñada de esperanzas
como la primavera de jugos.
En el vivac de Luis María, Ismael y Cuaró se
comentaban cada mañana las probabilidades de un
encuentro formal que precipitase los sucesos.
Todos confiaban en el éxito, por el prurito que
da la costumbre del triunfo y la fe que inspira la
habilidad de los jefes.
Ellos confiaban en el suyo, á quien veían des
i" recursos sólo propios del que sabe segundar
GRITO DE GLORIA 347
i
un plan y aún excederse de los límites trazados, en
sentido de afianzarlo ó robustecerlo.
Todo consistía en que las fuerzas revolucionarias
llegasen á formar un haz en el momento de la ac-
ción, pues que se encontraban diseminadas en dis-
tintas zonas. Si el enemigo tomaba la ofensiva, de-
bía ser por sorpresa, y sobre una de las divisiones
uertes antes que la junción se operase.
Para precaver esto, es que ellos vivían en per-
petuo vaivén, cambiando en horas de campo, tras-
poniendo grandes distancias, ora acercándose á la
laza, ora alejándose sin dejar rastro visible empe-
ados en descubrir la intención del enemigo y ha-
cerse dueños de sus medios de comunicación con
Abreu, que se mantenía en su posición estratégica
sin desprender ni una columna después de los con-
trastes sufridos.
Esa espectativa no podía durar mucho ; y así fué.
Una tarde supieron por aviso anónimo, que el
coronel Ribeiro saldría de extramuros con rumbo
al centro del país ; y al mismo tiempo vino anun-
cio del cuartel general de que una fuerte columna
de caballería avanzaba por el norte á marchas for-
zadas, buscando su base de apoyo en Abreu.
Dábanse hasta los detalles más minuciosos sobre
estas operaciones, que en vez de alarma ocasiona-
ron indecible contento.
Como se diese orden de ensillar á prisa, Jacinta
vino al fogón de Luis María, y dijo a éste :
— Yo me voy con el carro al cuartel general.
348 E. ACEVEDO DÍAZ
Su asistente queda con una porción de cosas que
yo le dejo, y que usted ha de precisar en estas
marchas de noche, en que nada se encuentra á oca-
siones, ni una sed de agua, porque es mucha la ti-
ñería donde se tiene miedo á los portugueses. . .
No me desaire, que me trae güeña intención. . . Nos
hemos de ver pronto si no me engañan mis de-
seos, que son asina de grandes, aunque los suyos
sean muy chiquitos. . . ¡ Pero no importa ! Yo lo
he de ver y lo he de servir siempre con la mesma
volunta, y muy pronto ; porque mire, yo creo que
va á haber pelea de aquí á unos días y todos ten-
drán que pintarse, hasta Frutos que anda á monte,
para aguantar el rempujón.
— Sí, nos veremos Jacinta, — respondió el joven
con afecto. Es usted tan buena conmigo, que no sé
cómo expresarle mi gratitud. Muy presente he de
tenerla.
— ¡Qué! — le interrumpió ella con aire triste.
No vale la pena. . . Le he costureao las ropas, que
estaban en miñangos, y aura parecen otras. Los bo-
tones se los pegué como hacen los mélicos, con un
berrugón de puntadas, porque de otra lava nenguno
se queda quieto. Y aura, oiga una cosa que he de de-
cirle sin que le duela: si hay encuentro ó entrevero
vaya arrimao al «indio» que es muy guapo y yo
sé cuánto lo quiere. . . Es poco hablador, y cuanto
más quiere más se amorra, como negro. Pero es
duro de pelar lo mesmo que «vacaré». Kstéase ce-
ñidito á él como si juese su hermano, sin agravio
GRITO DE GLORIA 349
en esto ; y verá que lo ayuda en lo amargo, sin
que usted se lo pida. . . Y nada más. ¡Adiós señor
María, que la virgen lo acompañe !
— ¡ Hasta la vista, Jacinta ! Gracias por todo.
Y el joven le estrechó la mano.
Fuese la criolla.
Concluíanse los últimos preparativos.
Antes de mandarse á caballo, el capitán Yelarde
que estaba de avanzada, trasmitió el parte de que
una partida de treinta soldados con varios sargen-
tos acababa de presentarse en el campo, diciéndose
sublevados de una fuerza enemiga.
A poco, la partida llegó con custodia.
Berón que se encontraba al lado de su jefe, re-
conoció en el acto á Esteban, exclamando:
— Es mi asistente, el que cayó prisionero hace
meses en las guerrillas del sitio, y que ahora vuelve
á sus filas trayendo ese contingente.
— Buen augurio, — dijo entonces Oribe, — si como
creo, estos hombres se han desprendido de la co-
lumna de B en tos Manuel. Sería un principio de
triunío, que nos correspondía asegurar con un es-
fuerzo decisivo sin pérdida de tiempo.
Pronto se enteraron de todo lo ocurrido.
Esteban hizo el relato con la mayor fidelidad, y
puso en manos de su señor el cinto, que hasta ese
momento había llevado bien oculto.
Oribe mandó que Luis María redactase sin de-
mora una comunicación á Lavalleja, en la que le
daba cuenta de lo que pasaba, y que venía á con-
350 E. ACEVEDO DÍAZ
firmar las noticias que por diversos conductos se les
había trasmitido.
Decíale también que observaría al enemigo en su
marcha por el frente y el flanco, sin apartarse mu-
cho del centro de operaciones, á la espera de nue-
vas órdenes.
Escrita la nota, partió un «chasque» con ella á
rienda suelta.
El cuartel general estaba muy cerca, bastando
media hora de carrera i un ginete duro para po-
nerse en el sitio. Eligióse de ce chasque » al teniente
Cuaró.
Concluida su tarea, el joven patriota oyó de la-
bios de Esteban lo que éste había recibido encargo
de decirle.
Notóle el liberto tan visiblemente impresionado
que él mismo llegó i conmoverse sin disimulo.
Como los dos habían quedado algo distantes de
los grupos llenos de alborozo con el suceso reciente,
hablaron sin reservas.
Luis María leyó las cartas, interrumpiendo su
lectura con interrogaciones rápidas y breves, que
Esteban contestaba con la misma precisión.
Estúvose en suspenso un rato, y guardó las car-
tas en el pecho.
Luego examinó d interior del cinto, y cogiendo
un gran puñada de onzas, púsolas en las manos
del liberto, diciéndole :
— ]\.\/. de eso dos porciones iguales, y guárda-
las en uno y otro bolsillo.
GRITO DE GLORIA 351
Hízolo así el negro, poniendo once de una parte
y diez de la otra, muy afligido por no poder di-
vidir el exceso.
Estuvo á punto de advertir á su amo que eran
nones ; pero, como lo viese pensativo, juzgó pru-
dente callarse.
Él bien sabía que su señor nunca contaba
cuando tenía y abría la mano.
Después, éste dijo :
— Cuando llegues á ver á Jacinta ... ¿tú la co-
noces ?
— ¿ No es aquella que estaba en carretón en la
línea, al principio del sitio?
— La misma es. Ahora ha marchado al cuartel
general. Cuando la veas, digo, que puede ser
pronto, le entregarás una de esas porciones de di-
nero para que ella lo utilice en compras que le
convengan. Añadirás que ese no es más que el
importe de los artículos que yo he consumido.
— Es mucho, señor . . . con dos onzas bas-
taba.
— ¡ Qué sabes tú ! Haz lo que te mando sin me-
ter baza.
— Sí, señor.
— Y ahora que tú has venido, lo que tajito ce-
lebro, espero que arregles mis cosas que andan
ahí en desorden en manos de los que no las en-
tienden.
Esto diciendo, Luis María apretó bien las aguje-
tas del cinto doblándolo para disminuir en lo po-
352 E. ACEVEDO DÍAZ
sible su volumen, y dirigióse hacia donde estaba
Oribe.
Aunque ya la división había montado, éste se
encontraba todavía de pie bastante retirado, junto
á unas grandes piedras en lo alto de la colina,
observando el campo en todas direcciones.
Al sentir llegar á Berón, se volvió con pres-
teza.
— Mi jefe: — díjole el joven — acabo de recibir
algunas onzas que me ha enviado mi padre, y
también cartas con noticias que ya conocemos. Yo
no preciso de ese dinero sino una suma pequeña,
que ya he sacado, y vengo á ofrecerle á usted lo
demás para las urgencias de la tropa. Aquí está.
Y mostró el cinto.
Era su acento expresión de tal sinceridad y fir-
meza, que el comandante se sintió conmovido.
— ¿Es decir — contestó — que usted no se con-
tenta con ofrecer d su causa lo más que puede
darse, y que es lo primero, su esfuerzo personal,
su sacrificio de sangre ?
— Así es, señor. Si de más dispusiera, sería aún
poco. Yo me doy por entero á las pasiones que
honran, y lamento no valer nada. Soy un hombre
que, como otros más cautos, podrá ser feliz; pero
racia de ser terco y pertinaz. Amo
lo que amo sin reservas ni egoísmos, y siempre
que me es dado demostrarlo lo hago con el ma-
yor gusto. Ruégole que acepte, mi comandante,
esta humilde ofrenda.
GRITO DE GLORIA 353
Oribe lo abrazó, coa movimiento franco y es-
pontáneo, diciendo :
— Acepto, amigo, y gracias! Pero á una condi-
ción, y es la de que esa suma, con otra que po-
damos reunir, sea destinada á un armamento com-
pleto para nuestros cuatro escuadrones.
Luis María hizo un gesto de asentimiento, sin
replicar palabra, y devolvió el abrazo con la misma
efusión.
— Como usted lo ve — agregó el jefe señalando
hacia las filas — ya nuestro regimiento tiene estan-
darte, aunque modesto ; es de lanilla con su letrero
en el centro, y obra de damas. Se lo he confiado
á ese joven subteniente que apenas empieza á ser
hombre, de aire garboso y atrevido.
— Me parece todo muy bien, comandante ; esto
estimula y enardece los deseos de llegar a la prueba
cuanto antes.
— Acaso esté muy próximo el momento. Ahora
vamos á ponernos en actividad para tratar de con-
firmar aquello que se ha dicho mis de una vez,
que la caballería ligera « es una verdadera red de-
trás de la cual el ejército propio marcha ó des-
cansa, sin que al enemigo le sea dado presumir
nada positivo de sus planes».
Minutos más tarde, la fuerza abandonaba aquel
sitio al trote largo.
Había desprendido varias partidas exploradoras,
y al parecer se encaminaba hacia el paso del Sol-
dado.
23
354 E. ACEYEDO DÍAZ
Reinaba en las filas una atmósfera alegre, de
espíritu expansivo y abierto, como si todos hubie-
sen recibido buenas nuevas, aunque éstas se con-
densaban en una verdadera : la llegada del ene-
migo.
Ismael, que había ocupado su puesto á vanguar-
dia é iba mirando atentamente á Berón, dirigióle
así la palabra :
— Parece contento, y por eso yo lo estoy tam-
bién.
— Es verdad, capitán. He tenido noticias de mi
familia y le agradezco su buen corazón. Mucho
tiempo hacía que no me llegaba una carta y hoy
me he resarcido por toda la ausencia.
— Asina es. El que sólo llora penas, nunca puede
creerse desgraciao ; al que es solo, él mesmo goce
lo aflige.
— I Por qué ?
— Atrás de la risa le grita el recuerdo y acaba
el gusto, como si se reventase la hiél. . . Pero este
no es el caso. Dígame lo que aiga de los portu-
gueses.
Luis María púsose entonces á referirle con los
menores detalles lo que al respecto su padre le de-
cía en la carta, y lo que Esteban había hecho por
la causa de los patriotas sublevando parte del es-
cuadrón de auxiliares, cuya partida con armas y
municiones el mismo Yclarde había recibido en las
irdiu avanzadas.
Ismael oyó con atención, y luego dijo:
GRITO DE GLORIA 355
— ¡ El negro es de alma ! . . . Pero no teniendo
él plata que darles á esos mélicos, — y viene un
sargento portugués en la partida le alvierto, —
¿ cómo diablos se amañó en el envite del truqui-
flor?
— Acaso con dinero de mi padre, porque es
cierto que él no disponía de recursos.
En el espíritu de Luis María, á pesar de esta
respuesta, se suscitó una duda.
Para él ya era mucho que su padre hubiese mo-
dificado tanto sus ideas acerca de la causa de los
nativos, y más aún que le trasmitiera datos prolijos
de lo que el enemigo intentaba ; pero el que hu-
biera proporcionado fondos para una rebelión de
tropas dentro del recinto, excedía á todas las hipó-
tesis y conjeturas.
No dejó pues, de preocuparle el hecho, en sen-
tido de una mayor satisfacción ; y para cerciorarse
llamó á Esteban, apartándose algo de la columna.
— Supongo — le dijo — que tú no has sublevado
la gente de tu escuadrón nada más que por la in-
fluencia de tu palabra y de tu energía ; aunque
siendo muchos de ellos orientales, no necesitaban
de otro estímulo que el del patriotismo para dar
este paso honroso.
Entiendo que hay entre esos hombres un sargento
portugués. . .
— Sí, señor ; el sargento Saldanha.
— Bueno. ¿ Y éste también se ha venido por
solo amor á la causa ?
356 E. ACEYEDO DÍAZ
— Le di unas onzas . . .
— ¡ Ah ! ¿ Te las proporcionaría mi padre, Es-
teban ?
El liberto se turbó un poco, y no quiso mentir.
— No, señor — respondió; fué otra persona.
— Entonces hay allí más de una á quien tenga-
mos que agradecer actos tan señalados como este ;.
y tú deberías nombrarla en confianza, á fin de que
no quede en olvido.
■ — Ella no quiere. Pidió como un favor. . . Pero
si su mercó me ordena, yo cuento.
— Habla.
¿ Quién es?
Vaciló todavía un momento Esteban, y después
dijo muy bajo:
— La niña Natalia.
— I Quién, has dicho ?
El liberto repitió el nombre, agregando:
— Mi señor no me ha de dejar mal.
— No por cierto — repuso el joven con gran sor-
presa ; ¡ no ! . . . Tú has sido leal y fiel, has cum-
plido como pocos tu obligación y algún premio
has de recibir á su tiempo. ¡ Sera" muy justo ! Lo
que acabas de revelarme me llena de un gran pla-
cer y por eso me felicito dé haberte interrogado;
pero ahora yo te pido que lo dicho quede entre
los dos en todo tiempo.
— Sí, señor.
— Relátame lo que pasó.
El liberto expresó sencillamente lo sucedido con
GRITO DE GLORIA 357
la intervención de Guadalupe, apoyándose en el
testimonio de ésta ; puesto que él nada había ha-
blado con la joven de Robledo sobre el asunto de
la sublevación de sus compañeros de cuartel.
Estuvo en todo discreto, y para terminar añadió :
— En la casa de los amos el tiempo todo es
poco para acordarse de su mercé.
Esa última frase puso á Luis María cabizbajo,
abstraído. Gran tropel de pensamientos mezclados
á sensaciones íntimas se agolparon sin duda alguna
á su cerebro, sustrayéndolo por largos instantes á
los ecos de afuera.
Siguió su marcha como enclavado en la mon-
tura.
La noche vino con un cielo oscuro; cerró por
completo ; transcurrió el tiempo y el paso de la
columna era el mismo, con pequeñas treguas.
Por dos veces se detuvo a altas horas ; en una
de ellas contramarcha, hizo un zig-zag en un te-
rreno de asperezas y luego los cascos de los caba-
llos resonaron en un suelo duro de carretera.
— Camino al Durazno — dijo Ismael.
Luis María le oyó, y repuso :
— Entonces vamos sobre el rastro del enemigo.
358 E. ACEVEDO DÍAZ
XXX
La cólera de Jacinta
Ibase en efecto por el camino real al paso deí
Durazno, en medio del cual, á cierta hora, se mandó
hacer alto y echar pie á tierra.
Luis María é Ismael supieron entonces por Cuaró,.
incorporado recién, después de repetidos viajes, que
Lavalleja venia á marchas forzadas desde la Cruz,
y que había ordenado á Oribe lo esperase en la
carretera, precisamente á esas horas. No debía de-
morar sino momentos, porque él lo acababa de de-
jar á corta distancia.
Bentos Gonzalves bajaba hacia el Yí con su co-
lumna en busca de Bentos Manuel, que á su vez
iba á su encuentro, tras una marcha hábil y ra-
pidísima.
De este modo, en contadas horas estarían i la
vista unidos y fuertes, y bien previsto este hecho,
se había dado orden al brigadier Rivera para que,
abandonando la posición que ocupaba en la zona
de Mercedes, viniese á situarse con su división en
la noche en las vertientes del arroyo Sarandí, sitio
escogido para la conjunción de todas las fuerzas re-
volucionarias.
GRITO DE GLORIA 359
Inmóviles á un costado del camino, Luis María,
que acababa de cumplir una orden, dijo á su jefe :
— Por lo visto, comandante, se trata de librar
mañana un combate de caballería contra caballería.
— Un combate, exactamente — contestó Oribe —
como en Junín — el combate silencioso. En Junín sólo
lucharon caballerías; la batalla, en riguroso tecnicismo,
requiere la acción de las tres armas, y ni en Junín
sucedió eso, ni sucederá hoy por hoy entre nos-
otros mientras no dispongamos de infantería y ar-
tillería. Sin embargo, en mi opinión hay combates
que valen mas que batallas por sus efectos; y si se
libra el que anhelamos, los resultados serán los
mismos dadas las condiciones actuales de la lucha.
El número de combatientes de una y otra parte,
será el que en Junín, más ó menos.
— De todos modos, el general Lecor ha conse-
guido su deseo de que sean elementos similares, como
él los cree, los que vengan con nosotros al choque.
— Eso opinó- él al principio de la lucha ; pero
ahora su manera de ver las cosas era distinta, y
aprestaba infantería y caballería para robustecer á
Ribeiro. Según parece, contra los buenos consejos
del cauto portugués, este jefe ha partido de extra-
muros inopinadamente en su impaciencia de ganar
el lauro.
Respecto al día de mañana, acaso fuese el del
combate. Algunos vecinos me han informado que
Ribeiro, á su paso, llegó á decir, que siendo el de
mañana 12 de Octubre, aniversario de su empera-
360 E. ACEVEDO DÍAZ
dor don Pedro, ansiaba llegar á las manos con
<( os revoltosos ».
— ¡ Cuanto antes mejor !
— Veremos.
Luego Oribe se apartó del sitio sin más com-
pañía que el clarín de órdenes.
A los pocos momentos circuló la voz de la lle-
gada de Lavalleja é inmediatamente se emprendió
la marcha hacia el arroyo de Sarandí, punto de-
signado para la reunión con las fuerzas del coro-
nel Rivera.
Esa marcha fué dura. Cuando se hizo alto al
amanecer en la vertiente misma de Sarandí, donde
ya se encontraban aquellas fuerzas, las descubiertas
anunciaron la aproximación del enemigo, que ve-
nía en dirección al punto escogido y se hallaba
apenas á una legua de distancia.
Se mandó entonces cambiar caballos y poner las
divisiones en orden de pelea.
En medio de esa agitación, precursora del com-
bate tan ansiado, Esteban, apartado un tanto de la
línea y al caer á un bajo al trote, dio con los ca-
rretones del convoy, que se habían estacionado en
la ladera.
Al contrario de los demás, Jacinta había desen-
ganchado sus dos caballos del vehículo, que era bas-
tante liviano, y aderezado bien uno de ellos, que
tenía sujeto del cabestro á una rueda.
Jacinta estaba junto á un fogón que acababa de
encender, y en el que, con la destreza y diligen-
GRITO DE GLORIA 361
cía que le eran peculiares, calentaba el agua para
el « mate » y asaba un pedazo de carne de novillo.
En rededor del vehículo veíanse una porción de
botellas y botijos vacíos, pequeños cajones destro-
zados y otros desechos de vivac. Jacinta había dado
salida á todos sus artículos de comercio ambulante,
al menor precio, para sentirse ágil y pronta i las
consecuencias.
En cuanto vio á Esteban, le dijo:
— ¡Ni llamao con corneta! Aquí tiene una mi-
tad de « churrasco » para su oficial, y le pido se
lo lleve porque ha de precisar de juerzas hoy más
que nunca . . . Dígale que yo se lo asé.
¡ Y usted sírvase de un mate, si gusta !
— ¡Gracias! Ya tocan á formar y falta tiempo —
contestó el liberto, desmontándose con rapidez. No
venía más que á un encargo de mi señor, doña
Jacinta. Él me dijo que le estaba á usted muy
agradecido por tanta voluntad en servirlo, pero que
no era regular que no la ayudase cuando podía ; y
que pudiéndolo hacer ahora, fuese usted servida de
aceptar esto, nada más que para reponer en el ca-
rretón lo mucho consumido por su mercé en la
campaña desde que comenzó el sitio.
Y el liberto, con muy buen modo, le alargó un
pañuelo en que estaban atadas las monedas que Luis
María le había destinado.
La criolla se encogió de hombros, con un gesto
de soberbia.
— ¡ Güeno, aura sí que está lindo ! — exclamó.
362 E. ACEVEDO DÍAZ
¿ Para qué preciso yo eso ? Cuando doy por puro
gusto, me chafan, y cuando vendo por ganancia,
me pijotean. ¡ Guárdese eso, no más ! y dígale á
su señor que le agradezco, pero que yo no soy
Agapita que se muere por una amarilla, aunque
venga del mesmo Calderón.
— No se resienta, doña Jacinta, que nunca ha
sido intención de mi señor ofenderla ni en la punta
de un pelo.
— No me salga con quiebros, que asina ha de
ser para pior. Jacinta Lunarejo es de otra laya á
la que se piensa; no es animal de cascara como
otros para no dolerse cuando la hincan con una
espina. Y vaya mirando que la gente se forma y
apronta, y que allá en el otro campo se mueven
como hormigas.
— ¡ Ya veo ! Pero . . .
— No hay pero que más valga, ni breva madura.
Tome el « churrasco » que le dije á que lo coma
calientitO todavía, sazonao en ceniza... Aura va-
yase, sin cirimonia, con su plata y todo, que yo
tengo también que levantar estos trastes para dirme
en esc mancarrón.
— Bueno, me voy — dijo Esteban montando. A
la fija no ha de tardar mucho que toquen á de-
güello. La gente está que arde por echarse encima
de los « mamelucos ».
Y guardándose en el cinto el pañuelo anudado
que rechazase con Unta obstinación y enojo la
criolla, se afirmó en los estribos, añadiendo :
GRITO DE GLORIA 363
. — Ahí se acerca á esta loma la reserva, con los
húsares. Ya á la izquierda de la línea han formado
los dragones del brigadier Rivera, al centro la di-
visión de mi jefe... A la derecha se tiende en ala
el comandante Zufriategui. ¡ Lindo va á estar el
baile ! Adiós, doña Jacinta.
— ¡ Que Dios lo ayude !
Esteban picó espuelas.
La mañana abría esplendorosa.
En ese momento Lavalleja recorría las filas aren-
gando las tropas ; un gran murmullo se sentía de
extremo á extremo de la línea alternado por Víc-
tores ruidosos ; y delante, en el llano extenso, como
a veinticinco cuadras, veíase mover otra línea os-
cura de dos mil cuatrocientos ginetes enemigos
que á su vez alzaban las carabinas por arriba de
sus cabezas entre aclamaciones repetidas al Imperio
y á don Pedro de Braganza.
El arroyo culebreaba al llanco y se escondía en
las colinas hasta perderse en el Yí. Los campos
que formaban la zona cubierta no podían ser mas
apropósito para la maniobra de los regimientos, de
fáciles declives y valles sin tropiezos nutridos de
verdes y blandas hierbas.
La atmósfera aparecía límpida y serena, y por
ella corría sonora y sin descanso la nota del cla-
rín, como un grito prolongado de guerra que sólo
debiera terminar con la batalla.
364 E. ACEVEDO DÍAZ
XXXI
Sar andí
Los orientales tenían una pequeña pieza de mon-
taña de calibre de á cuatro, que arrastraban por
delante con mucho garbo, y con la cual el teniente
que la mandaba, con un servicio de tres hombres
y municiones pora diez disparos, se prometía ganar
algunas ventajas á pesar de la opinión de Lava-
lleja, que decía con grande risa burlona :
— ¡ Con esa araña de mucho trasero, sólo se
asusta á un pulgón !
La pieza rodaba, en efecto, á manera de arde-
nido que teme el encuentro del alacrán, y merced
al esfuerzo paciente de una yunta híbrida com-
puesta de una muía flaca y un padrillo caballar
criollo dejado de mano por inservible.
El teniente iba muy tieso y grave en su bayo
de oreja partida y cola anudada, y sus tres subal-
ternos en caballos rabones.
Sobre la muía, un tanto espantadiza, gineteaba un
cambujo de chambergo, al que le faltaba la mitad
del ala.
Así que la línea hizo alto frente al enemigo,
el pequeño cañón fué situado en una loma suave
GRITO DE GLOKIA 365
que se alzaba á un flanco del centro, y el teniente,
apeándose diligente, se puso á tomar la puntería
de un modo concienzudo.
Los brasileños ya habían mudado caballos y ra-
tificaban su línea en medio de entusiastas vivas al
emperador.
Bizarro era el aspecto que sus tropas presentaban
en la espaciosa falda de una hermosa colina, des-
tacándose diversos cuerpos por su formación co-
rrecta, especialmente el regimiento de dragones de
río Pardo.
El cañoncito dio una especie de ronquido de
puma, y el proyectil pasó gruñendo por el hueco
que separaba el centro enemigo de su derecha; picó
junto á los escuadrones de reserva levantando en
forma de abanico la tierra negra con una orla de
briznas, y fué á rebotar en la cresta de la « cu-
chilla » á retaguardia.
Un clamor súbito se sucedió al pasaje de la bala.
El teniente volvió á calcular la trayectoria del
segundo proyectil muy abierto de piernas detrás de
la pieza, con el sombrero echado á la nuca y el
cigarro en la boca.
Y estando en esta actitud, Ladislao Luna, que
hacía con su escalón cabeza de la izquierda orien-
tal, le gritó :
— Tené guarda, hermano, que el cañón no ron-
que por atrás !
Los ginetes rieron con estrépito.
El cabo acercó cuadrado la mecha ardiendo al
366 E. ACEVRDO DÍAZ
oído, y á la detonación siguióse un salto de retro-
ceso de la « araña ».
La bala partió con sordo zumbido.
Este nuevo proyectil no dio tampoco en el blanco
aun cuando había sido mejor encaminado.
De la línea brasileña llegó en respuesta un se-
gundo clamor, y de la oriental surgió de regimiento
en regimiento como un coro indefinible de insec-
tos gruñones, en que primaba la nota del alborozo.
El escobillón volvió por tercera vez á frotar el
ánima en manos del fornido cambujo ; el teniente
á tomar el punto, imperturbable; y el cabo á so-
plar la mecha para arrimarla en seguida al ojo de
la pieza.
El proyectil de esta vez produjo un ruido estri-
dente, algo semejante á un silbido de viento hura-
canado : y cayendo casi encima del centro enemigo,
estalló entre una nube de polvo, derribando dos
caballos con sus ginetes.
Era un tarro de metralla.
En ese instante, Lavalleja recorría las filas y di-
rigía una fogosa arenga á sus escuadrones en ba-
talla ; de modo que este detalle emocionante unido
al episodio ocurrido, originó en la masa de com-
batientes una explosión estruendosa de entusiasmo
y de coraje.
Algo análogo sucedió en las filas contrarias, aun-
que eran los suyos tal vez voceríos de ruda impa-
ciencia; porque en el acto, sin esperar un cuarto
saludo del cañoncito, toda la línea, con gritos for-
GRITO DE GLOKIA 367
midables, se movió al trote, lanzando al unísono
sus clarines el toque á degüello.
Los orientales no trepidaron un minuto y avan-
zaron al encuentro al mismo paso, dejando bien
pronto á retaguardia la pieza de artillería, cuyos
servidores tras un desenganche veloz, desenvaina-
ron sus aceros y se incorporaron á uno de los es-
cuadrones del centro.
Pasada aquella masa compacta de ginetes, que-
dóse á sus espaldas abandonada esa pieza con su
boca casi al nivel de los pastos y su armón incli-
nado sobre la cuesta, como si sólo hubiese servido
para dar la señal de la pelea, á modo del heraldo
que en las lides legendarias golpeaba por tres ve-
ces el escudo llamando al torneo la pujanza y el
valor.
Así acortando distancias las dos fuertes caballe-
rías para el choque de prueba, Cuaró, que se ha-
bía arremangado el brazo derecho á la altura del
hombro y ceñídose un pañuelo blanco en la ca-
beza, dijo suave á Luis María:
— Mira que va á empezar el fandango... ¡Abrí
el ojo y tené al freno el lobuno !
E Ismael, que iba al lado opuesto, con el sable
cogido de la hoja, añadió por su parte:
— No te apartes de mí, hermano, que puede ser
hora de morir ... Si caigo, recostate al teniente,
que es güeno como pocos hombres, y en lo amargo
asusta como nenguno.
Luis María iba con la boca apretada, la mirada
368 E. ACEVEDO DÍAZ
fija, el busto erguido y tendido el brazo con que
empuñaba su hoja: ni una crispación se notaba en
su semblante severo, ni una palabra brotó de sus
labios.
Dirigió los ojos un momento al estandarte que
flameaba á su derecha en manos del imberbe, y
bajó la cabeza torvo, siempre silencioso.
Por un segundo cesó de improviso el trote ner-
vioso de la línea, y una voz que ya se había dado,
pero que se repetía ahora viril é imperiosa como
una exhortación suprema al valor heroico, volvió
á resonar de cuerpo en cuerpo y de escalón en
escalón, mandando breve y secamente :
— Carabina á la espalda, y sable en mano !
Después, los clarines rompieron en el toque á
degüello, dos mil sables se alzaron destellantes, los
escuadrones arrancaron á media brida cayendo con
la violencia de un torrente en el llano, á cuyo
opuesto extremo se desplegaban dos mil cuatro-
cientos carabineros; y apenas en mitad del valle, á
tiro de pistola, otras tantas detonaciones resonaron,
dividiendo una densa humareda los dos campos
como para cegar más su furor.
Disipada la nube, vio Luis María que sus ami-
gos seguían ilesos á su lado, tendidos sobre el
cuello de sus monturas, y que en pos de la línea
clareada á trechos, pero siempie inflexible en su
. imponente, quedaban más de cien hombres
sobre las hierbas, entreverados con los caballos,
que habían sido también muertos ó heridos en el
pecho y la cabeza.
GRITO DE GLORIA 3C9
El ronco son de los clarines volvió á alzarse
sobre el estruendo de la descarga, y en pocos ins-
tantes las dos líneas chocaron.
La formación desapareció en el acto.
En medio de espantosa confusión, pudo Luis
María observar que las dos alas brasileñas eran
acuchilladas por la espalda hasta enzima de sus
reservas; pero que, en cambio, cortada en dos la
extrema derecha enemiga por los dragones de Ri-
vera, una de estas mitades, formando masa com-
pacta con las tropas del centro imperial que car-
gaban sobre el centro republicano, caía con irre-
sistible violencia sobre la izquierda de éste,
arrollándola impetuosa y comprometiendo el resto,
en rededor del cual se arremolinó en un instante
un círculo de hierros.
La acción del centro oriental quedó anonadada
bajo el peso del número.
Entonces la pelea se trabó tremenda entre un
grupo pequeño y una mole enorme de adversa-
rios, al punto de no verse horizonte, estrechados,
ahogados los nativos entre barreras de lanzas y
sables que habían surgido de improviso reempla-
zando á las ya inútiles carabinas.
Habían caído muchos en esa carga de frente y
de flanco. El suelo estaba cubierto de heridos y
de ginetes desmontados que corrían en todas di-
recciones, chocando con los grupos en su afín de
abrirse paso entre el tumulto ó de apoderarse de
los caballos que habían librado sus lomos en el
choque.
24
370 E. ACEVEDO DÍAZ
Luis María vio á Oribe atravesar por dos veces
entre el tumulto golpeando aquí y allá con su es-
pada y enardeciendo con la voz á sus soldados ;
vio caer al clarín de su escuadrón herido en un
costado por las cuatro medias lunas de una lanza ;
á Ismael rodeado por un grupo de dragones, con
el caballo en tierra; a Cuaró que salvaba el cerco
abriendo ancho camino con su sable ; y al porta
imberbe que alzaba intrépido el estandarte acosado
por los hierros gritando con un acento de niño á
quien ya anonada el rigor :
— A mí . . . á mí, valientes ! Aquí de la ban-
dera !
Y luego, como á través de un velo color de
tierra, vio que los sables envasaban aquel cuerpo
endeble y lo derribaban por las grupas manando
sangre á borbotones.
Acometióle un vértigo. Sin apartar los ojos de
aquel episodio, sordo á los ruidos fragorosos que
venían de todos lados, mezcla de rabias, quejas,
llamados supremos, rugidos, botes y caídas, picó
espuelas, lanzóse sobre el grupo, que clareó d gol-
pes de filo, y echando mano al estandarte que no
había abandonado el porta moribundo, arrolló al
astil el paño, y bajando la moharra cargó ciego,
hundiéndola en d pecho del primer enemigo que
encontró á SU frente.
Al instante lo cercaron entre furiosos voceríos.
El astil, manejable como una lanza, hería por
doquiera con su rejón empuñado con soberbio de-
GRITO DE GLORIA 371
nuedo. El golpe repetido de los sables hacíale sal-
tar astillas á cada encuentro, y aunque herido ya
en el brazo de una estocada, Berón rompió el
círculo, sujetó su lobuno espantado junto á la
loma, allí donde Ismael se batía cuerpo á cuerpo,
y haciendo flamear el estandarte, gritó con voz de
cólera terrible :
— Libertad ó muerte!
Otra voz, semejante a un bramido, le contestó
cerca ; y el teniente Cuaró entróse al cerco nueva-
mente formado, moviendo como un ariete su sa-
ble poderoso.
— Maten ! maten ! — exclamaba iracundo un ca-
pitán de dragones de río Pardo, señalando á Luis
María con la punta de su acero.
Los soldados amagaron otro ataque, encontrán-
dose á Cuaró por delante, cuyo brazo, al voltearse
de revés, dio en el suelo con el más cercano, obli-
gándole á salir de un salto de los estribos.
Oíase siempre encima el toque á degüello, y los
escalones pasaban como fantasmas por los flancos,
estremeciendo el suelo en pavoroso tropel.
El capitán brasileño, notando que sus hombres
tenían de sobra con Cuaró, y que no adelantarían
un palmo de terreno mientras tuviesen al frente
aquel temible ginete, cambió de posición, hizo an-
dar á toda brida su caballo y acometió con ímpetu
á Luis María por retaguardia.
El joven ayudante permanecía en el centro del
torbellino como abrazado al astil, pálido, desan»
372 E. ACEA r EDO DÍAZ
grado, imponente en su misma actitud cuando su
tenaz adversario le llevó el ataque.
Herido en las grupas de dos ó tres cuchilladas
que habían abierto hondos surcos en la piel hasta
mostrar la carne viva, el lobuno de Berón se aba-
lanzó de improviso hacia adelante al sentir el
avance, se encabritó y revolvió enfurecido por el
dolor.
Cuaró encajó al suyo las espuelas haciéndole
brincar en semicírculo con los remos en el aire,
y al sentar el redomón los cascos con un bufido
de espanto, su ginete, echado sobre las crines, le-
vantó el fornido brazo trazando con el sable otra
curva y lo descargó en la cabeza del oficial brasi-
leño arrancándole con el morrión la mitad del
cráneo, que le volcó sobre el rostro como una
máscara horrible.
El sablazo lo sacó como en volandas de la silla;
rodó su cuerpo por las hierbas, y al agitarse en
convulsiones cogiéronsele los cabellos á las matas
volviendo el fragmento de cráneo á su lugar y
dejando de lado, visible, lívido, salpicado de sesos,
un rostro joven que arrancó un grito á Luis
María.
— ¡ Pedro de Souza !
— j Mata ! ¡ mata ! — rugía Cuaró revolviéndose
más furibundo con el brazo lleno de sangre y la
pupila dilatada.
Y se lanzó sobre el grupo de enemigos con todo
el poder de su caballo.
GRITO DE GLORIA 373
Fué como un turbión ; al principio llevóse todo
por delante ; luego la tropa volvió a cerrar el cerco
á manera de una onda arrolladura; el sable terri-
ble brillaba en el medio en siniestro culebreo; y
en tanto este montón de centauros se escurría en
la ladera entre alaridos arrastrando como en un re-
molino de aceros a Cuaró, Berón era de nuevo
acometido por otro grupo de refresco, estrujado,
envuelto en la balumba hasta la loma en medio de
gritos feroces, tiros y estocadas.
Todavía sirvió al joven de defensa la moharra
del estandarte; pero al llegará lo alto de la colina,
su caballo cayó muerto.
Quedóse con él entre las piernas ; y agitando la
bandera gritó con desesperado brío :
— ¡ Sarandí por la patria.!
Otro combatiente cayó de pronto sobre el nú-
cleo apenas resonaba el grito, armado de una
enorme daga de dos filos que esgrimía con admira-
ble destreza.
Montaba un redomón tostado, cuyas narices como
hornallas despedían dos humazos, y en cuyo cuello
la sangre salpicada se mezclaba á la espuma del
sudor.
Era el ginete un negro de contextura atlética,
ágil, airoso, sentado sobre los lomos desnudos.
Entre sus piernas de vigoroso domador se ar-
queaba y torcía el tornátil vientre del potro des-
pavorido, sin que éste, en la violencia de sus
arranques, lograra separar á su amo del crucero.
374 E. ACEVEDO DÍAZ
Luis María lo reconoció en el acto. Era Es-
teban.
A la vista de aquel á quien había devuelto sus
derechos de hombre que tan bien ejercitaba en la
hora de prueba, el joven volvió á levantar con el
estandarte por encima de su cabeza su tonante voz
herida :
— ¡ Libertad ó muerte !
El negro, amorrado y silencioso, apretó rodajas :
el redomón dio un bote enorme cual si buscase
salvar una valla de riscos, y echándose Esteban de
costado á la usanza charrúa, tiró un golpe de daga
al pescuezo de uno de los dragones.
El tajo fué horrible.
La cabeza del herido cayó sobre el hombro á
modo de penacho volteado por el viento, brotó un
surtidor rojo y bamboleándose un instante, derrum-
bóse al fin el cuerpo inerte.
Cogido el pie en el estribo, fué arrastrado el ca-
dáver á lo largo de la colina en vertiginosa ca-
rrera, y pudo verse por breves segundos girando
como un molinete la cabeza del degollado.
El resto de los dragones se precipitó en masa
sobre los dos combatientes ; y en tanto Esteban era
separado del sitio en reñida pelea, un auxiliar más
entró en acción, anunciándose con un grito ronco
semejante al de una fiera que acude rápida á la
defensa de la cría atacada por los perros.
Simultáneamente con el grito, una lanza blan-
dida por una mano nerviosa hiriendo allí donde
GRITO DB GLORIA 375
más ceñido y compacto era el grupo, formó hueco
y dio paso á un ginete joven, lampiño, de sem-
blante moreno y ojos negros, agraciado, robusto,
que vestía blusa de tropa y calzaba botas de piel
de puma.
Parecía, por -su aspecto, de otro sexo, aunque ve-
nía á horcajadas en un caballo arisco.
La duda duró poco, pues en el momento la de-
nunció su voz de mujer bravia, que clamaba:
— ¡Atrévanse cobardes! vengan á mí, apestaos...
¡ Aquí está Jacinta Lunarejo que les ha de pelar
\as barbas con esta media luna !
Y echó pie á tierra junto á Berón, tratando de
defenderle por todos lados con su lanza; ora sal-
tando como una tigra, ya arrastrándose sobre las
rodillas, desgreñada, furiosa, bella en su mismo es-
pantoso desorden.
Resonaron varias detonaciones de pistola.
Una bala atravesó el pecho de Luis María, de-
rribándolo de espaldas.
Quedó tendido con el estandarte de su escua-
drón abrazado sobre el pecho, de cuya herida ma-
naba un hilo de sangre muy roja que se fué dis-
tendiendo en la seda hasta formar una gran man-
cha en el blanco y celeste.
Otro de los proyectiles se alojó en el cuerpo de
Jacinta.
El disparo había sido hecho á quema-ropa, y su
blusa humeaba.
Al reincorporarse iracunda, cayóle del costado el
376 E. ACEYEDO DÍAZ
taco ardiendo, y ahogó por un instante su voz el
humo de la pólvora.
Dos ó tres de los más valerosos, tentaron levan-
tar el estandarte con la punta de sus sables; pero
Jacinta dio un brinco y sepultó su lanza á dos ma-
nos en el vientre del dragón de talla gigantesca
que alargaba cuanto podía su brazo para alzarse
con el trofeo.
Se alzó, sí, mas con la lanza prendida en sus
carnes por la media luna invertida á manera de
arpón, que se llevó en la fuga.
Luego, Jacinta cogió el sable de Luis María en
su diestra, rodeó con su otro brazo el cuerpo del
herido y empezó á arrastrarle con todas sus fuer-
zas, diciendo desesperada:
— ¡A él no, bárbaros ! . . . ¡ Déjenlo por compa-
sión que yo le cierre los ojos ; no ven que ya está
muerto!... ¡A él no, salvajes!
Y sin dejar de arrastrarle, repetidas veces herida
en la cabeza y en los brazos, bañado el rostro en
sangre, tambaleando, asiéndose entre :rispaciones
de las hierbas, su mano sacudía el sable apartando
los hierros á golpes de filo.
Por dos ocasiones gritó, saliendo su voz como
un ronquido :
— ¡ Cuaró ! . . . ¡ Cuaró !
El teniente no podía oírle.
En cambio, sintió de cerca el toque de carga, y
la reserva con Lavalleja al frente acuchillando to-
dos los escuadronea enemigos dispersos en la la-
GRITO DE GLORIA 377
dera, apareció bruscamente en la loma, descendió
á escape al llano, y en lúgubre entrevero fueron
cayendo uno á uno la mayor parte de los que ha-
bían hecho cejar á la línea del centro.
En esta carga cayeron prisioneros, entre otros
jefes y oficiales, Pintos y Burlamaqui.
Jacinta arrodillada junto al joven y libre ya de
implacables adversarios, percibió entre desfalleci-
mientos y zumbidos sordos, dianas y gritos de vic-
toria.
Miró azorada á través de tules rojizos.
La llanura aparecía cubierta de centenares de ca-
dáveres y despojos. Lejos, en el horizonte ilumi-
nado por los esplendores del sol, percibió regi-
mientos en desorden, caballos sin ginetes, cuerpos
hacinados entre los pastos, galopes furiosos, ecos
de cornetas que semejaban aullidos de pavor.
Después se volvió hacia Luis María, cogióle el
rostro entre las dos manos, levantóle los párpados
para mirarle las pupilas, peinóle los rulos con los
dedos temblorosos, dióle un beso en la mejilla, y
exclamó al fin desalada entre hipos violentos :
— ¡ Ay, flor de mi alma, sol de mi pago ! Que
salga de estas heridas toda mi sangre, por una mi-
rada de tus ojos . . .
Pálida, vacilante, sus manos crispadas se cogie-
ron al cuerpo inmóvil ; sacudiéronlo ; y en pos de
este esfuerzo abrió los brazos para estrecharlo, res-
balóse suavemente y quedóse acostada á su lado,
exangüe, tiesa, sin temblores.
378 E. ACEVEDO DÍAZ
XXXII
£1 duelo á lanza
El desorden en la línea del centro, y sus episo-
dios, sólo habían durado algunos minutos.
Puesto Lavalleja al frente de la reserva que man-
daba Quesada, y llevada la carga, quedó limpia de
enemigos la ladera, rehízose en el acto la división
de Oribe, y el escalón de Ismael, con su alférez á
la cabeza, trepó á escape la loma, hallando solo y
á pie su capitán entre los caídos en la pelea.
Al ver á sus soldados, dijo con su aire calmoso:
— ¡ Cayeron á tiempo !
Y enseñó el sable roto por el medio.
Alcanzáronle un caballo ensillado, uno de los
mejores que por la falda vagaban sin dueño; y una
de las lanzas arrojadas en la fuga por los escua-
drones de Bentos Manuel.
Cogióla con desdén, y al montar murmuró:
— Puede que en esta mano alcance y sobre. . .
¡ Avancen !
líl escalón empezó á bajar la cuesta.
Toda la línea, en cuanto la vista dominaba, se
movía al trote para ocupar el campo en que ten-
diera al principio la suya al enemigo.
GRITO DE GLORIA 379
Los cascos de la caballería iban chocando con
millares de armas esparcidas en el suelo, y estru-
jando cuerpos muertos ; delante, en un hermoso
valle verde, los» despojos eran más numerosos, y
allí se arrastraban algunos hombres y bestias con
las entrañas de fuera y un rumor de agonía.
Más allá, divisábase como una nube negra ex-
tensa que se agitaba en ondulaciones de serpiente,
que era la de los restos brasileños, empeñados sin
duda en hacer pie firme para tentar el último es-
fuerzo.
Hacia la derecha Zufriategui, después de doblar
con ímpetu el ala izquierda enemiga desordenán-
dola y poniéndola en fuga, había vuelto á su posi-
ción y traslomaba ahora la colina al son de las
dianas.
Bajo el sable de sus escuadrones habían caído
los más esforzados soldados de la izquierda impe-
rial, cuando hecha la descarga por sus carabineros
dio media vuelta en dispersión, al comienzo mismo
del combate.
Hacia la izquierda notábanse tumultos, avances,
repliegues ; y llegaban ecos de clamores, de clari-
nes, de fuego graneado.
Se llevaban cargas todavía. Allí estaba Rivera.
En el primer choque, con su empuje acostum-
brado y su bizarra osadía, el brigadier no dejó un
adversario á su frente, confundiendo en una mole
informe los regimientos de Bentos Gonzalves.
Pero, acorridos éstos por su reserva, se reorga-
380 E. ACEVEDO DÍAZ
nizaron en parte; trajeron nuevo ataque; hesitaron
otra vez; volvieron grupas, y el sable de los dra-
gones orientales esgrimido sin cansancio, golpeó sus
espaldas en todo el largo de la llanura, sembrándola
de cadáveres.
Era lo que se percibía de la línea del centro.
Ismael observaba atento á todos rumbos; algo
buscaba con sus ojos con cierta ansiedad; tal vez
á Luis María, acaso á Cuaró.
El panorama era demasiado confuso para dis-
tinguir personas. Todas se movían y cambiaban de
puesto con rapidez; los cuadros solían disiparse
apenas se esbozaban ; los episodios se sucedían por
minutos; el ambiente estaba nutrido de azufre y
salitre, y el ánimo pasaba por la emoción de lo
trágico, del desborde de los instintos conflagrados.
Por encima de todo, los clarines seguían incan-
sables en su toque de diana llenando de notas agu-
das el espacio, como una música alegre que acom-
pañara en SU viaje á los muertos, siendo himno de
vida, salmo de gloria, para los que se alzaban en
los estribos, rugientes, bajo el sol de aquel día de
gloriosa primavera.
Ismael señaló con la lanza el ala izquierda, y
dijo cual si hablara á solas :
— ¡ Erutos !
Recordó tal vez que los dispersos de la extrema
izquierda del centro se habían recostado á esa
parte, y presumía que allí estaban sus ami
Bajando la cabeza, emprendió el galope hacia
aquel rumbo.
GRITO DE GLORIA 381
El escalón bien alineado, siguió detrás.
Antes que traspusiesen una «cuchilla» intermedia,
en cuya cresta terminaba la línea de Rivera, y
cuando sonaban ya lejanos los últimos disparos de
los imperiales, aparecióse en la altura un ginete
que sujetó de golpe su caballo y clavó en tierra
una lanza de moharra larga y forma culebrina.
Este ginete, al instante reconocido, mereció una
aclamación de la tropa y un saludo de Yelarde con
el astil de su lanza.
El ginete cogió la suya, la remolineó muy alto
como si manejara un junco, contestando marcial-
mente al saludo ; y vínose al galope.
Era Cuaró.
¿Por qué se encontraba allí?
Cuando bajó al llano envuelto en un torbellino
de ginetes y de aceros, sin auxilio alguno en su
trance amargo, al favor de su redomón de pecho
que se abalanzaba á saltos de ñera, había logrado
arrastrar á su vez el grupo de agresores hacia la
línea de Rivera eludiendo los golpes de muerte con
tendidas á los flancos de su montura y devolviéndo-
los con renaciente vigor.
Ya encima de los dragones de Frutos, el grupo
se fué desgranando, y al llegar al declive de la co-
lina, los últimos abandonaron su presa.
Cuaró aparecióse, pues, disperso en la columna.
Viéndolo Ladislao Luna de lejos, despertósele la
inquinia y gritó de modo que él lo oyese:
— ¡ Miren ese que anda como avestruz contra el
cerco ! ¡ Háganlo formar !
382 E. ACEVEBO DÍAZ
Al escucharlo, el teniente sintió que la sangre
se le subía en oleadas á la cabeza hasta producirle
un vértigo.
También el odio se le enroscó como una ví-
bora en las entrañas.
A pesar de eso, se estuvo quieto.
Para no mascar rabia, sacó del cinto un pedazo
de tabaco en rollo y se lo puso en la boca.
Quedóse un rato inmóvil mirando á Ladislao
que conversaba con Rivera, con una mirada opaca,
sombría ; volvióse á alzar hasta el hombro la manga
de la camisa hecha pedazos y teñida por coágulos
de sangre salpicada, y sin hacer caso al toque de
atención que resonaba en la línea, puso espuelas y
se dirigió á la loma.
Fué entonces cuando se encontró con Ismael.
— Van á entrar a perseguir — díjole. Sería güeno
seguir al flanco.
Efectivamente, el ala izquierda se movió al ga-
lope en columna, dirigiéndose hacia el paso de Sa-
randí.
El escalón de Ismael, i una voz de éste, tomó
la misma dirección.
Los escuadrones de Rivera corrían á media rienda
en la llanura ; y á medida que iban adelantando te-
rreno todas las fuerzas estacionadas en esa direc-
ción, volviendo grupas y aglomerándose bajo el pá-
nico, se precipitaban al vado en tropel.
Acaeció entonces que el regimiento de dragones
de río PardOj cuerpo regular que había causado
GRITO DE GLORIA 383
mucha parte del estrago en las filas libertadoras y
que se retiraba en orden por mitades, en la impo-
sibilidad de dominar el tumulto sin comprometer
su formación, contramarcha de súbito, y alineán-
dose junto al monte, se rindió á la gran guardia
de Rivera.
Parte de la fuerza que éste mandaba había cru-
zado el vado, cuando llegó Ismael; quien viendo
rendidos a los dragones imperiales, preguntó á
Cuaró :
— ¿ Seguimos el rastro, ó damos resuello á la
gente ? . . . Ya la flor se entregó.
— Calderón vá delante con los dos Bentos, —
respondió el teniente, y hay que alcanzarlo aun-
que sea con un tiro de bolas . . . Recién principia
la corrida!
Ismael, sin observar nada, ordenó pasar el arroyo ;
y ya del lado opuesto, notaron que el brigadier lo
cruzaba a su vez seguido de un fuerte destacamento
y se perdía luego á media rienda en las ondula-
ciones del terreno.
— Mira amigo, — dijo Cuaró, — ¡es preciso apu-
rar !
Ismael mandó al galope.
Un zambo que llevaba de clarín sopló el instru-
mento con todas sus fuerzas.
La tropa se precipitó por las faldas y los valles.
A uno y otro lado huía un enjambre de enemi-
gos á pequeños grupos, y de los ranchos esparci-
dos en los contornos salían de súbito viejos y aun
384 E. ACEVEDO DÍAZ
mujeres armadas de trabucos, que descargaban so-
bre los fugitivos á su alcance, desmontando á unos
y ultimando á otros.
El escalón llegó á enfrentar á una especie de
« tapera » en cuya puerta se veían varias chinas
que daban voces iracundas, y agitaban cuchillas en
sus manos.
A pocos pasos yacían tres hombres, uno de ellos
con insignias de jefe, á quien habían abierto el pe-
cho con una daga.
Era el teniente coronel Felipe Neri.
El escalón pasó á media rienda sin preocuparse
del episodio; atravesó un extenso valle cubierto de
cardos; traspuso una altura alanceando en su trán-
sito á algunos rezagados de Bentos Gonzalves, y
fué á detenerse en el nexo de dos « cuchillas »
para dar aliento á los caballos y examinar el ho-
rizonte.
Empezaba á caer la tarde.
La espesa selva del Yi se distinguía próxima, en-
señando una orla inmensa de verdura que cule-
breaba en el terreno hendido hasta perderse muy
lejos detrás de las grandes lomadas; multitud de
dispersos corrían diseminados por los pequeños va-
lles acosados por el continuo silbido de las « bo-
leadoras», y más allá un grupo considerable, con-
torneándose en espiral, penetraba en el bosque y
Se hundía velozmente en su espesura.
— [Paso de Polaoco! — exclamó el teniente. Por
aquí se van los jefes, pero el río trae mucha
GRITO DE GLORIA 385
agua . . . Tienen que cruzar en la balsa y nos dan
tiempo.
— Tocan á reunión en el campo de Frutos —
dijo Velarde, con el oído atento á los ruidos de
aquel lado y la vista fija en el valle. La gente se
retira.
— Sí; ya no «bolean»! — observó Cuaró. Vamos
á atropellar el paso, capitán Mael.
— Mejor sería que «bombeáramos» desde aque-
llos saúcos para ver lo que pasa.
— Como mande.
Los dos se separaron de la tropa al galope diri-
giéndose hacia el paso.
Recorrieron alguna distancia y bajaban á un sitio
rodeado de quebradas, desde el cual todo quedaba
oculto á la vista, cuando en la altura del frente
aparecióse de súbito Ladislao Luna, quien les gritó
á voz en cuello :
— Ya está güeno de perseguir... Dejen que los
mate Dios que los crió, aparceros!
— ¿Quién manda? — dijo Ismael.
— Frutos. Se ha tocao á riunión y es juerza obe-
decer.
Cuaró se echó el sombrero á la nuca.
Se había puesto verdinegro, palpitábale el pár-
pado como el ala de un murciélago y las espuelas
hacían música de trinos en sus botas de piel de
tigre.
Levantó el brazo convulso, exclamando presa de
indecible rabia :
25
386 E. ACEVEDO DÍAZ
— Aparcero nunca, ahijao de Frutos!... Amadri-
nando traidores ! . . .
— A la cuenta le has dao muchos besos al «chi-
fle», enfiel sin entrañas — contestó Ladislao colérico,
empujando su caballo á la ladera. Te he de tarjar
la lengua !
— Venite al «playo»! — repuso el teniente breve
y ronco como quien concentra energías. Aquí ve-
rás si te chupo la sangre, ladrón !
Luna se puso en el bajo a brincos de su overo,
que azuzó con la «nazarena», al punto de hacerle
doblar los remos delanteros en el declive.
Traía lanza, sable y trabuco.
Ismael quiso intervenir dos veces poniendo su
astil por medio.
Pero convencido de la inutilidad de su esfuerzo,
dada la índole de aquellos dos hombres que ¿l co-
nocía bien, apartóse y púsose á observar la terrible
escena, mudo, impasible, indolente.
Sería esto un poco de sangre más, de aquella
sangre brava que tanto se derramaba por lujo en
SU tierra.
En el hondo valle fiera fué la lucha de los dos
centauros.
Ninguno habló.
Por tres veces se chocaron los astiles de «urun-
day», produciendo el ruido de los cuernos de dos
toros, y al cuarto ludimiento saltó el rejón de La-
dislao arrancado á su diestra por un golpe en la
sangría.
GRITO DE GLORIA 387
Luna empuñó el trabuco é hizo fuego.
Todos los balines y « cortados » dieron en el pe-
<ho y cuello del redomón de Cuaró ; mas al mismo
tiempo el overo vino de manos y la moharra ene-
miga encontró á Ladislao en descubierto, sepultóse
cuan larga era en su vientre, le sacó de la mon-
tura tendiéndolo en tierra de costado, revolvióse en
la ancha herida hasta hundirse en el suelo, y cuando
Luna se enroscaba al astil como un reptil con el
tronco y brazos y el semblante desencajado, el ca-
ballo de Cuaró se desplomó muerto.
El teniente quedó de pie y largó el lanzón.
Éste se cimbró por un momento bajo las con-
vulsiones del herido, hasta que Luna cayó de es-
paldas. Entonces el astil quedóse en posición obli-
cua, trémulo, cual si á él se trasmitiesen las palpi-
taciones del moribundo.
— Ya sobra, hermano — dijo Ismael.
Cuaró tiró un manotón de tigre al overo de La-
dislao, saltó en sus lomos, arrancó la lanza al cuerpo
de un revés y se fué en silencio sin volver el
rostro.
Ismael se apeó.
Allí cerca veíase un charco.
El agua estaba clara y transparente, inmóvil en
su lecho de granallas de un color de esmeralda.
En los tronquillos de juncos colgaban sartas de gra-
nulos de un rosa vivo á modo de rosarios que eran
hueveras de batracios; y al mojar su pañuelo de
algodón Ismael rozó alguna de esas sartas, brotando
388 E. ACEVEDO DÍAZ
de ella entonces un líquido de carmín subido que
le manchó la mano.
— Aonde quiera sangre! — murmuró. No parece-
sino que hemos de ahogarnos en ella, como decía
el viejo don Cleto.
Aproximóse en seguida al herido, puso una ro-
dilla en tierra y separándole las ropas hasta rasgar-
las en pedazos, lo volvió sobre el costado opuesto.
La espantosa desgarradura quedó i la vista. Por
ella asomaban las entrañas y se oía un soplido de
fuelles. La culebra de hierro había penetrado ondu-
lando en las carnes, dividiendo tejidos, músculos y
una costilla, cuyas puntas saltaban hacia afuera.
Ismael lavó los labios de la herida, moviendo la
cabeza, en tanto susurraba dando suelta á una es-
pansión largo rato sofocada :
— ¡Parece arco de barril rompido!
Al sentir el roce del pañuelo mojado, Ladislao
se contrajo dolorosamente y reprimiendo un ala-
rido que estranguló en su garganta, dijo jadeante:.
— No te tomes pena, que pronto he de acabar. . .
La encajó lindo ese bárbaro !
Recubrióle el capitán la herida, sin decir pala-
bra, dióle al cuerpo la mejor posición con cuidado,
ó hizo beber á Luna un trago de su «chille».
Luego, otro.
Esto lo reanime) visiblemente.
Miró á Velarle, v prorrumpió:
— Mira, hermano: cuando yo me haiga muerto.
tácame este escapulario que aquí llevo en el pe-
OKITO DE GLORIA 389
cho, y dáselo á Mercedes, si la llegas á ver. Me
lo regaló un día de mi santo, diciéndome que nen-
guna chuza me había de entrar en el cuerpo, por-
que estaba bendito por el cura. . . ¡ A la cuenta la
chuza me entró de costado con miedo al santo,
■dende que todavía respiro !
— No ha de morir tan pronto, aparcero — le
interrumpió Ismael, rompiendo su taciturnidad con
una sonrisa. ¿ Dónde ha visto que ansina no más
se acabe la yerba mala ?
El herido tentó reírse, y lo encogió el dolor.
Replicó, sin embargo, entre quejidos:
— También se seca, y ya siento adentro que me
grita la hoya. ¡ Nunca me asustó el morir. . . pero,
■quién juera vos para ver al pago libre, á la tierra
libre después de tanto pelear !
Se me hace que columbro los ranchos, el arroyo,
el monte, las laderas, el ganao matrero. . .
Aquí se detuvo, con los labios trémulos.
Sus ojos semi-apagados se quedaron lijos en el
espacio, como si en verdad contemplase algo de
todo aquello que revivía en su cerebro.
Clavando luego los ojos en el rostro de Ismael,
volvió á decir :
— Cuando yo haiga muerto deja mi cuerpo en-
tre estos yuyos, que no precisa de tierra encima
para que el cuervo ó el gusano se lo coman. El
sol y el agua lo harán guiñapos y después las hor-
migas negras dejarán lustrosos y blancos los huesos
■como costillas de bagual. Naide los ha de llevar,
390 E. ACEVEDO DÍAZ
ni la vizcacha, cuando no tengan grasa nenguna ;.
que no vale más que la de un toruno la osamenta
de cristiano. . .
Mira, valiente : guárdate mi sable que es hoja
de confianza. Lo afilé una mañanita en una piedra
de la sierra, y si está un poco mellao no es de
cortar leña. . .
— Dejuro, dijo Ismael. A ocasiones se criba la
guampa al toro, y no es de cornear al ñudo.
El herido dio un resuello y murmuró muy bajo:
— ¿ Me prometes?
— Llevar el escapulario y el sable, prometo.
¿ Dónde está la moza ?
Ladislao le cogió la mano, tomando alientos.
Luego dijo :
— Allá en San Pedro, en un ranchita arrimao
al río.
— He de caer. . .
Pasaron largos instantes de silencio.
De pronto, la herida resolló ruidosa y silbadora
y algunas gotas gruesas de sangre negra aparecie-
ron en las ropas.
Ladislao se estremeció, lanzando un ronquido ;
y ya no volvió á hablar.
Ismael lo cubrió en parte con su ((vichará».
Después le acerco a la boca el «chille», hume-
deciéndosela con u\\ poco de «caña», que él in-
gurgitó á medias.
A poco, expiró.
En los aires, sobre el matorral, empezaba á gi-
GRITO DE GLORIA 391
rar un ave negra con las alas muy abiertas, inmó-
viles. Tenía la cabeza calva y el pico uncirostro.
Por momentos arrojaba una nota ronca, con la
mirada fija en el suelo.
Ismael se sentó y permaneció impasible.
Sólo una vez inclinó ligeramente la cabeza, para
mirar de un modo siniestro por debajo del ala del
sombrero con una ojeada de buitre.
XXXIII
Los estragos de la carga
No fué Esteban más afortunado que Cuaró en su
aventura de acorrer á Luis Alaria, cuando era éste
acometido en la loma por los dragones de río
Pardo.
Separado del sitio á rigor de sable, y como en-
vuelto en una malla de acero en que su cuerpo y
su caballo no tenían para moverse más espacio
que el de una jaula, el liberto se creyó segura-
mente perdido cuando rodaba al llano entre los
anillos de aquella especie de tromba; y sólo allí
donde la tierra á nivel no ofrecía tropiezo ni do-
blaba al potro los corvejones, pudo al rato acari-
ciar la esperanza de sustraerse á los hierros ape-
lando 'á sus recursos de gran ginete.
392 E. ACEVEDO DÍAZ
Formando con su montura un solo bulto i fuerza
de encogerse y disminuirse, arremetió por dos oca-
siones el cerco sin resultado; pero en la tercera
embestida, poniendo el alma en Dios y en Gua-
dalupe, suelto, ágil, intrépido, con una risotada
bestial de negro cimarrón, logró abrir brecha la
daga en alto y el torso sobre las crines, arrancando
á sus adversarios un grito de rabia y de sorpresa.
Ya fuera del remolino aturdidor, sin miedo días
armas de fuego, que estaban vacías y se cargaban
por la boca en múltiples tiempos y movimientos,
Esteban se lanzó al simple galope á una cuesta
que trepó sujetando, y desde allí hizo un ademán
de desprecio.
Ellos continuaron su carrera enardecidos, y no
hubiesen dado grupas, si por un flanco no surge
inesperado uno de los escuadrones de la reserva
que corría uniforme é inflexible como un rodillo
á lo largo del llano.
Pero si bien cambiaron rienda, fuéles corto el
tiempo y el espacio ; porque apenas castigaron li-
brando la vida á la rapidez de sus caballos, en vez
de proyectiles silbaron por detrás las « boleadoras »
en número tan crecido, que algunas de ellas gol-
peando en cráneos y pulmones, dieron en el suelo
con buena parte de los fugitivos.
El liberto espoleó entonces sin tregua, hasta lle-
gar al sitio en que dejara á Luis María.
Miraba con atención al suelo, examinando uno i
uno los rostros de los muertos.
GRITO DE GLORIA 393
No pocos tenían las cabezas partidas por el me-
dio, con una masa blanquecina en borbollón á la
vista; á otros, las cuchilladas les habían agrandado
las bocas hasta el pómulo ; muchos presentaban
hundidos los temporales como á golpes de clava ;
algunos exhibían tajadas las gargantas de una á
otra oreja ; los menos, boca abajo, mostraban en
los ríñones el estrago de las moharras y medias
lunas.
Esteban escudriñó bien.
Llamóle un cadáver la atención.
Era este el de un hombre joven, esbelto, de
figura distinguida, que vestía el uniforme de capi-
tán y ceñía todos sus arreos, por lo que el liberto
dedujo que debía haber muerto en lance aislado,
pues que no lo habían dejado en ropas menores
los soldados menesterosos.
Desmontóse rápido, y desprendió una de las pre-
sillas que en los hombros llevaba el difunto.
Notó entonces que un sablazo, dado por una
mano de hierro, le había levantado casi por com-
pleto el coronal en forma de casquete, y que por
la cisura enorme salía como una crespa cabellera
colorante.
— Este sablazo no lo dio mi amo — se dijo el
liberto.
El pelo negro caía en mechón sobre la cara,
oculta en los tréboles.
Esteban lo separó, y enderezó la cabeza del
muerto, mirándolo un instante fijamente.
394 E. ACEVKDO DÍAZ
Estaba tan lívido y desfigurado, que tardó en
reconocerle, aunque ya había sospechado que aquel
difunto no le era desconocido.
¡ Oh, sí ! Aquel era el capitán Souza, el rival de
su amo, á quien él sirvió alguna vez y de quien
fué servido.
Pues que estaba tendido allí, donde su señor se
había batido solo contra muchos, no tenía porqué
sentirle. El montón de cuerpos que cubría el sitio,,
denunciaba una lucha espantosa ; él no presenció
todo en su entrada rápida y más rápida salida del
círculo de hierro ; pero, tantos contra uno ¿ quién
pudo haberlos impulsado ?
El negro, al hacerse en su interior esta pregunta,
se acordó de muchas cosas ; miró otra vez al
muerto, y movió la cabeza con aire de quien da
en la clave de un enigma.
Siguió andando luego á pie ; con su cabalgadura
del cabestro ; rodeó la colina, siempre investigando >
se paró muchas veces para cerciorarse de que no iba
descaminado ; y por último volvió al lugar de que
había partido con la intención de recorrerlo esta
vez en sentido opuesto.
A uno y otro lado del terreno que había ocu-
pado la línea, situada ahora varias cuadras adelante,
precipitando la derrota, había tendidos más de cua-
trocientos muertos. Aparecía el suelo sembrado de
sables, carabinas, pistolas y morriones.
Esteban sabía bien que no era entre aquellos res-
tos que debía bu I señor, puesto que él se
había balido en la loma del centro.
GRITO DE GLORIA 395
Quizás, tratando de salvarse, hubiese retrocedido
hacia donde entonces formaba la reserva, que era
en una falda, inmediatamente detrás de la colina.
No había abandonado aún la altiplanicie, cuando
apercibió entre las matas, acostado boca arriba, el
cuerpo de un hombre de talla gigantesca, cuyos
ojos negros, fuera de las órbitas, conservaban to-
davía un reflejo de cólera y de dolor.
Sin duda estaba agonizante.
Acercóse el liberto, y vio que tenía clavada de
lado en el vientre una lanza, cuya media luna in-
vertida asomaba uno de sus extremos por debajo
de la costilla final, formando la herida como una
hoya en las entrañas que hubiesen abierto las ga-
rras y colmillos de un «yaguareté».
Un trecho más allá, á su izquierda, yacía otro
cuerpo con los brazos en cruz, y el semblante lleno
de sangre hasta el cuello, donde el líquido se ha-
bía estancado en coágulos espesos.
Dejó Esteban que el moribundo acabase en paz,
y fuese al que ya parecía muerto de veras.
Lo estaba, en realidad.
Pero al observarlo con detenimiento, el negro
lanzó una voz.
No parecía el despojo de un hombre aquel, sino
el de una mujer.
Un cabello negro, crespillo y corto aunque abun-
dante, no alcanzaba á velar las sajaduras que divi-
dían el cráneo, al punto de que más de un rulillo
cortado por el filo de los corvos aparecía pegado
396 E. ACEVEDO DÍAZ
en las sienes por gotas aún frescas de sangre ber-
meja. Uno de los brazos, el izquierdo, estaba casi
separado del hombro por un mandoble feroz.
Tenía los parpados semi-caídos, como quien se
adormece. Un gesto que podía asemejarse á son-
risa había quedado impreso en la linda boca de la
muerta, que enseñaba limpios, de una intensa blan-
cura sus dientecillos de niño. Bajo la blusa de tropa
desgarrada, el seno alto denunciaba el sexo. Los
pies pequeños descubrían apenas sus extremidades
en las puntas de unas botas de piel de puma con
pelaje, desgastadas á medias en las plantas. Las ma-
nos cortas y gorditas mostraban varios tajos y pun-
tazos en los dedos y el reverso, teñidas de coágu-
los venales. En el seno entreabierto se veían algu-
ñas flores de clavel manchadas de rojo, que volvían
sus pétalos hacia el suelo estrujadas y marchitas.
Esteban reconoció á Jacinta ; y la estuvo con-
templando un rato con mirada triste.
Dilntáronsele al fin las alas de la nariz; miró d
todos lados con atención suma ; tornó ;í contem-
plarla con aire afligido, y á mirar delante, d los
costados, detrás, d lo lejos, en la loma, en el de-
clive, en el horizonte, diciéndose lleno de congoja:
— Si ésta ha muerto aquí, ¿ dónde lo han ma-
tado d él ?
En el fondo de las pequeñas colinas á su frente,
había distinguido multitud de hombres desmontados,
guardias numerosas, carros sin tiros, reinando allí
quietud que contrastaba con la agitación vi"-
GÜITO DE, GLORIA 397
lenta de la línea á sus espaldas, que seguía avan-
zando en batalla hasta ocultarse detrás de aparta-
das lomas.
Después de vacilar un momento, montó en su
caballo, y dirigióse al parque á rienda suelta.
Al llegar á sus inmediaciones, se cercioró de que
los ginetes desmontados, entre los cuales había tres
jefes y cincuenta oficiales, eran prisioneros, cuyo
número total excedía en mucho al de seiscientos.
Custodiábanlos tres escuadrones de «maragatos».
A la derecha de la custodia, llegados hacía poco
tiempo, habían hecho alto varios carros cargados
de armas y municiones arrebatadas al enemigo.
Curábanse heridos á retaguardia.
Vio cerca de una hondonada el carretón de Ja-
cinta reposando sobre sus dos «muchachos», y á
¿1 se encaminó como cediendo á un presentimiento.
Ágapa andaba por allí juntando «leña de vaca»
para hacer su fogón ; seca y dura, como su piel
cetrina pegada á los huesos; amorrada, huraña.
Al distinguir á Esteban, se detuvo, sin embargo,
demostrando cierto interés; y antes que él la ha-
blase, dijo rápida y concisa:
— Está ahí, en el carretón. Lo mandó levantar
el comandante.
— ¡ Ah ! — contestó el negro gozoso, al quitarse
un enorme peso. ¡Es suerte ! Mucho lo he buscado...
Jacinta queda allá la pobre, hecha una criba. . .
— Juerza era. ¡Cuándo no había de meterse en
un entrevero si era pior que paja brava !
398 E. ACEVEDO DÍAZ
Y Ágapa siguió recogiendo por aquí y por allí
los residuos del ganado, de los que había formado
una pila por delante, tentando con los dedos en
cada alzada por si estaban muy frescos, en cuyo
caso los dejaba caer, procurándose otros de mayor
consistencia.
Andando hacia el carretón, el liberto animóse á
preguntar con miedo :
— Y el ayudante, doña Agapita, ¿está muy las-
timao ?
Ella se encogió de hombros con las espaldas
vueltas, y sin otra respuesta continuó en su tarea.
— ¡ Carpincho tísico ! — murmuró el negro.
Apeóse, y como su redomón no se dejase poner
paciente la «manea», aplicóle el negro, para des-
ahogar su rabia, un golpe de puño en el hocico,
seguido de un tirón maestro de orejas.
Después, se fué acercando despacio á la puerte-
cita del carretón, á la que se asomó sudoroso, an-
helante y febril.
Allí estaba Luis María tendido sobre un lecho
improvisado con mantas y cubierto con un poncho
hasta el pecho.
Su cabeza reposaba sobre un lomillo duro, y pa-
recía gozar de un apacible sueño.
El negro, reprimiendo su aliento, trepóse diestro
al vehículo. Había dentro espacia para dos.
En cuatro manos observó á su se'ñor con pro-
lijo interés.
ViÓ entre las ropas entreabiertas, que le habían
GRITO DE GLORIA. 399
vendado el pecho con una tira de lienzo crudo, y
también el brazo. Respiraba leve como quien ha
perdido mucha sangre.
Esteban se bajó con el mismo cuidado que ha-
bía tenido al treparse.
Sin perder tiempo, desató su poncho de paño de
los «tientos» de su montura y lo puso al lado del
carretón.
En seguida, se dirigió presuroso al carrillo de
Ágapa, que descansaba sobre sus varas allí cercano.
La criolla andaba lejos, siempre recogiendo resi-
duos de vaca, cuyas pilas iba dejando de trecho
en trecho.
El liberto echó mano de una maleta de ropas
blancas lavadas, sacó dos piezas, y se volvió.
Con esas piezas y el poncho, metióse de nuevo
como un gato en el carretón.
Púsose entonces á funcionar.
Del poncho hizo una almohada blanda, que co-
locó sobre el lomillo, levantando con extrema sua-
vidad la cabeza del herido.
De las piezas blancas sustraídas á Agapita, hizo
vendas é hilas con la mayor escrupulosidad, las que
iba amontonando en los rinconcitos como cosa de
gran precio.
Terminada esta tarea minuciosa, sin perder un
minuto, mojó un puñado de hilas en una calderilla
llena de agua que había en un extremo y que
Agapita había traído, sin duda, para el « mate » ;
abrió bien las ropas de Luis, que seguía en su
400 E. ACEVEDO DÍAZ
especie de sopor, quitóle la venda del pecho, y
con las hilas mojadas lavóle muy despacio la he-
rida.
Poca sangre salía de ella. La bala había pene-
trado entre dos costillas sin rozarlas, abriendo una
boca estrecha; pero no había salido. Cercioróse de
esto Esteban, examinando la espalda con deteni-
miento, sin mover al herido, que yacía de costado.
Secó la parte dañada, púsole hilas secas y la vendó.
Practicó en el brazo izquierdo, que descansaba
un tanto recogido sobre el tronco, igual diligencia.
Esta herida presentaba dos bocas junto al húmero,
y la hemorragia había sido copiosa. El sable, al
salir, había abierto las carnes como navaja al pelo ;
por lo que el liberto dedujo, sulfurado, que el dra-
gón que así estoqueó, había dado á su acero doble
filo contra ordenanza.
En su irritación, para nada tuvo en cuenta que
él entró en pelea con larga daga sin lomo para
afeite, hasta el mango.
Roció bien aquella honda desgarradura, que ya
empezaba a inflamar el brazo, y que sin duda era
en extremo dolorosa, porque mis de una vez se
crispó el cuerpo del joven como tocado en una
llaga viva.
Extendió sobre ellas las hilas en «carnadas»,
como él decía, y púsole los vendajes flojos para
no hacerlo sufrir.
Cuando concluyó esta operación, corríale el su-
dor a lo largo del rostro, tenía los ojos enrojeci-
dos y los dedos trémulos.
GRITO DE GLORIA 401
Consolóle, sin embargo, el aspecto del yacente.
Seguía respirando sin sobresaltos, en medio de
aquel sueño profundo.
Bajóse ; cerró la portezuela.
En seguida, desprendió la carabina que llevaba
colgante á un flanco de su montura, la cargó y
echósela con la correa á la espalda.
El día declinaba.
A cada instante llegaban destacamentos con gru-
pos de prisioneros, carguíos de municiones y de
armas cogidas al enemigo, y heridos leves á las
ancas, á quienes practicaban la primera cura ciru-
janos tan peritos como el liberto.
Notó que entre estos últimos venía un mocetón
cuyo rostro no le era extraño, y cuyo nombre
mismo le asaltó en el acto á la memoria.
Echó pie á tierra allí á pocos pasos. Traía el
brazo en cabrestillo, y en sus facciones desencaja-
das revelaba que su debilidad era mucha.
— Ya te veo medio manco, Celestino ! — gritóle
con gran confianza. Mi «chifle» tiene con qué
darle alegría al cuerpo.
El mozo miró, y reconociéndole á poco de ob-
servarle con ojos de desvalido, vínose rápido, di-
ciendo :
— Hermano Esteban, la mesma providencia !
Haré gasto porque ya no puedo de lisiao . . . Estoy
como pájaro de laguna, con una pata alzada y la
otra que le tiembla.
— Ahora te se van á quedar más firmes, Celes-
tino... Dale al «chifle».
2G
402 E. ACEVEDO DÍAZ
Y se lo alcanzó Je buena voluntad.
El herido bebió una y dos veces ; entonóse ; de-
volvió el «chifle » lleno de gratitud, y exclamó :
— ¡Qué suerte negra la mía, canejo!... Recién
Uegao esta madrugada de «Tres ombúes», me junto
á la gente de Santa Lucía, comienza el refregón,
cargamos cinco veces y en la última me machuca
el brazo una redonda que vino de la loma del dia-
blo, á la fija mandada por el primero que disparó
á todo lo que le daba el reyuno ... ¡ Ayúdame
hermano á rabiar !
— Ya bastante rabié — contestó el negro con mu-
cho sosiego.
«Tres ombúes» ¿Tú viniste de allá, Celestino?
— Mesmito. De una tirada del «picaso». Y bien
me decía don Luciano que mejor juera llegase tarde,
ya que no quería yo escurrirle el bulto al entre-
vero; porque hombre que anda atrasao, gruñía el
viejo, las balas lo desconocen.
— ¿Que está en la estancia don Luciano? — in-
terrumpióle Esteban sorprendido.
— Sí que está, desde hace cuatro días, y también
su gente.
Al oir esto, el liberto se agitó nervioso y preo-
cupado. Ocurrióscle pensar en la niña y en Gua-
dalupe; instantáneamente recordó que allá en la
estancia se había asistido y sanado su señor en otro
tiempo; que él ahora necesitaba de cuidados muy
celosos, antes que viniese la fiebre á agravar su
estado ; y que nada más natural que llevarlo allí,
GRITO DE GLORIA 403
<londe lo querían y podían brindarle una cama me-
nos dura que la del carro de la difunta.
Asaltándole en tropel todo esto, y cierto interés
particular que él se reservaba en el fondo por no
mesturar lo delicado con sus «cosas de negro»,
tomó una resolución súbita y dijo al mocetón:
— Vas á aguardarme aquí, Celestino. En este ca-
rretón está un herido que quiero como á mis en-
trañas; es el ayudante Berón. No has de permitir
■que se acerque ninguno, hasta que yo dé la vuelta.
Dame tu palabra, y después verás que lo vas á
agradecer.
— Te la doy.
— ¡ Bueno ! Cuando yo venga te curo, y mar-
charemos juntos. Si querés, te dejo la carabina,
por si atropellan. •
— No preciso. Tengo el sable y esta mano libre.
Sin hablar más, Esteban montó y arrancó á es-
cape rumbo á la línea.
Celestino vio transcurrir el tiempo, recostado al
carretón.
Llegaba la noche. Los ruidos iban cesando, como
si todos los que habían combatido durante aquella
ruda jornada se sintiesen abrumados por una in-
mensa fatiga.
Ágapa, que había encendido el fogón junto á su
carrillo, no vino al sitio, muy ocupada en obse-
quiar un regular número de convidados, que eran
otros tantos caballerizos.
Mientras se prolongaba la ausencia de Esteban,
seguían produciéndose novedades en el parque.
404 E. ACEVEDO DÍAZ
Llegaban por momentos trozos de « caballadas »
en número tan crecido, que podían contarse por
miles las cabezas. Eran de las que se habían to-
mado, y seguíanse recogiendo en el que fué campo
enemigo.
Su paso en masa compacta, semejante á una tro-
nada sorda, era el único ruido que hería el espa-
cio en aquel lugar retirado, aparte de las voces
repetidas á intervalos por las custodias que conti-
nuaban recibiendo prisioneros de todas partes.
En cierta hora, se armó una tienda en la ladera.
Un fuego ardió pocos instantes después, y distin-
guióse agrupación numerosa de hombres que se
movían delante de la entrada.
Celestino, que se paseaba impaciente de uno á
otro lado, mortificado por el ardor de su machu-
cadura, oyó decir en el fogón de Ágapa, que aquella
tienda daba abrigo al coronel Latorre, herido en la
primera carga de los dragones.
Al volverse hacia el carretón, sintió el tropel de
caballos.
Era Esteban que regresaba, arreando tres, utili-
zables para el tiro.
El liberto informó ;í su compañero que había
obtenido pase por escrito de su jefe para conducir
al ayudante en el carretón, hasta la estancia de don
Luciano Robledo, con facultad de disponer de un
soldado como auxiliar.
— ¡Pues no hay más !— replicó el mocetón.
¡Aquí estoy yo, y en derechura!
GRITO DE GLORIA 405
— Te iba á convidar — dijo Esteban ; — pero veo
que no es preciso . . .
Con el brazo sano me vas pasando esos arreos
•que están abajo del carretón mientras yo sujeto los
mancarrones. ¡ No te vayas á aplastar !
Celestino, campero diestro, movióse diligente sin
objeción alguna. Su herida era leve, y llegó á ol-
vidarse de ella y sacar el brazo del cabrestillo en
la faena.
— ¡ No importa ! — decía el negro afanoso ; — yo
te voy á curar luego . . . Dame ese tiro de guasca
peluda para ponérselo á este laro, y ese medio bo-
zal de potro que cuelga del limón . . . j Vaya, ma-
caco ! . . . ¡ Trompeta !
Y repartía cachetes en los hocicos.
— En encontrar estos « sotretas » se me fue la
hora . . . Pero son gordos y de aguante. Tú irás en
la delantera y yo de «cuarteador», para andar con
menos tropiezos. Va á hacernos nochecita clara, el
camino es como pared de iglesia, y no hay que
mudar para darla sentada hasta « Tres ombúes» ...
¡ Diablo de « sotreta » ! El que te domó fué á la
fija un maula, porque te dio entre las orejas por
la vida ociosa. ¡ Vaya, matungo !
Y sonó otro puñete recio en las narices.
El caballo dio un salto de manos y un resoplido,
estornudó y se estuvo quieto.
Con los escasos arreos de Jacinta, concluyeron de
enjaezar el tiro á fuerza de mano dura é ingenio ;
y antes de asegurar y colgarlos «muchachos», Es-
teban hizo una inspección en el interior del vehículo.
406 E. ACEVEDO DÍAZ
El herido se había puesto boca arriba, y seguía
en su modorra. Lo arrebujó convenientemente en
previsión de peripecias en el viaje ; y aunque ti-
tubeando, acercó á sus labios secos la calderilla con
a^ua, después de haber vertido en ella una buena
cantidad de «caña». Al principio el herido los re-
movió resistiendo, pero luego bebió con ansia hasta
dejar casi vacío el recipiente.
Cuando el liberto descendió, ya Celestino estaba
en la delantera empuñando el rendal.
Llenó él las últimas diligencias, tentó con los
dedos ruedas y quinas por si faltaba algún acceso-
rio ; colgó los puntales y dando al fin un gran re-
suello, montóse en el caballo de « cuarta » diciendo-
bajo :
— ¡ Vamos!
El vehículo se movió al paso, dirigiéndose por
los sitios más solos, hasta salvar la próxima loma.
Una blanca claridad bajaba de los cielos y se
extendía plácida en el infinito mar de las hierbas.
Como fugaces sombras, á la par que negras ru-
morosas, con un rumor de alas fornidas, solían cru-
zar lentas la atmósfera hacia el llano, sembrado de
despojos, bandas dispersas de grandes aves grazna -
doras.
GRITO DE GLORIA 4C7
XXXIV
La vuelta
El día que se siguió á la salida de Bentos Ma-
nuel de Montevideo, reinó verdadera alegría en la
casa de Berón motivada por la presencia de don
Luciano Robledo, que recobraba al fin su libertad
merced á los reiterados empeños del capitán Souza
con el barón de la Laguna.
Este grato suceso compensaren cierto modo las
angustias que causaba la partida de la columna bra-
sileña; y por tres ó cuatro días se celebró sin re-
servas en aquel hogar tan combatido.
Don Luciano, sin embargo, manifestó su resolu-
ción inflexible de irse al campo a atender sus in-
tereses tan largo tiempo relegados á la suerte, aun
cuando para cumplirla fuera preciso arrostrar todo
género de dificultades y peligros.
En vano se le pidió que la postergase, en aten-
ción al estado en que se encontraba la campaña y
al hecho de habérsele dado la ciudad por cárcel.
Robledo se mantuvo firme.
Entonces Natalia díjole que no se iría sin ella.
Esto hízole vacilar algunas horas.
Trató a su vez de convencerla con las razones
408 E. ACEVEDO DÍAZ
más concluyentes. Llegó á agotar sus extremos ca-
riñosos.
La joven mostróse tan resuelta como él.
— ¿Acaso te soy pesada? — díjole con amargura.
Puedes necesitar de mí, ahora más que nunca. Yo
quiero ir á la estancia ; allí descansa mi hermana
y están todas las memorias que amo, bien lo sa-
bes ... ¡Si no me llevas, me iré sola !
Don Luciano la abrazó, accediendo á todo.
La partida debía hacerse por la vía fluvial, en
una sumaca de don Pascual Camaño, la que los
conduciría en la noche á la barra de Santa Lucía,
aprovechándose del alejamiento momentáneo de las
naves de guerra que vigilaban las costas del Este,
á la espera de corsarios.
La noche de la despedida, fué de sensación.
La madre de Berón, que había observado en Na-
talia, á más del que le guiaba al acompañar á su
padre, el interés de aproximarse y aun de ponerse
al habla con su hijo, retuvo á la joven entre sus
brazos reiteradas veces, como disputándole aquella
primicia deliciosa, y hasta llegó á decir que ella
se pondría en viaje también, pues se sentía fuerte
para ello.
Esa lucha fué de largos momentos y sólo cesó
cuando Natalia dijo llena de fe y entereza:
— Si así lo quiere la suerte, yo he de cuidarle
mucho... ¿No cree usted, madre, que yo soy ca-
paz de hacer por él todo lo que usted en su ter-
nura ? j Oh, sí ! . . . ¡Que digo verdad, Dios lo sabe !
ÓBITO DE GLORIA 409
No tema, no, porque hemos de ser felices. Yo le
escribiré todo lo que sepa, y si lo veo mucho más.
¡Nada dejaré por decir!
Ante estas seguridades, la madre cedió.
La partida se hizo, efectivamente, en la sumaca
con toda felicidad. El embarque se realizó sin tro-
piezos ni dilaciones, á hora prefijada y en sitio
aparente.
Soplaba un ligero viento sur que condujo la pe-
queña nave á la barra con rapidez.
Una vez allí, al romper el alba, don Luciano
tuvo que andar poco para llegar á la « estancia »
de uno de sus viejos amigos, quien le facilitó un
carro con su tiro correspondiente, que le condu-
jese con su hija y Guadalupe á «Tres ombúes».
La llegada á la estancia, después de tantas vici-
situdes, fué de emociones.
Don Anacleto salió a recibirlos, excusando á Xe-
reo y Calderón, los peones viejos, que á esa hora
se encontraban en faenas de pastoreo, algo distan-
tes de las « casas » .
— Que vengan — dijo Robledo. Quiero yo mismo
poner en orden todo esto, pues confío en que no
han de volver á apresarme. ¡ Antes gano el monte !
El capataz estaba contento y dio buenas noticias
a su patrón del ganado.
Poco se había perdido.
Aquél era como un rincón oculto, espaldado por
inmensos bosques, y á causa de eso sin duda, las
partidas que arreaban « haciendas» vacunas y ye-
410 E. ACEVEDO DÍAZ
guares habían pasado de largo «repuntiando á ga-
tas», como decía don Anacleto, algún trocito de
morondanga del lado allá del paso.
¡Hasta su «terneraje orejano» se había librado
del arreo !
Los «matreros» se habían comido algunas va-
quillonas con cuero; pero la pérdida era de poca
monta.
Natalia y Guadalupe pusieron mano activa y ce-
losa al arreglo de la casa; todo lo removieron,
limpiaron y reformaron, al punto que don Luciano
no pudo menos de decir, cuando volvió de su re-
corrida del campo, que sin mano de mujer no ha-
bía nunca hogar que se quisiera.
Al verlo tan aseado y alegre, en su misma hu-
mildad, sintió que renacía su amor al viejo arrimo.
Todas las plantas se habían multiplicado y en-
tretegido; las enredaderas silvestres, sin miedo á
la poda, alargándose cuanto pudieron, serpentifor-
mes y enmarañadas, se habían trepado á los arbus-
tos y de éstos pasado a los árboles en cuyos tron-
cos formaban rollos gruesos como maromas. Los
retoños venían con fuerza.
Caían las últimas ilorescencias en los frutales y
follajes nuevos de un verde-morado cubrían los
grandes caparachos de gajos.
Las golondrinas habían vuelto á anidar bajo el
alero, y los « dorados » en las copas de los ceibos
que enseñaban ya semi-abiertos, sus racimos de
llores granates.
GRITO DE GLORIA 411
En la huerta nada se había cultivado.
En cambio, los agaves desprendían sus pitacos
enhiestos de entre las últimas hojas listadas de
amarillo y verdi-negro.
A un costado el bosque de Santa Lucía intrin-
cado y espeso se revolvía en giros caprichosos,
cubriendo inmensa zona ; al fondo, los cardos re-
comenzaban á llenar el pequeño valle con un en-
jambre de tallos y de pencas, y más acá, á poca
distancia del linde de la huerta, sobre un prado
color de esmeralda, alzábase solitaria la cruz puesta
en la sepultura de Dora.
Las manos indolentes que no habían podado los
árboles ni sembrado la huerta, habían rodeado
aquel sitio de todo género de plantas de la selva ;
de modo que era un boscaje ó red de infinitos
hilos, troncos y ramajes entrelazados y confundidos,
muchos de los cuales aparecían cuajados de flores
y brotos.
Natalia consagró á este lugar su primera visita.
Hallólo muy agradable, en la medida de sus de-
seos. Simulaba una «glorieta» sin armazón artifi-
cial, modelada por ceibos jóvenes, sauces y parie-
tarias diversas.
Lo hizo expurgar ; desbrozar el terreno, y aña-
dir otras plantas de su predilección.
En esta grata tarea empleó varios días. Cada uno
de éstos que pasaba, era para ella un deleite ver
los progresos adquiridos.
Se hicieron senderos, dióse á la vegetación la
412 E. ACEYEDO DÍAZ
forma de dos circuios concéntricos, de manera que
se pudiese más adelante levantar un cenador ver-
dadero en el espacio intermedio que se cubriese de
nutridos doseles.
El sitio en que descansaba Dora quedó libre, con
bastante trecho á uno y otro lado.
Aunque se formase encima una cúpula de siem-
pre -verde más tarde, el interior conservaría capa-
cidad suficiente para dar paso á los visitantes, siem-
pre que se detuviese el avance atrevido de las pa-
rásitas, que la tierra negra nutría con maravillosa
savia.
Por más de una semana se dedicó Natalia á es-
tos cuidados. Se sentía tan bien en medio de ellos
cuando vigilaba la tarea sentada en un tronco junto
á la cruz !
XXXV
Esperanzas é inquietudes
Volviendo una tarde de aquel sitio, vio que de
la colina del frente bajaba un carretón conducido
por dos hombres.
El vehículo caminaba despacio, sus conductores
parecían evitar con trabajo los hoyos ó sajaduras
del terreno, como si transportaran un enfermo de
gravedad.
GRITO DE QLORIA 413
Uno de ellos era negro y venía « cuarteando »
en eses y zig - zags con una destreza digna de aten-
ción.
Natalia lo reconoció al momento, y alargando
el brazo lanzó una voz :
— ¡ Esteban !
Todo lo adivinó, invadida de repentina angustia.
El debía venir allí ; ¡ pero en qué estado !
Por un momento sintió que sus fuerzas le fal-
taban quedándose inmóvil, perpleja, aturdida; mas,
pronto reaccionó y fuese paso tras paso al encuen-
tro de aquel convoy siniestro que no demoró en
llegar al palenque.
— ¡ Ay Esteban ! — exclamó anhelante; — es él que
viene ahí, ¿ verdad ? es tu señor que viene herido,
acaso moribundo. . . ¿ Hubo entonces combate? ¡Oh,
pronto ! Bájenlo, quiero verle ; no vayan á hacerle
daño al tomarlo!...
Esteban dijo :
— Ayer se dio una batalla y triunfamos. Mi se-
ñor fué cortado en el centro y herido dos veces;
pero ahora está un poco tranquilo, y con el cui-
dado de su mercé ha de ponerse bien.
— ¡Dios te oiga! — gritó la voz fuerte y viril
de don Luciano, quien había escuchado esas pala-
bras y se hallaba ya delante del carretón. Abre la
portezuela para que carguemos con él, sin pérdida
de tiempo. . . En estas cosas se obra ante todo. . .
Tú, hija, ve á arreglar la cama. ¡ A ver ustedes,
ayuden ! prosiguió dirigiéndose al capataz y peones
414 E. ACEVEDO DÍAZ
viejos que acudían. Vamos á bajarlo y conducirlo
en un catre hasta mi dormitorio, de modo que no
le griten las heridas. ¡ Listo, canejo ! Bien se ve que
á ustedes no les duele, mandrias. Ya me temía yo
este desastre en el primer refregón. . . No se hacen
las cosas á medias por estos muchachos de sangre
caliente que se imaginan como lo mas sencillo de
este mundo llevarse todo por delante ! ¡ Estos son
los gajes, por Cristo !
Bueno. . . A ver el catre aquí, enfrente de la
puertecica, y manos á la obra !
En tanto Robledo daba sus voces de mando y
preparaba así el transporte del herido, Natalia ha-
bía corrido veloz al dormitorio y aderezado el le-
cho con mano convulsa, casi sin alientos.
Era el mismo lecho que el joven había ocupado
la otra vez.
El aposento presentaba igual aspecto que enton-
ces ; las cortinas del ventanillo habían sido reno-
vadas.
Delante de la cama, Guadalupe puso una gran
piel de «yaguareté» que estaba antes en la habi-
tación de Nata.
Como su ama, la negrilla se sentía hondamente
atribulada.
Mirábanse las dos, en medio de su faena febril,
en silenciosa ansiedad.
Solía una deshacer lo que otra hacía, confusas,
sin tino ; hasta que deteniéndose de súbito Natalia
como para recobrar algo de la calma perdida, pa-
GRITO DE GLORIA 415
recio lograrla tras de un largo sollozo, y dijo con
aire resignado :
— Es preciso no rendirse á la aflicción . . . Arre-
gla despacio, Lupa, y que todo esté en orden. Yo
voy por hilas y vendas, que han de ser muy nece-
sarias ahora mismo. Que traigan agua del manan-
tial, y tú ponte á cocer corteza de « quebracho »
en abundancia. ¡ Ay, Dios ! . . . ¡ No sé porqué
tiemblo tanto !
La joven se puso las dos manos en la cara y
salió.
Llevaba las mejillas ardiendo.
En el comedor se encontró con la ambulancia
I improvisada.
Al verla, Luis María se sonrió. Aunque muy pá-
lido, parecía tranquilo. Le traían en el catre, cu-
bierto hasta el pecho con una manta.
Extendió su mano izquierda á Natalia con un
gesto de anhelo íntimo y satisfecho.
Ella se la tomó con las dos, estrechándola sin
escrúpulos, acercó bien al de él su rostro, y lo es-
tuvo mirando un rato con ansia indefinible.
Lo examinaba detalle por detalle, como si qui-
siera cerciorarse de que la muerte no lo había aún
sombreado con sus alas. Respirando á grandes
alientos, la alegría asomaba á sus ojos mientras lo
contemplaba y sus labios se removían lo mismo
que si regañasen en sueños.
Todos guardaban silencio.
Al fin Natalia dijo, abandonando suavemente la
mano del herido y mirando llorosa á su padre :
416 E. ACEVEDO DÍAZ
— Todo está pronto, papá. ¡ Pásalo allí ! . . .
El joven fué colocado en el lecho.
Desde ese instante, empezó el cuidado asiduo.
Laváronse las heridas, cambiáronse hilas y ven-
dajes, alimentóse al paciente ; todos se pusieron en
la casa en actividad para procurar lo indispensable
á su curación inmediata.
Después de estas medidas preparatorias y de los
sobresaltos sufridos, la esperanza renació, y con
ella un contento que se ansiaba no ver extinguir
en los días venideros.
No obstante el estado de relativa quietud del
enfermo, la fiebre en grado tolerable hizo su apari-
ción desde esa noche, para no abandonarlo sino á
treguas.
Con todo, como él se mostrase con ánimo de
hablar y hasta de reir, no se dio al principio im-
portancia á aquel síntoma serio.
La herida del brazo no inspiraba tanto temor
como la del pecho, que era de arma de fuego, y
cuyo proyectil había quedado dentro, ignorábase en
qué parte.
¿ Quién podía sondear sin peligro, que no fuese
un cirujano experto? Y cirujano, ¿dónde encon-
trarlos por ventura en la campaña desierta, presa
de la guerra ?
listo afligía á todos cada vez que se tocaba el
punto ó propiamente la llaga.
Veían al paciente sereno, en calma, a pesar del
estrago físico producido por las heridas, y asalta-
GRITO DE GLORIA 417
bales de hora en hora una duda penosa, muy
próxima á la congoja, cuando pensaban en los
efectos internos de la bala alojada en las entrañas.
Lo raro era que la herida del pecho no presen-
taba un aspecto alarmante, tendiendo más bien á
una rápida cicatrización.
¿No sería ésta, falsa, ó un síntoma de recrudes-
cencia del mal que tomaba fuerzas para reabrir
aquella boca fatídica?
La fiebre solía también desaparecer. ¡ Qué con-
suelo ante esta especie de apirexia-remitente !
En tales treguas, los jóvenes hablaban como si
todo peligro se hubiese alejado.
El pasado era una nube que se desvanecía en
horizontes invadidos ya por una luz esplendorosa.
Entonces ella decía:
— Aún no creo en esta dicha... Pasados tantos
meses después de tu primera desgracia, tantas
amarguras en esa ausencia sin fin, ahora estás ahí
de nuevo destrozado, mi amigo, sin lástima por tí
mismo y por los que te quieren ... ¡A veces pienso
que tú nunca te has acordado de nosotros !
— No digas eso, Nata — replicaba el joven lleno
de emoción. ¡ Nunca olvidé ! Siempre aquellos á
quienes yo he amado han vivido en mi pensa-
miento en los días de alegría como en los de con-
trariedades. Sólo que la pasión de mi tierra me ha
conducido lejos; y es esa una pasión que no he
podido arrancar de mí mismo aunque me haya
propuesto, porque podía y valía más que yo, y que
Ti
418 E. ACEVEDO DÍAZ
en vez de dañar á otros sentimientos los sustentaba
y fortalecía . . .
— A costa de tí mismo — observó Natalia; —
condenándote como decía nuestra madre, a perse-
guir un ensueño ! . . . No he de regañarte por eso
ni he de sostener que es más dulce la vida en el
sosiego, entre goces humildes y cuidados amorosos,
porque sé que no es lo que sucede, aunque sea
posible. ¡ Tan pobre es nuestra ventura ! No tengo
celos de esa novia feliz que tú y otros persiguen,
y por la cual dan su sangre. Yo también la quiero
como á una imagen bendita ! Pero, ¿ la has visto,
te ha hablado, te ha sonreído, como yo después
del sacrificio ?
— Sí — dijo Luis María, estrechándole la mano:
— tú hablas y sonríes por ella, y ahora me siento
tan feliz que no me acuerdo de mis heridas. Otros
cayeron valientes y los habrán enterrado juntos en
una zanja como se entierra al soldado, sin cruces
ni llantos. . . Cuando eso me suceda, yo sé que ha-
brá quien se duela por lo mismo que habrá quien
me haya comprendido.
— ¡No hables de morir! — murmuró la joven
estremecida, poniéndose de codos en la almohada
y envolviéndolo en los reflejos de sus pupilas. No,
de eso no se habla señor Berón, y se lo prohibo
bajo pena. ¡Qué creencia más triste!...
Nublóscle la frente, por la que pasó una mano
nerviosa, y prosiguió, tentando sonreír :
— Cuando estés bueno, verás qué hermoso se ha
GRITO DE GLORIA 419
puesto el campo y cómo alegra cuando alumbra el
sol. La isleta aquella de los nidos, ¿te acuerdas?
¡ Si que te acuerdas, la de las cotorras ! es un en-
canto. . . No la conocerías ahora porque han nacido
tantas plantas nuevas, de esas que nadie cuida ni
riega, que es todo un laberinto. ¡Qué aire!... Te
vas á poner fuerte como antes y te volverán los
colores; iremos del brazo y tendrás que obedecerme,
porque yo me enojaré, ¿has oído?
Luis María se sonrió y cogiéndola con la mano
libre de la cabeza, le ahogó la voz con sus labios.
Ella no lloraba, á pesar de sus ansias; pero el
corazón le golpeaba el pecho como un martillo, al
punto de que él se apercibió y dijo :
— No te aflijas así, ya me siento bien. Nunca me
pareció más seductora la vida. . . Yo haré que no
sufras nunca cuando esté convaleciente, Natalia.
— ¿Y no te irás más ?
— ¡ No, mi bien ! No me iré. . .
— ¡ Bueno ! Así me gusta. No tendrás porqué arre-
pcntirte. . . ¡ Ay ! pero, ¿ será eso cierto ? Ustedes
los hombres se buscan penas, pudiendo á veces ser
tan dichosos. Cuando se les quiere, piensan unas
cosas que nunca soñaron como si el consuelo es-
tuviese en el sufrir...
Duerme ahora un poco, ¿quieres? Ya es tiempo
que descanses. . . Estoy temblando que te vuelva la
fiebre.
— Si tú me despiertas luego. . . ¡ Así como has
solido hacerlo !
420 E. ACEVEDO DÍAZ
Ella se sonrió, murmurando :
-¡Sí!
— Entonces, bien. ¡Hasta luego!
Natalia se inclinó, rozó con el de él su rostro
encendido y se fué á prisa.
El herido necesitaba en realidad de sueño.
Ese día no se había sentido tan aliviado como en
los anteriores; cierto malestar interno insistente y
una punzada dolorosa en el brazo, fija, aguda, le
hacían ansiar unas horas de reposo.
La presencia de Nata lo llegó á absorber por
completo; y mientras ella estuvo á su lado, no se
le habría ocurrido quejarse.
Durmióse. Pero fué el sueño inquieto, pues so-
brevínole de improviso la calentura.
En poco tiempo tomó vuelo.
El herido llegó á quejarse de vez en cuando de
dolores en el pecho y de escalofríos periódicos. Pú-
sose desasosegado.
Toda esa tarde el celo se redobló ; y llegada la
noche notóse con angustia que el mal iba en au-
mento.
El desasosiego fué más profundo; á altas horas
la fiebre más intensa, y el delirio dio principio.
Natalia, con extraña firmeza, no se separó ni un
instante de la cabecera, atenta, contrariada, repri-
miendo la explosión de su zozobra, que acrecía en
la medida que avanzaba la dolencia.
La noche pasó entre hondas inquietudes.
Por la mañana, el herido pareció entrar en un
período de calma semejante á un sopor.
GRITO DE GLORIA 421
Examináronle el pecho. La membrana que había
cubierto como una tela la herida, aparecía desga-
rrada, y por la abertura surgía á intervalos un so-
plo ronco.
Aplicáronsele nuevas hilas y vendas, después de
lavar bien los bordes con una esponja fina.
Luis María llegó á dormirse, algo más tranquilo.
Pero Natalia sintió dentro de su ser como un
vacío pavoroso. Creía que por siempre se le había
huido la fe, y que quería escapársele ya la misma
engañosa esperanza.
Sin duda retuvo á ésta el aspecto reposado del
herido ; porque en vez de acostarse algunos minu-
tos, Natalia fuese á su habitación y púsose á es-
cribir á la madre de su amigo una larga carta.
Reflejaba en ella fielmente sus impresiones, des-
pués de narrar todo lo acaecido, desde que llegara
á la «estancia», y decíale que confiara en sus cui-
dados y desvelos.
En pos de indecible congoja, escribía ahora ella
más consolada en presencia del estado satisfactorio
del paciente. Tenía él que reaccionar pronto por
el mismo vigor de su juventud y por la asidua
asistencia de que era constante objeto.
Terminaba pidiéndole que en defecto de un mé-
dico animoso, lo que era imposible, bien lo com-
prendía, le enviase algo para vencer la fiebre, que
era lo que más terror infundía á su ánimo.
Cerrada la carta, Natalia supo que Esteban debía
ir esa tarde lejos de allí, en busca de un «tape»
422 E. ACEYEDO DÍAZ
viejo que administraba hierbas medicinales, propias
para las heridas.
Aprovechó de su excursión para recomendarle
que de algún modo, por intermedio de una mano
piadosa cualquiera, hiciese que esa carta llegara á
su destino.
No pensó que podía retrasarse días enteros en
su marcha.
Don Luciano, que había estado hablando un buen
rato en el palenque con un paisano inválido que
iba de paso para la Florida, entróse resueltamente
en el aposento de Berón ; y hallándolo despierto,
y al parecer mejorado, aunque débil, díjole con en-
tusiasmo :
— ¡ Animo, amigo ! Los argentinos vendrán, por-
que ya se declara incorporada la provincia á las
otras como buena hermana. Me lo acaba de ase-
gurar un vecino de sesos, que viene del cuartel
general.
Luis María volvió de lado el semblante, ilumi-
nado de súbito por una radiación de contento, y
oprimiendo la mano que el viejo le tendía, mur-
muró con acento de fe profunda :
— Entonces seremos libres de veras. ¡ Loado sea
el esfuerzo !
Desde ese instante hasta la noche, la noticia tras-
mitida pareció hacer revivir al paciente
Las horas se deslizaron fugaces, acaso por ser fe-
lices, entre fruiciones y esperanzas.
En las primeras de la noche, sin embargo, á
GRITO DE GLORIA. 423
pesar de la renovación de los apositos y del aseo
escrupuloso de las heridas, en las que se aplicaron
hojas de balsamo abiertas, en el ansia de encontrar
una virtud medicinal infalible, aunque fuese en una
simple hierba, Luis María fué invadido por la fie-
bre y tuvo violentas contracciones musculares. ¡Otra
noche de sorda lucha !
Natalia no perdió la serenidad, pidiendo fuerzas
á todas sus energías reunidas para hacer frente al
conflicto. Con todo, en el fondo empezaba á sofo-
carla como un vaho asfixiante el desaliento.
XXXVI
£1 último idilio
Ella presentía la proximidad de un gran dolor.
Pero era uno de esos temperamentos que lo so-
focan, que lo reconcentran y lo anidan en el pecho,
aunque el esfuerzo los deje inquietos, trémulos,
adustos, sin más manifestaciones externas que una
palidez intensa, un brillo de fiebre en las pupilas y
una punzada aguda en la entraña que sólo en la
soledad se resuelve en sollozos. De estos dolores
que tienen miedo de ser penetrados, por lo mismo
que son sinceros y profundos, era el suyo. Sus
centros nerviosos se resentían del esfuerzo, y de
424 E. ACEVEDO DÍAZ
ahí que la mente divagase aturdida y el corazón
empezase á golpear violento como quien pide aire
desde el fondo de su encierro. No quería llorar, á
pesar de sus ansias. La amargura de su padre sería
menos. ¡Cuánta ternura delicada con el herido, y
cuánto cariño con él, en su afán doliente ! Si ella
cedía, ya no habría enfermera ; no más tino, no
más atención inteligente en las horas crueles, por-
que la desesperación la haría su presa y el delirio
su juguete.
En ciertos momentos la fiebre parecía abrasarle
las sienes. El sueño solía hacerla cesar, ese sueño
que trae el cansancio prolongado y que deja al or-
ganismo como muerto.
Entonces, al incorporarse, se sentía con ánimo
fuerte y volvía á la tarea con más ahínco, nutrida
de nuevas esperanzas, dulce, risueña, para llenar la
atmósfera en que respiraba el herido con todos los
tonos y reflejos de su adorable juventud.
¿ Cómo pensar que él se podía morir ? Era ese
un ensueño sombrío. Había venido al mundo con
tantos dones para la dicha, era tan gentil, tan gene-
roso, que la adversidad debía respetarlo, listaba en
todo el vigor de la vida, y había de resistir á los
estragos del mal hasta vencerlo.
Una noche, el paciente tuvo fuertes contraccio-
nes; se quejó, la liebre volvió á atacarlo y durante
l horas todo afán fué inútil parí devolverle
algo de la perdida calma.
Natalia pasó este nuevo suplicio de pie, rígida.
GRITO DE GLORIA 425
silenciosa ; y ya muy tarde, cuando el herido que-
dóse al fin postrado, como hundido en el lecho,
don Luciano la sacó de allí.
Fué aquella una noche triste.
En tanto Esteban y Guadalupe hacían la vela,
Robledo salió al patio, ansioso de aire puro, bajo
los efectos de una gran pesadumbre.
El cielo estaba sereno y rutilante, en profunda
quietud los campos, y sólo el canto alegre del gallo
desde el fondo de los «ombúes», interrumpía el
silencio.
Paseóse en lo oscuro, por debajo del alero, con
la cabeza descubierta y los brazos cruzados.
Luego se quedó quieto delante del ventanillo de
Natalia, por mucho tiempo; y estando aún allí
como una estatua, llegó á oír la voz de su hija
que parecía balbucear un ruego.
Después la escuchó más alta, de un timbre des-
garrador, que decía : — ¡ piedad, Dios mío !
El viejo llegó á creer que le mordían las en-
trañas.
¡Era tan amargo el acento, tan sentida la sú-
plica ! Aquella pobre que no dormía hacía tantas
noches, debía tener como un plomo la cabeza.
Lo peor era que ya el mal parecía sin remedio.
Sin duda la bala había caído al pulmón, después
de haber estado pendiente en el vértice á modo de
carámbano vacilante, ó de lágrima que oscila en
las pestañas antes de rozar el pómulo ; y si era así,
asunto concluido!
42G E. ACEVEDO DÍAZ
Don Luciano fuese de nuevo, sin ruido, á la ha-
bitación de Berón, con los ojos muy abiertos, ja-
deante y confuso.
Sorprendióse al entrar en ella.
Allí estaba Natalia, firme, tranquila en aparien-
cia, con un gesto de resignación extrema, que daba
á su semblante toda la dulzura del rostro de las
imágenes de cera. Tal vez había llorado mucho.
De sus bellos ojos se desprendía un reflejo de tris-
teza honda, natural en quien ya ha medido toda la
magnitud de su infortunio.
Robledo nada dijo.
Observó un momento al herido, y volvió á sa-
lir á paso lento, suspirando con fuerza.
Guadalupe y Esteban permanecieron quietos en
los extremos, sin abrir para nada los labios.
De pronto, Nata se dirigió á ellos, mirándolos
también en silencio, con los brazos caídos y el
aire desolado.
Ellos se fueron al comedor.
Estúvose Nata todavía unos instantes con la vista
en el suelo, como escuchando el rumor de esos
pasos.
Después se volvió hacia el herido, clavando en
sus facciones desencajadas l.i vista ansiosa; se acercó
bien, arreglóle la almohada, apartóle á los dos la-
dos el cabello, y púsose á contemplarlo con muda
fijeza.
Como viese que él DO se movía, cogióle suave
entre sus dos manos el rostro y lo besó en la
boca.
GRITO DE GLORIA 427
Luis María hizo un movimiento, abrió los ojos
y los puso en ella.
Volvió á cerrarlos y á abrirlos cual si luchase
por reconocer; y al fin, como si reuniese todas
las fuerzas que le quedaban, alzó trémulo el brazo,
que ciñó al cuello de la joven, la atrajo hacia sí
nervioso, juntando con la suya la linda cabeza, y
dijo anhelante:
— ¡ Cuánto bien ! Así. . . así. . .
Ella dejó hacer. Se puso de rodillas en el suelo,
lo estrechó contra su pecho y oprimió con los su-
yos sus labios ardientes, sin hablar, entre mimos y
retozos, suspiros que eran risas ahogadas, risas que
eran llantos comprimidos, fruiciones preñadas de
amargura, deliquios que eran ansias de una vida
que se iba y de una dicha malograda.
Él pareció renacer ; ella olvidar.
Se estrechaban como si buscasen desafiar juntos
la temida hora de la muerte con la fuerza de su
cariño.
Arrastrándose de uno á otro sitio sobre sus ro-
dillas, con el seno entreabierto, la boca roja, la
pupila brillante, Natalia sostenía entre sus brazos
la cabeza del joven, evitándole esfuerzos y ven-
ciéndolo en cada arranque, con una caricia infinita.
En seguida se quedaban mirándose, y ella decía :
— ¿Es este un consuelo?...
— Oh, sí! — contestaba él. ¡Más! que no mata,
y hasta el dolor cesa. . . Yo quiero vivir, mi bien.
— ¿Y por qué no ? Dios lo ha de querer, pues
428 E. ACEVEDO DÍAZ
que en su bondad permite que hasta los malos go-
cen ... Si te mejoras pronto, verás qué dicha !
Está el campo que rebosa de alegrías, y vienen los
follajes . . . Iremos allí, donde me bajaste del árbol
aquella vez. Me hiciste temblar de miedo, ó qué
sé yo qué . . . Pero tenía un gusto ! No pude dor-
mir, entonces ; estaba como una aturdida . . .
Y esto diciendo, escapáronsele las lágrimas que
había luchado por reprimir, escondiendo el rostro
en la almohada.
Luis María volvió á acariciarla febril, violento,
atrayendo con brusquedad su cabeza como quien
presiente que la vida se le escapa por el reco-
mienzo del escozor en las heridas.
Natalia se abandonó nuevamente á aquel delirio,
á aquella ardorosa ternura que recién se manifes-
taba intensa, profunda, en el ahinco por la exis-
tencia.
La ahogó él con sus besos.
Cada vez que quería hablar, su boca, llena de
fuego, cerrábale la suya con energía varonil, y su
mano crispada le retenía la cabeza unida como un
áncora de esperanza.
Cual si saliera de un sueño, Natalia dijo tem-
blante :
— Oh! puede esto dañarte... Qué locura! Re-
.. por favor.
— Hay tiempo — murmuró Luis María con VOZ
ida.
( )tra vez . . . otra . . .
GRITO DE OLORIA. 429
Dio luego una sacudida, se arquesó, puso el sem-
blante en el seno de la joven y escápesele un so-
llozo.
En pos de esa contracción, su cabeza resbaló en
la almohada y hundióse en ella.
— Ay! — exclamó Nata — qué tortura horrible!
El herido había cerrado los ojos y respiraba con
gran fatiga. Ardían sus sienes.
Púsose de nuevo Natalia de pie, alzándose pá-
lida y rígida como una muerta.
Cogió con mano convulsa la infusión de corteza
de «quebracho», y le hizo beber dos ó tres
sorbos.
Examinóle las vendas.
La del brazo no ofrecía novedad alguna. No así
la del pecho. Debajo de ésta se dibujaba una man-
cha de sangre y sentíase un resuello sordo, inter-
mitente, de fuerza viva que se aniquila.
— Yo habré apresurado su muerte — susurró Na-
talia conteniendo los alientos. Pero él lo quería . . .
Era un pobre y último goce que no podía negarle.
Pobre goce ! Más merecías, mi amado, ya que vas
á morir ; todo mi ser fuera poco !
Y contemplándole como extraviada, la angustia
subió de punto.
Volvió á abrazarse á él y lo movió diciendo
con acento bajo y entrecortado :
— No te vas así tan pronto ... Yo no quiero
que te mueras. Oh crueldad de la suerte ! Vuelve,
mi bien, sí, vuelve ! . . . Un último beso para tu
430 E. ACEVEDO DÍAZ
madrecita querida, que yo lo recibiré todo en mi
boca. Sonríete como antes ; ánimo ! sí, ánimo, que
esto pasará mi amigo adorado!
Sonreía ella á su vez, viendo que el herido
abría los ojos y se volvía, como cediendo al es-
fuerzo de sus manecitas temblorosas que le opri-
mían las sienes dulcemente.
Pero fué un arranque supremo.
Un fulgor opico lucía en sus pupilas, que se
concentraron sobre la joven con la dureza de la
agonía ; quiso hablar, y de su boca salió un hálito
leve, y al sellarse en un último beso los labios de
los dos, sacudió un momento la cabeza : la poso
en la almohada y se quedó inmóvil.
Natalia lanzó una voz semejante á un ronquido,
y dióse vuelta anonadada.
Vio á su padre, á Esteban, á Guadalupe, á don
Anacleto en la penumbra que miraban hacia el le-
cho, como buscando entre sus pliegues un signo
de vida.
— Inútil empeño — dijo Natalia. Todo acabó !
Sin vacilar acercóse al lecho, y posó sus dos
manos en los párpados del muerto.
Allí las tuvo un rato.
Después las separó y miró . . .
listaban plegados. Parecía dormido.
El resplandor tenue del alba penetraba por las
rendijas del ventanillo y con su aparición coinci-
día el variado concierto de las aves que anidaban
bajo el alero. De afuera v^ní.x como una oleada
GIUTO DE GLORIA
431
de vida cargada de trinos y de aromas ; y las lu-
ces brillantes no tardaron en unirse al festival de
la mañana, con el coro lejano del ganado y el
vaivén del esquilón.
xxxvir
La sombra del cenador
Cuando caía el sol al día siguiente en medio de
una atmósfera de ámbar y rosa confundidos, un
pequeño grupo de personas mustias y calladas salía
de las casas y se dirigía á lento paso hacia el es-
trecho valle que el bosque de Santa Lucía orillaba
con sus frondas.
Componíase el grupo de cinco hombres y dos
mujeres. Cuatro dé ellos llevaban á pulso un cajón,
algo como un féretro cubierto por un paño negro
clavado en la madera á trechos.
En la tapa de estas andas veíanse esparcidas ra-
mitas verdes y flores silvestres apiñadas, sin orden,
cual si sobre ella hubiese volcado al azar uno de
sus búcaros la primavera.
Los gajos del aromo y del laurel agreste se en-
tremezclaban con la yedra y los claveles del aire.
Algunas violetas aparecían aquí y allá entre los vi-
vos matices, como arrojadas por un soplo de an-
gustia.
432 E. AC1YED0 DÍAZ
La fosa se había abierto junto á la que encerraba
á Dora.
Natalia quiso que su amigo descansara al lado
de la que le amó, como ella; tal vez con la misma
intensidad é idéntica ternura !
Una cruz de coronillo alta y retorcida, en cuyos
brazos se enrroscaban parietarias lanzando á todos
rumbos un centenar de guías, señalaba el sitio en
que reposaba la cabeza de la amable joven que
fué luz del pago.
Cerca, en un grupo de «talas», una banda de
«horneros» bulliciosos hería el aire con sus gritos
alegres, que á don Cleto parecieron ecos de aque-
llas risas encantadoras de otro tiempo.
Guadalupe llevaba una cruz semejante á la que
adornaba la tumba de Dcra; fabricada en la noche,
como el ataúd, por Esteban y el capataz.
En tanto sepultaban el cuerpo de Luis María,
Natalia se puso de rodillas al borde del hoyo, si-
guiendo con la mirada cómo subía á oleadas la
tierra negra que caía sobre la caja.
Las flores habían sido amontonadas á un lado,
para ser luego desparramadas encima.
La joven tenía los ojos hundidos y el rostro de
una blancura casi transparente. Más rígida que nanea,
ni una crispación se notaba len sus facciones, ni en
sus labios marchitos. Parecía haber apurado de un
sorbo toda la hiél del sufrimiento.
Antes de abandonar las «casas», había besado
muchas veces al muerto en la frente y en las me-
GRITO DE GLORIA 433
jillas ; y apartada de allí, había vuelto 211 silencio
con gran fuerza de voluntad, y estrechado contra
la suya su cabeza, besándolo entonces en los labios
yertos con una caricia interminable.
Arrancada de nuevo del sitio, había retornado
sin mirar á otro objeto que al que fué su adora-
ble deliquio, con un gesto tan duro y sombrío, que
nadie se atrevió á detenerla ; y otra vez acarició
al muerto, cortóle dos rulos, que guardó en el
seno, echóle sobre el pecho un puñado de flores,
arreglóle bien la almohadilla, y después dijo con
acento dulce :
— Ahora sí . . . ¡No hay más que hacer !
Cuando salían, habíale dicho su padre á modo
de ruego :
— Tú no vas, hija. Basta con nosotros.
Y ella respondió con una firmeza tranquila :
— ¡ Sí, que iré !
Y había venido ahogando sus sollozos, altiva en
su dolor, hasta aquel lugar reservado para el último
sueño de su novio.
Vio echarle tierra sin modular una queja, en apa-
riencia insensible.
Apenas en el párpado nervioso podía notarse su
honda agitación interna, y en Ja expresión desolada
de sus pupilas el abismo abierto á sus fervientes
amores.
Sin duda se había secado la fuente del llanto, y
sólo quedaba dentro ese pesar agudo que hace la-
tir la arteria á saltos y denuncia una revolución
de los afectos más ardientes del ánimo.
28
434 E. ACEVEDO DÍAZ
La fúnebre tarea duró breves instantes.
La tierra llegó al nivel: se aplanó; púsose la
cruz en línea recta con la de Dora, á igual altura;
y por último esparcióse sobre las dos tumbas un
poco de arena fina traída de la rivera para relle-
nar las más pequeñas grietas del suelo.
Hecho esto, Nata se levantó y diseminó en aquel
corto espacio las hojas y flores como quien rocía
con agua bendita.
Después, dijo á su padre:
— Les haremos aquí una casita que les preserve
de la lluvia que filtra y del hielo, ¿verdad?
— Sí.
Natalia echó á andar, y todos siguieron en pos.
El grupo, al llegar á las casas, se disolvió silen-
cioso, como se había reunido. El pesar era pro-
fundo.
Natalia entró á su habitación sin fuerzas ; y arro-
jóse en el lecho.
En él quedó como muerta, hasta el otro día.
Con el alba se levantó, y púsose á escribir á la
madre de Berón.
Parecía serena ; tenía firme el pulso, y trazó los
caracteres con calma dolorosa.
« Ya acabó de sufrir — decíale entre otras cosas
de mujer convencida de que nadie ha de dolerse
más que ella. — Su último beso fué para tí y lo
recibió toda mi boca. Yo le cerró los ojos, y le
corté dos rizos ; uno para tí, otro para mí. Ahí va
el tuyo... Lo acompañé hasta el sitio que yo ha-
GRITO DE GLORIA 435
bía señalado para que durmiera, y vi como lo
acostaban. ¡ Está en buena compañía, madre ! y lo
he de cuidar siempre . . . Tendrá mi visita todos
los días y muchas flores, de las más hermosas que
se encuentren en mi jardincito y en la ribera;
además les haremos una « glorieta » á los dos, con
ceibos y claveles del monte. ¡ Nunca se apartará de
mí su memoria! Sea cual fuere la hora en que te
acuerdes de él, yo también estaré pensando en el
amigo adorado que fué la ilusión de mi vida. ¡Ay,
madre! por más que las dos lloremos, no hemos
de llenar el vaso de amargura en la medida en
que lo hemos bebido ... ¡ Consuélate, á pesar de
todo, de que siempre tendremos lágrimas ! »
Como esta carta decía, elevóse en el lugar soli-
tario un pabellón que rodearon los ceibos y enre-
daderas de la selva, y al poco tiempo se formó un
cerco espeso de flores y follajes.
Después, los céspedes se unieron á los ceibos
que retoñaban, las enredaderas y lianas hiciéronse
trenzas largas y ondulantes y se asieron á las cru-
ces con todo el vigor de brazos que se crispan
ansiosos de apoyo.
Las cruces llegaron á desaparecer poco á poco
en un boscaje que se alzó trepando en torno del
cenador por dentro y fuera, y sólo quedó en el
interior como un sendero tortuoso que terminaba
allí donde estaban los símbolos funerarios.
Las avispas y las abejas salvajes zumbaban en los
días ardientes bajo la bóveda y elaboraban su miel
en la espesura de mburucuyáes y «camambúes».
HT
436 B. ACEVEDO DÍAZ
Cuenta una tradición del pago, que en aquel bú-
caro enorme, ornado siempre de frescas frondas,
guías y festones, á la vez que criadero exuberante
de selváticas aromas, venían los pájaros en nutridas
bandas á fabricar sus nidos, oyéndose al cuajar la
aurora y al morir la tarde un himno eterno de
complicados silbos y arrullos; y añade la tradición
también, que á esas horas, unas veces entre luces
y otras entre sombras, veíase entrar y salir del ce-
nador á una mujer taciturna, rígida y fría que no
por esto dejaba de sonreír á los vivos, pero que
sólo parecía hablar con los muertos.
FIN
ÍNDICE
ÍNDICE
NfjH
I. — Después de Catalán S
II. — Dos caudillos 16
III. — Excursión X los pagos 28
IV. — La cruzada 37
V. — Al viento la bandera -. . . 53
VI. — Pensamiento, valor y audacia 7 1
VII. — El cuerpo de paulistas 82
VIII. — Calderón 90
IX. — Junto á los fogones 100
X. — Sobre la pista 108
XI. — El hombre de las ojotas 119
XII — En marcha al Cerrito 127
XIII. — Dentro de murallas 146
XIV. — Las nuevas de Lupa 161
XV. — Al habla con don Cleto 172
XVI. — Desde el mirador 183
XVII. — La primera refriega 201
XVIII. — Solo y libre 215
XIX. — Del vivac á las «cachimbas» 223
XX. — Los coturnos de Jacinta 237
XXI. — Al rescoldo 248
XXII. — Las albricias de Nerea 261
XXIII. — Esteban 273
XXIV. — El cofre de Natalia 288
IV ÍNDICE
Páginas
XXV. — Rumor de victoria 298
XXVI. — El cinto de don Carlos 309
XXYII. — La sublevación 318
XXVIII. — El esfuerzo nacional 334
XXIX. — La columna en marcha 344
XXX. — La cólera de Jacinta 358
XXXI. — Sarandi 364
XXXII. — El duelo á lanza 378
XXXIII. — Los estragos de la carga 391
XXXIV. — La vuelta 407
XXXV. — Esperanzas é inquietudes 412
XXXVI. — El último idilio 423
XXXVII. — La sombra del cenador 431
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